Estábamos en una terraza. Habíamos tomado unas cosas para picar y dábamos la cena por hecha. Champagne fue lo que nos acompañó. Llegó la hora de la copa final, de la tranquilidad, de disfrutar del momento único y de pedir el clásico: “lo que tu quieras” al profesional de turno.
Y en medio de la conversación, nos colocan las copas sin darnos cuenta, sirven el vino y sigues a lo tuyo, y con la mirada perdida en los ojos de quien tienes en frente te llega un aroma inconfundible a violetas. ¿Violetas? ¿Dónde están las violetas en esta terraza? Porque estar no están, en la terraza de Rekondo no hay violetas. Son violetas y salen del vino, de esas copas que te acaban de servir y que tu creías que iban a pasar desapercibidas y ahora captan tu atención.
Así que dejas de atender a quien tienes en frente y el vino se convierte en el centro de la conversación porque te ha pillado, te ha embaucado el aroma y te metes en la copa de cabeza y donde había aromas florales se convierte en frutas, menudas frutas, todo es muy fresco y entretenido, no hay tonterías, no hay madureces, no hay extraños, aquí todo es muy sincero y directo, si hay madera (que la hay) la madera es muy sutil y sirve para que no se desmadre la fruta.
¿Y qué es? El Jardín del Lúculo, una garnacha vieja de Navarra, Mendigorria, hecha por unos hacedores de vinos (wine makers que dicen los de ahí) que seleccionan cosas de gran interés por toda la peninsula, ¿adivinan dónde los venden? Sí, EEUU. En el fondo da igual, siempre y cuando nos toquen unas botellas por aquí cerca, unas botellas a unos 6 euros y te queda la duda de si te están tomando el pelo. Pero no, es verdad, las cosas buenas se hacen así y acaban triunfando o eso quisiéramos. Con este vino no puedo decir otra cosa: Por favor Martín, pon otras dos copas.