Hace unos días pude disfrutar con unos amigos de una gran comida con grandes vinos. Puede parecer algo habitual que se puede hacer cualquier fin de semana. En este caso fue diferente porque un hostelero, enamorado del vino, nos llevó a su bodega privada a elegir los vinos que quisiéramos. Llegados a este punto no quiero pecar de pedante y arrogante hablando de unos vinos que no sólo serían difíciles de conseguir sino serían difíciles de pagar, sino que quiero hacer una reflexión en torno al mundo del vino.
Una parte importante que me gusta del mundo del vino es que a los verdaderos amantes del vino les gusta disfrutar en compañía. Es menos un acto de onanismo y más una orgía auténtica y real.
Al amante del vino le gusta hablar de vinos, dar pie para que otros hablen de vinos y escucharles, aunque sea lo contrario y les gusta ver cómo otros disfrutan de los vinos que han abierto. Es lo que me gusta del mundo del vino. Aún no he conocido a un entusiasta del vino a quien no le guste compartir su bodega, sus compras y sus conocimientos sin pedir nada a cambio más que el hecho de que se hable de vinos. Siempre que se habla de cenas de entusiastas del vino en la que cada uno trae un vino para probar, nunca jamás he oido decir la palabra precio, ni máximo ni mínimo, cada uno aporta un vino mientras sirva para hablar de vinos.
Así que la elección fue: Faustino y Monte Real del 64, Imperial del 82, Bouchard Chateaunef du Pape del 87 y el blanco Viña Tondonia del 70 que decidimos dejar para el final.
Podría hablar largo y tendido del color de los vinos, ese Chateaunef totalmente oxidado (“la garnacha es lo que tiene”, dijo Juan Mari, “se oxida enseguida”) o los riojanos vivos y con la característica de toda la vida, ese color teja fascinante.
Podría hablar de aromas, de cómo algún vino se había convertido en amontillado o cómo el Imperial se parecía a un vino actual, el Viña Tondonia se caía en boca y de cómo el Chateanuf du Pape se hacía un vino diferente, con muchos más matices tres horas después de abierta la botella cuando, lástima, sólo quedaba para una copita. Realmente todo da igual porque lo único importante es que a cada copa se podía hacer un comentario diferente y si no era del vino, era de historia porque cada año recuerda a una época.
Para demostrar mi reflexión después de esa “cata” nuestro amigo hostelero sonreía pícaramente y dijo os voy a rematar la jugada y se sacó de la manga un Viña Real del 50. Cómo nos miraba mientras echaba en las copas porque nosostros mírabamos aquel color como si lo hubieran embotellado hacía cuatro años, los aromas aún vivos y en boca parecía un vino del 70. Le mirábamos sin créernoslo y él sonreía, sabía lo que iba a pasar desde el principio de la comida y parecía que nos había puesto a prueba, parecía que se guardaba ese as por si no lo hubiéramos sabido disfrutar y cuando vio que, efectivamente, hablábamos de vinos pensó que había llegado el momento de que disfrutáramos de una joya. Y disfrutamos.
Alguien puede pensar que vinos de esas edades puedan estar muertos, podrán estar caídos pero muertos jamás mientras quienes los abran sepan hablar de ellos y, de una manera u otra, disfrutar de ellos. Esos vinos jamás morirán.
También comimos de lujo, anchoas, camarones, kokotxas, rodaballo y besugo como sólo lo saben comprar y hacer en el Kaia, y sí, el amigo del vino es el gran Igor Arregi que es un lujo para nuestra provincia y ese gran pueblo que es Getaria.
Estará el museo de uno de los más grande de los artistas, se llama Balenciaga, pero jamás se olviden de este otro gran museo de estos otros artistas, la familia Arregi.