Lo reconozco. No había leído ni a Michael Moore ni a Susan Sarandon y confiaba en que Donald Trump, por el bien general, perdiera las elecciones de un país (USA) con capacidad militar como para destruir el Mundo varias veces.
Pasada la primera impresión, sin embargo, me pareció de lo más lógico que Donald J. Trump, el millonario extravagante, el antipolítico faltón y arrogante que se ha prodigado en televisiones, radios y periódicos los últimos meses…, ganase las elecciones presidenciales frente a otros candidatos de su propio partido y frente a la candidata demócrata.
Es más, la victoria electoral de Donald J. Trump en esas elecciones presidenciales es un síntoma -verdaderamente interesante para el científico social- del momento histórico que estamos viviendo. Uno que se ha estado fraguando desde, por lo menos, la primera crisis del petróleo. Es decir, del año 1973 en adelante.
En efecto, entre 1944 y 1973, las élites de Occidente se plantearon, de un modo muy parecido a las élites del año 1648, que no iban a permitir que se dieran, de nuevo, las condiciones para el ascenso de ideas políticas totalitarias. Como el Fascismo o el Nazismo, que habían conducido a una guerra devastadora muy similar, por otra parte, a la de los Treinta Años que acaba en 1648.
Ese acuerdo para que no se desencadenasen más errores catastróficos como esos, se plasmó principalmente en los llamados “Acuerdos de Bretton Woods”. A grandes rasgos, el objetivo de los mismos era reducir las tasas de pobreza (ya sabrán que Adolf Hitler fue vagabundo antes que “Führer”) y ofrecer seguridad económica y social a una inmensa mayoría. Evitando así situaciones como las que habían llevado a la “Gran Depresión” de los años 30 del siglo pasado. Unas que, a su vez, habían dado lugar a grandes masas de población desesperada dispuestas a agarrarse a un clavo ardiendo. Ya se llamase ese clavo ardiendo Adolf Hitler, Benito Mussolini, o… rellénese la línea de puntos con los numerosos nombres de partidos y movimientos autoritarios o totalitarios (con sus respectivos líderes carismáticos) que tanto proliferaron en aquellos “oscuros treinta”.
Todo funcionó bastante bien hasta el año 1973. A partir de ese momento no sé sabe exactamente qué pasó. Hay teorías para todos los gustos. Algunos de los más reputados intelectuales norteamericanos, como Noam Chomsky, aseguran en obras como “La cultura del terrorismo” que, más que una supuesta escasez de petróleo que llevó al alza de sus precios y el consiguiente encarecimiento de la producción industrial general, las élites dirigentes herederas de los acuerdos de Bretton Woods consideraron que las cosas habían demasiado lejos. Es decir, que tanta seguridad económica había dado lugar a una sociedad en la que se cuestionaban una serie de valores y papeles políticos que eran, o habían sido, la esencia de esas élites que se veían así vaciadas de contenido. En cualquier caso, fuertemente contestadas por eso que se llamó “contracultura” y, por tanto, en proceso de extinción.
Aunque sería más exacto decir en proceso de asimilación en una sociedad que, al menos en el caso de Occidente, se aproximaba rápidamente a un estado muy parecido al que el llamado “socialismo real” prometía sin haber conseguido llevarlo a la práctica. Tanto por sus torpezas económicas, como por la supresión de las libertades personales, que el Leninismo impuso como condición “sine qua non” para perpetrar ese sueño devenido finalmente pesadilla.
Si nos atenemos a la interpretación de Noam Chomsky, que no parece muy alejada de la realidad histórica, esas élites prefirieron hacer saltar por los aires los mecanismos de seguridad planteados tras la debacle de la Segunda Guerra Mundial, antes que permitir que el control social y económico se les escapase -como ellas temían- de las manos. El resto ya es Historia como se suele decir: a partir de 1973 gracias a la propaganda llamada neoliberal, a veces, o neoconservadora otras (las diferencias en el tema económico son casi de matiz entre ambas facciones) el paro estructural se hizo casi obligado y muchas empresas (las grandes sobre todo) aumentaron su ratio de beneficio deslocalizando sus factorías en países con menor grado de desarrollo y, por tanto, menor organización obrera y ridículas legislaciones sociales.
Por otra parte, parece que también hubo una purga intelectual de 1973 en adelante. Así, el modelo de éxito social pasó de ser el héroe contracultural, al estilo del vulgarizado y popularizado por actores como Elliott Gould (por ejemplo en películas como “Harry y Walter van a Nueva York” o, más aún, en “Camino recto” del año 1970) al “yuppie” voraz y feroz, despiadado, sin escrúpulos. Como, por ejemplo, el interpretado por Michael Douglas en “Wall Street”. Es decir, el hombre que triunfa hundiendo empresas y mandando al paro mucha gente al tiempo que trafica con el valor de esas empresas que hunde o levanta a conveniencia.
El resultado de todo esto se hizo patente a lo largo de los años 80 y 90 del siglo pasado. Pasamos de una sociedad basada en principios de seguridad colectiva, a otra en la que se aventaron creencias tan anormales y perversas como que el trabajo-basura, la precariedad y la inseguridad eran incluso de buen tono. Parte del bagaje imprescindible para todo joven moderno y a la última. Basta con repasar series tan populares en su momento (los años 90) como “Friends”, o películas como “Trabajo basura”, y compararlas con el mensaje de la mencionada “Camino recto”, para darse cuenta de que, en efecto, desde 1973 los grandes medios de comunicación de masas como el Cine, variaron su mensaje de manera radical: de la rebelión casi exasperada a la sumisión resignada, más bien abyecta.
¿Adónde nos podía conducir todo eso que ocurrió a partir del año 1973, esos grandes beneficios a costa del futuro y la seguridad de miles de personas, que no sabían qué pintaban en un mundo donde se triunfaba al estilo de “Wall Street” o era mejor estar muerto?.
Parece evidente que a la casilla de salida: al año 1933. Es decir, al punto en el que una parte sustancial de los votantes quedaba -otra vez- en una situación tal, que el primer demagogo que les prometiese futuro y seguridad (aunque fuera a costa de algunos vecinos de religión diferente o tono de piel más oscuro), llegaría al poder legalmente. Tal y como Adolf Hitler lo hizo en ese año.
Quizás -el tiempo lo dirá- ese neoliberalismo, esa globalización, esa precarización estructural de la mayor parte de la población occidental… tan beneficiosa para unos pocos, nos ha llevado incluso a un escenario aún peor que el de 1933.
En efecto, en ese año en Estados Unidos no llegaron a triunfar políticamente figuras como Charles Lindbergh o el padre Coughlin (más o menos los equivalentes de Trump en aquella época). Gracias a eso la Alemania nazi fue militarmente aplastada pocos años después y se levantó un muro de contención contra el totalitarismo soviético. Hoy, sin embargo, la estupidez y la avaricia de unos pocos parece que nos han llevado a un punto en el que el mundo de pesadilla -de unos Estados Unidos en manos de los nazis o de gente muy próxima a ellos- imaginado por Sinclair Lewis en su novela “Eso no puede pasar aquí” o en “La conjura contra América” de Philip Roth, se va volviendo más y más real de hora en hora.
Quizás lo estamos viendo ya, ahora mismo. Plasmado en esas manifestaciones de estadounidenses que se niegan a aceptar el veredicto de las urnas (algo inédito en ese país desde el comienzo de la Guerra de Secesión, en 1861) o buscando pedir asilo político en Canadá, colapsando la red del servicio de inmigración de ese país.
Obviamente me hago cargo, como ser humano, de las lagrimas de la derrotada Hillary Clinton, del asombro de quienes no comprenden cómo ese histrión que ellos ven en Donald Trump ha logrado triunfar con un programa económico que parece calcado del que Hitler aplicó en Alemania en su día y amenaza así con poner coto a sus cuarenta años de beneficios (de 1973 a 2016) a costa de fabricar precariedad e inseguridad y hasta, en el colmo del cinismo más miope, ponerlas “de moda”.
Sin embargo, a esas lágrimas, a ese desconcierto, sólo puedo decir, como historiador, que quien no quiera quemarse en fuegos fascistas o fascistoides -o, como se dice ahora, con ese encantador eufemismo político que vale para todo y para nada: “populismos”- no debería haber atizado dichos fuegos que ahora, tras la victoria de Donald J. Trump, arden con una intensidad cegadora. Advirtiéndonos de que, tal vez, ya sea demasiado tarde para echar marcha atrás y evitar un mundo como el que desembocó en la catástrofe épica de la Segunda Guerra Mundial.
Uno en el que, al final, nadie estaba seguro. Ni siquiera los mismos grandes empresarios alemanes que financiaron a Hitler como “mal menor”…
Campaña de mecenazgo
Durante varias semanas el correo de la Historia ha sido uno de los medios de comunicación de los que la Asociación de historiadores guipuzcoanos “Miguel de Aranburu” se ha servido para dar a conocer su proyecto de redacción de una nueva Historia de Gipuzkoa que estuviese a la altura de la que ya poseen, desde hace años, otros países y territorios de nuestro entorno.
Nos es grato anunciar hoy que ese objetivo ha sido cumplido con creces. Una ocasión que aprovechamos para agradecer a otros medios su ayuda para lograr ese objetivo y a nuestros 122 mecenas su imprescindible colaboración.
A partir de hoy quedan todavía 20 días en los que, quienes así lo deseen, aún pueden engrosar ese número de mecenas que harán posible nuestra nueva Historia de Gipuzkoa a través del proyecto de Crowfunding lanzado por la Diputación Foral de Gipuzkoa y gestionado a través de Goteo.org. Una posibilidad que puede conocerse mejor a través de este enlace https://www.goteo.org/project/historia-de-gipuzkoa