Fuimos a comer al Borgia, el restaurante de nombre histórico y de cocina entretenida que me dejó desconcertado pero siempre queriendo saber cómo iba a ser el siguiente plato. Comimos unas pochas memorables, jóvenes, con todos los colores de la primavera pero anunciando los sabores del verano. De los demás platos recuerdo una cocina de trazos, sabores que aparecían como pinceladas porque le ha venido la inspiración al pintor, recuerdo unas mollejas de ternera con foie y una salsa reducida que se limitó a decir: “la hago al momento, según me lo pide el plato, como todas mis salsas.”

Porque lo importante de comer en el Borgia es hablar con su cocinero Félix Sabando, un pintor metido a cocinero desde joven por circunstancias vitales que le llevaron a volver al restaurante familiar donde su madre le enseñó lo que había que saber de cocina. Pero nunca dejó la pintura, de hecho entrando aquí se puede ver que la suya ha sido una vida muy completa como artista. La cocina sigue siendo un trabajo en el que aterrizó, pero al menos le permite ser expresivo, y si no, siempre le queda el momento genial de poderlo contar a sus clientes. Porque al Borgia no se puede ir, no se debe ir, sin tiempo, el que hace falta para hablar con el cocinero pero no de cocina, porque da la sensación de que no le interesa, es un medio para ganarse la vida, interesa más hablar de esa otra vida que le ha permitido soñar.

Después soñamos con un plato nuevo, recogimos espárragos y nos vinimos a casa. Y yo esa noche me fui a la cama pensando que había estado a poco más de una hora de casa. Feliz.

Blog escrito escuchando: Divine Comedy