Juan Carlos tiene sesenta años y está como un queso. Obviamente es ésta una opinión subjetiva y condicionada a mi mirada femenina de adulta mayor, pero quiero dejar claro que es un hombre que ha transitado por la vida con más gloria que pena en cuanto al cuidado de su salud y su cuerpo se refiere. De casi metro ochenta, sus ojos azules resaltan en un rostro anguloso de mandíbula bien marcada. Es un hombre recio, de manos grandes y sonrisa sincera. Conserva casi todo el cabello de ese color gris que es únicamente elegante en las sienes de ciertos hombres y en los paños ingleses de calidad. Lo conocí hace más de diez años en una conferencia sobre Inteligencia Emocional y conectamos enseguida. A lo tonto nos tomamos unas cervezas y quedamos otro día para ir de excursión al monte ya que ambos profesábamos un amor incondicional por la madre Naturaleza.
Entonces ninguno de los dos teníamos sesenta años sino que ni siquiera habíamos abandonado la cuarentena aunque ya cargábamos con un par de experiencias que nos hacía mirar los temas del amor con cierta circunspección. Además de ir al monte también íbamos a bailar y a tomar copas, nos invitamos mutuamente a cenar varias veces y, al cabo de un mes, empecé a preguntarme qué pasaba con este chico que no daba un paso adelante aunque tampoco lo diera hacia atrás.
Como Juan Carlos me había contado que su anterior pareja fue una mujer dominante y manipuladora yo preferí quedarme en un segundo –e inteligente- plano y dejar que fuera él quien tomara la iniciativa que las circunstancias estaban demandando con clamor. Pero nada, no se arrancaba ni aunque le pincharan. Y es que hay hombres así, más o menos tímidos, que parece que hay que contarles el chiste de “tengo frío” para que te abracen…o te pongan una manta paduana por encima.
Como no podía ser de otra manera, me cansé del jueguecito adolescente y empecé a espaciar los encuentros con diversas excusas (todas reales). Pasó de ser mi prioridad a ser tan sólo una opción interesante para acabar en el saco del “plan B” de cuando no hay nada mejor.
Ha pasado mucho tiempo desde aquella última noche en que, al despedirnos, amagué un beso centrado en vez del tiro al poste que él siempre hacía; ha pasado mucho tiempo desde que él respondió con un beso de película, es decir, de esos que juntan los labios sin abrirlos y se quedan en foto fija. Una pena.
La sorpresa pues, fue enorme cuando hace unas semanas me llamó y me dijo que “tenía muchas ganas de volver a verme”. -¡Vaya –pensé- otro que se aburre!, pero él insistió por e-mail contándome que me tenía en gran estima, que valoraba mi forma de ser, que me leía a diario a través del blog y unas cuantas amabilidades más por el estilo.
Como tengo mala memoria para lo que no me dejó huella, no recordé al momento su timidez ni su pusilanimidad y, con cierta ilusión, accedí a una cita, una propuesta directísima para salir a cenar un viernes. Eso fue un lunes y pasé toda la semana pensando en lo curioso que es el destino, los vaivenes que tiene y haciendo suposiciones más ilusionadas que fundadas sobre una posible “liaison” ,puesto que me recalcó con intención que “él había cambiado mucho” y ya no era “el hombre tímido de otro tiempo”. Me puse guapa esa noche y él me sorprendió con sus sesenta años como para hacerle la ola. Buen comienzo. Fuimos a cenar a un sitio bonito y a los dos se nos veía felices y contentos mientras hablábamos del tiempo transcurrido sin vernos, de viajes, de retos, de los hijos, del trabajo y del Camino de Santiago.
A los postres –y con la botella de Ribera del Duero en las últimas- tomó mi mano sin titubeos y me dijo que me necesitaba. Hizo coincidir su mirada con mi mirada asombrada e insistió en que yo era la única mujer que conocía que podía ayudarle…con un problema que le quitaba el sueño desde hacía varios meses.
Aquí vendría un monólogo –como el del Ulises de Joyce- en el que me contó que estaba enamorado de una compañera de trabajo con la que estaba intentando formalizar la relación pero que ella estaba renuente porque él no acababa de centrarse en el tema sexual ya que ella le exigía una demanda que él consideraba excesiva y quería mi opinión -¡mi opinión!- sobre si era normal que esta chica quisiera hacer el amor todas las noches que pasaban juntos y blablabla.
Tardé en reaccionar demasiado. No fui rápida. Se me bloquearon unos instantes las neuronas de reaccionar y me puse en plan “Elena Francis”. Le dije que no se asustara, que era normal en una mujer que ha dejado atrás los sobresaltos de la menopausia entregarse a las mieles del sexo despojada de miedos, prejuicios y con ansia de recuperar el tiempo perdido. Le tranquilicé, le animé, hice risas con él y me comporté como
la idiota más idiota de todas las idiotas. Eso en vez de decirle que la señora esa era una loca obsesa que le iba a destrozar la próstata a cañonazos…
Con gran satisfacción de macho al que le ha puesto la autoestima en su sitio una hembra, pidió la cuenta, me llevó a casa como un perfecto “chevalier servant” y me despidió diciéndome que soy una amiga de verdad, pero “de verdad de la buena”.
Pero lo que yo creo que soy es una simplona que sigue aprendiendo a reirse de su propia sombra. Afortunadamente para él, no ha vuelto a llamar para contarme cómo le va…
En fin.
LaAlquimista
Por si alguien desea contactar:
apartirdeloscincuenta@gmail.com