A las 8:00 de la mañana hemos ido a toda prisa a visitar este enclave mágico y único en el mundo. Yo imaginaba que no habían puesto las calles todavía, pero ya había media entrada en el parking de autobuses cuando hemos aparcado el nuestro.
Un “torii” es la puerta de acceso a un templo sintoísta. A veces son de color rojo. a veces son de color piedra gris o madera negra, pero aquí hay cientos a la vista – y miles en total desperdigados por toda la montaña. El acceso es como un “arco triunfal escarlata” , uno detrás de otro, con geométrica armonía, formando un pasadizo de una belleza y una serenidad increíble.
Había visto muchas fotos e imaginaba el frescor del bosque circundante. La música del riachuelo serpenteante, las imágenes vistas en alguna película y guardadas en el archivo de los sueños pendientes…
El acceso al santuario de Okunoin se llama Senbon Torii (mil puertas torii), pero en realidad, se cree que hay hasta 10.000 torii en toda la montaña. Por supuesto que solo está permitido el acceso a un tramo del camino, y como siempre, al limitarlo y definirlo (subir por la izquierda, bajar por la derecha) han convertido un paraje espectacular en un pequeño parque temático japonés.
A ver, voy a rebobinar: a Venecia la está hundiendo el turismo, la subida al Everest dejó de ser una aventura hace mucho tiempo, y la explanada del Taj Mahal es el mercadillo de moda. Así que Japón también forma parte de la globalización mercantilista a la que no puede sustraerse nadie que ponga un pie fuera de su casa.
Hasta hace aproximadamente 30 años los viajes todavía tenían su aquel de descubrimiento, de sorpresa, de impermanencia incluso. Solo viajaban los viajeros y los recién casados una semana a Canarias. Es que viajar era muy caro por los precios terribles de los aviones, porque la red hotelera vivía de los viajes profesionales mayormente. Y porque no había alquileres vacacionales ni se reciclaban aviones viejos con vuelos a precio de saldo. En resumen: que Viajar no era cómodo ni barato… excepto para el turismo de mochila que siempre ha existido y los viajeros empedernidos. Por eso, cuando ibas a los sitios había gente e incluso mucha gente, pero cabíamos todos. Ahora ya no.
Y después de este paréntesis de reflexivo desencanto sigo contando las maravillas arquitectónicas de la cultura de Japón.
Sigo en el pasadizo de los mil toriis rojos intentando que no me empujen las hordas que caminan como si les persiguieran coyotes hambrientos. De vez en cuando me salgo del camino- costumbre adquirida a lo largo de la vida- y me quedo entre las piedras, mirando.
Unos vienen y otros van, cámara fotográfica en ristre y (casi) nadie se detiene para contemplar o respirar. Todo son prisas por sacar la foto con el signo de la “V” entre los dedos o los brazos alzados en plan “hijo mío, algún día todo esto será tuyo”.
Una pareja llega a la carrera y me tiende su móvil para que les inmortalice: lo hago en dos segundos. Luego me agarran el móvil y que me ponga yo. Me pongo. Disparan. Saludan y se van.
Busco el atajo para bajar. Ya veré a la noche las fotos. No tiro la toalla porque toca apurar el cáliz hasta las heces.
Felices los felices… malgré tout.
LaAlquimista
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