Alberto Moyano
La particular cruzada de Mercedes Milá con el ‘bookcrossing’ y la
cercanía del Día Internacional del Libro que se celebra este domingo
sirven a algunos para insistir una vez más en esa eterna campaña en
favor de la lectura que, en primera instancia y antes de cualquier
consideración, suele tener resultados adversos a los esperados. Por
decirlo de alguna forma, convierte la afición lectora en una actividad
sospechosa, no se sabe muy bien de qué, pero cercana a algo así como la
mansedumbre o la domesticación.
Parece ser que esta persistente invitación a la lectura se levanta
sobre una falsa premisa. A saber: la cultura hace mejor al ciudadano.
Una mentira gemela a esa otra que dice que viajando se aprende mucho.
Tanto en un caso como en otro, la realidad demuestra que todo depende:
el turismo de masas es una infección moderna desde cualquier punto de
vista y el lector de ‘El Corán’ no tiene por qué ser un ilustrado.
Y aquí va un ejemplo: En ‘Mao: la historia desconocida’, Jung
Chang y John Halliday cuentan que para el joven Mao Tse Tung, “leer se
convirtió en su pasión. Normalmente, los campesinos se
acostaban a la puesta de sol a fin de ahorrar combustible, pero Mao
colocaba un banco al otro lado del mosquitero, encendía una lámpara de
aceite y leía hasta bien entrada la noche”.
Eso cuando era jovencito. Más tarde, cuando se hizo mayor el hombre
dirigió con mano de hierro a un cuarto de la población mundial y se
cargó a unos sesenta millones de personas, más que ninguno otro
dictador del siglo XX en tiempos de paz. Que ya es decir.