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Puerta atrás

El único e irrepetible

Drazen PetrovicDrazen comenzó el partido metiéndolo absolutamente todo. Como siempre. Lo hacía hasta parecer sencillo. Sumaba puntos a golpe de talento. Veinte, treinta… nadie era capaz de pararle. Esa sensación de superioridad, como si el tiempo transcurriera más despacio para él, llevaba años sintiéndola. Primero, con el equipo de su Sibenik natal, al que llevó a dos finales de la Korac cuando sólo contaba con 17 y 18 años. Además, con la Cibona le endosó 112 puntos en un partido al Olimpia de Lujbliana. Después, convirtiéndose en campeón de Europa con la Cibona con sólo 20 años, además de una Liga Yugoslava, una Copa, una Recopa… Drazen deseaba ganar por encima de cualquier otra cosa en el mundo. Su objetivo era la excelencia sobre una pista de Baloncesto.

Pero ese día vestía de blanco. Era la temporada 1988/89 y el Real Madrid había decidido unirse al enemigo, al enemigo que llevaba años destrozándole y provocando a su público después de cada canasta anotada. Los gestos de Drazen desquiciaban al público madridista, que le odiaba hasta extremo, pero ahora que jugaba para ellos, éste había pasado a adorarle.

Con el 5 a la espalda, ya que sus dos números favoritos, el 4 y el 10, estaban ocupados. El 4 lo llevaba el tipo que se dedicaba a darle mínimos descansos, Joe Llorente, y el 10 lo lucía el buque insignia del madridismo, Fernando Martín; recién llegado de su aventura en la NBA con los Blazers y que finalmente compartiría el mismo fatídico destino que Petrovic.

A Drazen le seguía entrando todo, estaba claro que él iba a decidir ese partido. Sus números sobrepasaron la barrera de los 40 puntos. Pero llegó el tiro decisivo y lo falló. El delgado base de pelo rizado bajó la mirada y sin decir una palabra tomó el camino a los vestuarios, no sin antes advertir una mirada de reproche de Fernando Martín.

Esa noche, por respeto a sus compañeros, Drazen bajó a cenar. Pero no probó bocado. Se limitó a quedarse allí sentado. Callado y con la cabeza gacha. Algún compañero se acercó a animarle, recordándole que antes de fallar ese tiro había dado una exhibición, pero ninguna palabra podría reconfortar al croata. ¿De qué servían todas las canastas anteriores si había errado la que de verdad importaba?

Esa noche el Real Madrid regresó a casa en avión. Y Drazen seguía sin articular palabra desde el bocinazo final del partido. Tras aterrizar, a las 6:30 de la mañana, el croata se acercó a Clifford Luyk -entonces entrenador ayudante de Lolo Sainz- y le espetó con el clásico acento de los Balcanes, “Tú consigues llaves de pabellón”. Luyk quiso contestarle, pero antes de que abriera la boca, Drazen cerró la conversación con un convincente gesto afirmativo con la cabeza.

A las 7:00 de la mañana, ya estaba tirando a canasta. Él solo. Con Luyk pasándole el balón. Un tiro, otro, otro más… cientos, miles, y la inmensa mayoría acabando de la misma manera. La mañana entera luchando contra esa terrible decepción del día anterior.

Romay, Petrovic y Martín

Unos días después, Drazen metió 62 puntos al Snaidero de Caserta en la final de la Recopa, en una épica e histórica batalla anotadora contra Óscar Schmidt Becerra, y dándole el título al Real Madrid. Fernando Martín, que tantas veces le había gritado de rabia -incluso en ese partido-, ahora estaba exultante, era un ganador nato, como Drazen. Ambos acabaron bailando agarrados en el centro de la pista.

Drazen Petrovic. Mozart, el Genio de Sibenik, como quieran. Pero el mejor jugador de Baloncesto que jamás haya nacido en el continente europeo. El más grande.

“El verdadero valor de un jugador no lo establece la victoria, sino la memoria”. Psicobasket CXIX, GVázquez.

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