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Cecilia Casado

A partir de los 50

La soledad “también” era esto

Esta es una historia vulgar y corriente que voy a relatar porque igual nos atañe a todos o a casi todos y para la que me han dado permiso siempre y cuando consiga que no se identifique a los protagonistas, que nadie logre averiguar filiaciones o coordenadas por mucho interés que se ponga en el asunto porque puedo actuar de narradora omnisciente y situar la escena donde quiera y eligiendo el tiempo que quiera, bien sea presente, pasado o incluso un futuro más que probable o predecible.

Tenemos a un matrimonio que ronda los cincuenta años –él un poco más, ella un poco menos, siempre una pequeña diferencia a favor del hombre para que se sienta más seguro, a quién le gusta que su mujer le saque años, con lo mal visto que está socialmente, aunque la mujer farde con las amigas y con las enemigas de tener un marido más joven y ellas (las amigas o enemigas) sospechen o inventen la sospecha de que seguro que se la estará pegando con otra más joven, a ver si no- y que llevan juntos desde toda la vida. Ella fue su primera novia (oficial) y para ella fue el primer novio de verdad. Cuando él estaba en la mili, en uno de los permisos, tuvo a bien dejarla embarazada, más por las prisas que por ignorancia, las premuras del bajo vientre llamado amor no son soslayables y para qué vamos a echarle la culpa a él cuando es ella la que también se ha sometido a esa misma urgencia, que le llamaban amor pero que en realidad eran ganas contenidas, a estas alturas ya importa poco, la verdad, así que tuvo que jurar bandera delante del cura a toda prisa. Se querían y eso lo recuerdan ambos o por lo menos están de acuerdo en no discutir acerca de ello.

 El guión de su vida en común es tan común que ni siquiera se le puede llamar guión, por lo predecible y conocido, es como si hubieran ido a proveerse de él –de su guión vital- a una tienda de “guiones”. “Familia típica feliz con hijos”, “familia típica feliz sin hijos”. Con variantes de apartamento en el Mediterráneo o casita restaurada en los Pirineos.  Dos hijos seguidos y el tercero “que se escapó” con diez años casi de diferencia del segundo. Trabajando ambos cónyuges, los abuelos echaron una mano en lo que pudieron y hoy en día, treinta años después, ya abuelos ellos mismos y con el hijo pequeño todavía en casa buscando trabajo, se muestran manifiestamente rencorosos el uno con el otro.

 Yo soy más amiga de él porque compartimos experiencias laborales durante bastantes años y el sufrir a sueldo une mucho; aunque ella me cae bien, -más que nada porque es tan sosa que no puede caer mal a casi nadie- no pasa la relación de lo que compartimos en algunas cenas con amigos–a las que yo antes asistía con mi pareja y ahora ya no voy porque no la tengo y no me invitan, lo que ha conseguido que haya aumentado considerablemente la calidad de mis planes de los sábados por la noche. Quiero decir que con él me sigo viendo para tomar algo de vez en cuando y con ella sólo intercambiamos cuatro frases trilladas si acaso nos encontramos  fortuitamente en la calle, lo que suele ocurrir muy ocasionalmente para tranquilidad –supongo- de ambas.

 Con él estuve comiendo un día de la semana pasada, a espaldas de ella que no considera “apropiado” que su marido quede a comer con una vieja amiga que además “está cada día más pirada contando sus cosas en un blog”, para “ponernos al día” desde la última vez, que ya habían pasado varios meses y teníamos ganas de hacer unas risas juntos. ¿Risas? ¡Ojalá hubiera habido risas…! Pero enseguida me mostró cómo se encontraba –entre amigos qué sentido tiene el disimulo o la desconfianza- para evitar lo que realmente importa mejor quedarse en casa viendo la tele –lo digo por él que se ha convertido en un adicto.

 “Me siento muy solo”, me dijo nada más deshacer el abrazo ritual con el que nos saludamos, abrazo con el que me fundo en mis amigos, no soporto literalmente esos dos besos dados al desgaire en cada mejilla, besos que lo mismo se dan a un desconocido que al amante que lo ha sido aunque ya no lo sea, mejor no tocarse en absoluto o darse la mano como personas civilizadas.

 “Me siento muy solo”, repitió una vez que nos sentamos a la mesa del restaurante y elegido el tema de conversación –además del menú, que ya veía yo que iba a consistir en ensalada de tristezas ahumadas sobre base de lascas de nostalgia con reducción de ilusiones en su mínima expresión, seguida de solomillo bien pasado por todo lo que podía haber sido y no fue con acompañamiento de setas presuntamente venenosas, terminando por una mousse de amargura con frutos del bosque de la pasión inexistente ya.

 Esas son las bromas entre nosotros, ironizar sobre lo trágico, rebuscar en los anales de nuestro humor tipo inglés para quitarle hierro –y todo tipo de metales fríos y duros- a la vida y acabar emborrachándonos con un buen Ribera para luego revolcarnos miserablemente entre las miasmas de todo lo que pudo haber sido y no fue al aroma de una buena ginebra seca con tónica de pocas burbujas. Una liturgia que no sirve para nada, que no arregla las cosas, pero a la que acudimos de vez en cuando como los cristianos a su fe de carboneros; sin cuestionarse nada.

 Mi amigo se siente muy solo aunque duerme todas las noches en la misma cama de una mujer –“que todavía tiene ganas, hay que fastidiarse”-; se siente solo a pesar de los compañeros de trabajo con los que queda cada vez más con excusas variopintas; se siente solo con nietos y nueras que le parecen aburridos o demasiado ruidosos; solo con su hijo en casa que hace tanto ruido que es imposible ignorar la frustración que le embarga –al hijo por no poder independizarse, a los padres por no poder evitar el mudo reproche.

Mi amigo dice sentirse muy solo porque ha perdido la ilusión en la vida. Nada le mueve especialmente. Ni los logros profesionales –a los que todavía puede acceder aunque sea movido por la inercia de tantos años y cabalgando sobre el corcel de la experiencia del que cualquier día –eso teme- le descabalgue alguien más listo que él-, ni ninguna satisfacción familiar ya que ni fue cariñoso ni lo va a ser ahora, los nietos le molestan, hacen ruidos que no soporta, que los eduquen sus padres que para eso los han tenido –dice olvidando la ayuda que pidió y recibió para sus propios hijos-. Se le ponen los pelos de punta –los que le quedan que no son ni pocos ni muchos, pero que le sirven para poder coquetear en un imaginario entente con alguna mujer –camarera casi siempre- que le habla inclinándose hacia él, tan sólo de mirar el calendario y ver que se acercan fechas fatídicas, no aniversarios luctuosos ni pagos inaplazables, sino esa lacra socio/religiosa que es como llama a las Navidades.

 Pero peor suele ser el verano, cuando le cierran la empresa por calendario laboral y tiene que pelear consigo mismo y con su mujer –la que no es ni nunca fue mi amiga del todo- para elegir el menos malo de los destinos de aquellos viajes con los que soñó y de los que ahora está harto –Turquía, Birmania, Vietnam, República Dominicana- y a los que le arrastra su mujer con otros matrimonios que también se sienten solos, pero que lo enmascaran de fiesta nocturna con otros que están tan solos como ellos.

 Y yo le digo, a mi amigo y a la cara misma, que tiene mucho morro, que todo este atrezzo que está contándome es –me juego uno de mis meñiques- para soltarme la bomba a los postres de que ha conocido a una “chica”, con la que no ha pasado nada de nada porque él no quiere, porque él es un hombre fiel y siempre lo ha sido, pero con la que está fantaseando en sus horas libres que son tantas ahora que ya no se interesa ni por su familia ni por sí mismo ni por la cultura ni por la vida en general.

 Todo este cuento chino tan humano y tan masculino o tan humano y tan femenino para escapar de la rutina, para dejar atrás el abatimiento de la comodidad, para que se le reavive la testosterona mental y se tiña las canas o se ponga a correr los domingos por la mañana y la conquiste a ella, a esa nueva ilusión que quizás sea la última o esa salvación de una vida llena de soledad que ahora y sólo ahora, con los cincuenta cumplidos se da cuenta que ha llevado.

 En fin.

 LaAlquimista

 Por si alguien desea contactar:

Laalquimista99@hotmail.com

 

 

Temas

Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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