Por Carlos Rilova Jericó
Hoy 20 de enero debería hablar tan sólo de Indalecio Vizcarrondo “Vilinch”. Era un poeta donostiarra en lengua vasca del que ya les he hablado en esta página y en otras -por ejemplo http://euskonews.com/0357zbk/gaia3570leshtml/- que murió a causa de las heridas recibidas por un bombazo carlista que entró en esas fechas por entre las defensas de su casa durante el asedio de 1875-1876.
Debería estar hablando sólo de él por esa coincidencia en las fechas, por la efeméride, vamos. Y también porque he visto, con bastante preocupación, cómo su recuerdo histórico ha sido laminado por una institución, el Ayuntamiento de San Sebastián, su ciudad natal, en un faraónico proyecto cultural. Un documental producido con Televisión española -en cuyos créditos aparece brevemente incluso quien esto escribe (¡?)-, con el que el actual equipo de gobierno municipal ha dado una versión bastante sesgada de cierta parte de la Historia de esa ciudad. Entre otra de la que protagonizó el mencionado Indalecio Vizcarrondo.
En efecto, el verdadero e histórico “Vilinch” ha sido casi volatilizado de ese documento gráfico que pretendía, al parecer, preservar la memoria de la ciudad. Así apenas se dice nada en él de la guerra entre carlistas y liberales vascos. De la feroz lucha de trincheras y blocaos en torno a esa ciudad ante la que debían estrellarse las fuerzas carlistas -primordialmente reclutadas en el medio rural vasco- para evitar que la causa liberal desfalleciese con la toma de una ciudad de esa importancia por fanáticos como el clérigo Manterola, que querían imponer un régimen que hubiera hecho palidecer de envidia al talibán más curtido…
Una delicada misión que donostiarras como “Vilinch” hicieron todo lo posible por llevar a cabo, jugándose la vida, fusil Remington en mano, en esas posiciones atrincheradas que ocupaban la mayor parte del hoy “marco incomparable”. Algo que queda, como les decía, totalmente desdibujado en ese producto cultural financiado por el actual Ayuntamiento donostiarra, empeñado, al parecer, en escribir una supuesta Historia de esa ciudad como la de una especie de tribu de acríticos borregos pacifistas.
Sin embargo, pagado este tributo, a don Indalecio Vizcarrondo, voluntario de la Libertad donostiarra, parte del muro humano liberal ante el que se estrellan los carlistas en 1876, quiero hablar también de otro personaje histórico olvidado durante esta última semana. Se trata de Bernardo de Gálvez, alto oficial militar español que vivió entre 1746 y 1786 y fue, más o menos, el equivalente al Lafayette francés.
Es decir, uno de los soldados europeos que consiguió que hoy exista Estados Unidos de Norteamérica. Él, como Indalecio Vizcarrondo, también ha sido vaporizado justo cuando más se debería haber aprovechado para poner el foco sobre él, durante la famosa visita y el recibimiento dispensado al señor Rajoy en Washington D. C. Y sin embargo no ha sido así.
Lo importante de esa visita a Washington D. C., por lo que se ve, tal y como nos lo han mostrado los medios, es que la “limpia” que se ha hecho en la Economía española ha recibido el beneplácito de una de las principales potencias mundiales y de su contable (léase el Fondo Monetario Internacional). Pues muy bien y sin embargo el historiador se pregunta a qué vienen esta clase de alegrías.
Por un lado las “reformas” por las que ha habido tantos halagos y parabienes, como decía la canción de Siniestro Total, han dejado un panorama erizado de gente muy molesta -por ser suave- con ese tema. Lo de Gamonal, la otra noticia recurrente de esta semana, es todo un síntoma. Así como la rapidez con la que se ha extendido el ejemplo.
Algo que ha venido más del “nada que perder” al que han arrojado a muchos de los protagonistas de esos hechos, que de la astucia de cierta izquierda que se habría puesto al frente del asunto. Como rápidamente han voceado los principales representantes del llamado “TDT Party” con su retorcida, y despectiva -también bastante ignorante-, idea de la marcha de los acontecimientos históricos.
A saber: que cosas así sólo ocurren (en 1789 como en 2014) porque el “populacho” es una bestia irracional que se mueve únicamente si hay un “mensajero del miedo” exportado desde Cuba o Corea del Norte -o similares antros políticos- que les calienta los cascos. Lo que sea, como es habitual en esos medios, antes que aceptar que ese tipo de cosas ocurren, siempre, cuando se deja a una masa considerable de la población en manos de la Ira causada por “reformas” como esas hoy tan felicitadas en Washington D. C. Por otro lado, visto todo otra vez desde la perspectiva histórica, resulta difícil entender a qué vienen tantas satisfacciones mediáticas hablando de la visita del presidente a Estados Unidos cuando se ha dejado casi totalmente de lado -salvo en prensa local de Andalucía- a un personaje de la importancia de Bernardo de Gálvez y al que se podría haber traído tan oportunamente a colación.
La síntesis de mucho de lo que se ha dicho en prensa y televisión esta última semana, era que, al fin, nos habíamos hecho dignos de entrar en la casa del Gran Padre de Washington. Nuestra -es un decir- política económica es un éxito, se nos dan palmadas en el hombro, se nos deja poner flores en el cementerio de Arlington ¿…?. Vale, de acuerdo. Se ha ido a buscar apoyos, convenía, pues, hacer la visita humildemente.
Ahora bien, ¿cómo es posible confundir de tal modo la humildad con la humillación, con la negación de uno mismo, con un tremendo complejo de inferioridad, al que aludió, honrosa excepción, la líder de UPyD?. ¿Por qué el presidente fue a poner flores en Arlington pero perdió la gran oportunidad de hacer otro tanto ante el monumento a Bernardo de Gálvez elevado, con un considerable gasto público, en 1976 en Washington D. C. e inaugurado por el actual monarca reinante en España?. ¿Qué se tenía que perder, aprovechando la ya famosa visita, para recordar la inestimable ayuda (militar, financiera…), a fondo perdido incluso (es decir, aún no pagada), que el reino de España prestó desde 1776 a los rebeldes yankees para que se creasen esos Estados Unidos que ahora, al parecer, nos reciben de manera casi condescendiente?.
Un país, por cierto, en manos de España desde Oregon y California en su actual Costa Oeste hasta San Luis en Missouri. Gracias a lo cual se pudo aportar ingentes recursos para que las microscópicas, o casi, trece colonias rebeldes pudieran triunfar en su guerra contra Gran Bretaña.
¿Qué se tenía que perder, vuelve a preguntarse el historiador, yendo a poner flores -después de haberlas puesto en Arlington- en el pedestal de la estatua ecuestre de Bernardo de Gálvez, erigida en el centro de Washington D. C.?. ¿Qué se tenía que perder recordando todo esto sin lo que los Estados Unidos probablemente no existirían hoy en lugar de hablar -con la boca pequeña- de un cuadro de Bernardo de Gálvez que el presidente Rajoy esperaba -ni siquiera pedía- colgarán en el Capitolio?.
La respuesta es “nada”, pero sin embargo no se ha hecho. ¿Por qué?. Lo que se me ocurre a primera vista es que en España la política cultural rara vez queda en manos de profesionales preparados y titulados y en ningún caso se considera como una inversión estratégica de primer orden, como sí se considera en Francia, Gran Bretaña, o, sin ir tan lejos, los mismos Estados Unidos.
Así pasan las cosas que pasan con personajes como Indalecio Vizcarrondo o con Bernardo de Gálvez. ¿Se imaginan a Barack Obama visitando Londres y no yendo a poner flores en la estatua de George Washington que existe a la sombra de la de Nelson en Trafalgar Square?. ¿A que no?. Pues eso.
A partir de aquí, como siempre, veremos qué remedio se busca a errores como estos, más graves de lo que se cree. Esperemos que sea algo mejor que ignorar al mensajero o persistir en un error que se puede acabar pagando muy caro.
Tan caro como una política económica que se cree todo un triunfo sólo porque ha hecho poco más que barrer la mugre bajo la alfombra y trata así de hacer creer que ha resuelto problemas estructurales con simples parches. Unos que difícilmente nos van a sacar de ese agujero en el que nos hemos metido desde hace un siglo, más o menos, por culpa de, entre otras cosas, creer que la política cultural es cosa de aficionados y cantamañanas y no de profesionales bien preparados, bien considerados y mejor financiados. Los mismos que saben -que sabemos- bien lo mucho que valía un Bernardo de Gálvez o un Indalecio Vizcarrondo. Casi tanto como un Lafayette o un general Ulysses S. Grant.