La del cocinero/hostelero es una vida muy dura. Se oyen historias de cocinas en las que la gente se vuelve loca, he oido de un cocinero que cogió un cuchillo y se clavó la mano con toda su fuerza contra la tabla de cortar, he oido de cocineros que se han desmayado en mitad del pase y los compañeros le han pasado por encima para no perder el tiempo. Por aquí le vimos a Sergi Arola perder los estribos durante el reality de la cocina, bueno, para ser sinceros, `parece ser que la buena de Bárbara Rey puso algo de su parte para que esa olla se disparara.
Se oyen historias de chefs (Mark Iakono y Benny Geritano) que se enzarzan en la calle en una pelea con sus cuchillos de cocina dejándose cortes hasta en el cuello. Baristas (el propietario de Aptoheke de Nueva York) que prende fuego a su barra para fomentar el espectáculo, y hay innumerables leyendas sobre cocineros que salen a la calle a respirar mientras se revuelven contra los paseantes.
Boudain en su primer libro lo cuenta con toda crudeza, y es que estar en esas cocinas que suelen ser sótanos infernales llenos de calor y olor es una llamada a la locura que, a veces, aumenta con el alcohol y las drogas.
Pero el que se lleva la palma es un chef ruso, propietario de un restaurante en Moscú cerca del Kremlin. Parece ser que debía estar un poco harto de su suegro y no se le ocurrió nada más habitual que matarle. Pero eso incluso podría ser normal, lo curioso es que, como buen cocinero que era, no quiso desperdiciar tanta carne suelta así que decidió hacer lo que cualquiera haría con un cadáver a sus pies: meterlo en la picadora de carne y aporvecharlo para unas tartaletas de carne que le salían estupendas. Debía estar rellenito el suegro en cuestión porque la carne le duró 3 días. Y, que se sepa, no se conocen críticas sobre las tartaletas durante esos días, así que debían estar buenas.
Lo dicho, es una vida dura la del cocinero. En el BCC les podrían interesar unas clases de defensa personal.