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Puerta atrás

Dios lleva el número 23

Creo en Michael Jordan por encima de todos los jugadores. Creo en otros como Larry Bird, Magic Johnson o the black Jesus,  Earl Monroe, que forman parte de mi credo también. Pero Michael es Michael, el más grande deportista de todos los tiempos. El mejor.


 


Si hay una cosa que diferencia a Michael del resto de los mortales es que His Airness es el mayor competidor que jamás ha pisado un pista de Baloncesto y, por encima de todo, es un ganador por excelencia. Si tuviera que pensar en una sola persona a la que dar la responsabilidad en una jugada decisiva, el balón que más quema, la situación más complicada, ése sería Michael Jordan.


“La mayoría tiene la voluntad de ganar, pero muy pocos tienen la voluntad de hacer lo necesario para conseguirlo”, Bobby Knight dijo esta gran verdad. Y es que a todo el mundo le gusta ganar pero no todos están dispuestos a hacer los sacrificios que esto implica. Lo que diferencia a Jordan del resto es su insaciable sed de victoria, una obsesión que llegó a ser enfermiza pero que le ha colocado en el más alto altar baloncestístico. Un ejemplo para varias generaciones que hace que nos dejemos la piel hasta jugando una pachanga o que un padre comprenda el silencio y la falta de apetito de un hijo después de una derrota. Inluso, hace que tu novia se enfade contigo por tu más que evidiente cabreo cuando juegas con ella un partido de padel contra unos amigos y no ganas. “Cariño, sólo es un juego; hemos venido a divertirnos” y tú le contestas cargado de rabia “Yo  me divierto cuando gano…”  (no te comprende pero por suerte te quiere lo suficiente). No me digan que nunca han sentido algo parecido…


Lo de Michael va mucho más allá.


Lo normal al hablar de Jordan es contar historias de hazañas, festivales de puntos, canastas en el último segundo. Yo les voy a enseñar una cara distinta del más grande. Una que justifica que un erudito del Baloncesto, en un golpe de lucidez, le bautizara recientemente como el fürher negro. Su cara más desconocida, pero que también habla de lo que se puede leer bajo la estatua que preside la entrada al United Center de Chicago: “El mejor que ha habido, el mejor que habrá”.


Era el final de la década de los 80 y los Bulls visitaban Detroit en los play-off, la cancha más complicada para ellos. Enfrente, los campeones y el equipo que estaba frustando a Jordan en su camino a la gloria. Además, en las gradas rugía una de las aficiones menos hospitalarias con los Bulls y, especialmente, con Michael.


Las Jordan Rules hicieron mella en el 23, que se quedó en unos paupérrimos 18 puntos. Y los Bulls cayeron. Mirando las estadísticas, Horace Grant había anotado fluidamente, pero en el aspecto reboteador flaqueó, con un solo rechace y en la batalla en la pintura los Rodman, Laambier, Salley y demás le habían superado con claridad.


Horas después del partido, en el vuelo de vuelta a casa, mientras la cena era servida por el sobrecargo del avión, todos los jugadores estaban ya dispuestos en su lugares habituales, todos menos Jordan. Cuando te llamas Michael Jordan siempre tienes más obligaciones al acabar cualquier partido y más en una de las citas más importantes de los playoffs. Conferencia de prensa, autógrafos… Michael subió al avión mientras sus compañeros le esperaban con la cena frente a ellos.


Jordan apareció y, mientras avanzaba por el pasillo, vio a Horace Grant sirviéndose la comida tan tranquilo. Horace, que hace sólo un rato había sido incapaz de capturar más de un rebote. Horace, el se había preocupado de sus puntos.


El número 23 aceleró su paso hasta colocarse frente a Grant. Cogió la bandeja donde el ala-pívot tenía su cena y la arrojó violentamente contra la pared. Después, le gritó “¡Eres un idiota! Tú no mereces cenar con este equipo”. En ese momento, todo el mundo en el avión se había quedado petrificado y los jugadores seguían la escena asustados. Jordan siguió: “Eres tan estúpido que por tu culpa ni siquiera hemos podido correr ni una sola vez. Sólo piensas en ti mismo; anda, recoge esa basura y apártate de mi vista”.


Durante el incidente y después del mismo, el silencio fue sepulcral. Michael era el jefe y estaba ejerciendo su liderazgo. Meterse en medio sería un error. Pero unos instantes después no hubo más remedio, todos los jugadores tuvieron que levantarse para separarles cuando Jordan se avalanzó sobre Grant cuando éste osó contestarle.


Un incidente así normalmente acaba con uno de los jugadores fuera del equipo, en este caso, Grant. Pero los Bulls eran un equipo con todo lo que eso significa. Jordan sabía que necesitaba la mejor versión de Horace Grant para que puderian ser campeones y no duden que en las siguientes temporadas el ala-pívot no sólo mejoró en la faceta reboteadora, sino que también en otra labores de intendencia.


Esta es sólo una anécdota de muchas por el estilo y explica cosas como por qué el único compañero al que Dennis Rodman realmente respectaba, escuchaba y aceptaba reprimendas era Michael Jordan.


Al leerla muchos pensarán ¡Qué tirano! Y lo era; arrastrado por una sensación de irresistible decepción tras la derrota.


Pero por encima de todo, en aquéllos que conocen lo que supone perder cuando lo has dado todo y la desazón que le acompaña, queda un punto de comprensión. Por supuesto que Jordan tenía un lado oscuro, era un dictador como no se pueden imaginar, pero esto venía de un deseo de ganar que no tiene parangón. Muchos pensarán que lo que hizo está mal, otros que ejerció de líder e hizo lo correcto, para cada cuál queda la desicisión. Pero con Michael Jordan queda una una certeza: Sólo el más grande es capaz de hacer esto:


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