El pasado martes 23 de Abril me levanté más feliz que una lombriz. No solamente por el precioso paseo por la orilla del mar de mi ciudad que había dado la víspera, la comida rica compartida con una amiga y el largo descanso nocturno, sino porque a mí todo lo que tenga que ver con los libros me pone.
Paseando por mis estanterías domiciliarias (no me atrevo a llamarlo “biblioteca”) con la taza de té en la mano, elegí una docena de títulos nada despreciables: Susan Sontag, Pío Baroja, Rosa Montero, Eslava Galán y otros leídos hace tiempo. Incluso metí en la saca uno de Lucía Etxebarría –tenía día sandunguero-. “La saca” fue el carrito de la compra y allí que me fui al Ambulatorio a que me tomaran la tensión porque desde que he vuelto de Japón ando con “vahídos”, que es algo muy romántico –del siglo XIX-, pero molesto si tienes que conducir. Mientras me tomaba la tensión, a la enfermera le pregunté si le gustaba leer y le encajé “El amante del volcán”. ¡Qué contenta se puso, si hasta me pidió permiso para darme dos besos todavía con el brazalete de goma apretándome el brazo!
De ahí me fui a tomar un café (tensión 8/12) para darle ánimo al cuerpo y el camarero agarró súper feliz “La piel del tambor” de A.P.R. de cuyos títulos he decidido desprenderme como de blusas pasadas de moda. (Reconozco que con el paso de los años voy cogiendo tirria a algunos autores). De ahí me fui al estudio de pintura “Artefaktu” donde aguantan desde hace años mis extravagancias pictóricas y algún que otro berrinche. Allí hubo uno para cada una de mis colegas, incluida la “andereño”, (profesora) que agradecieron el detalle por el “Día del Libro” aunque nadie prometió leer el que le había regalado.
Me quedaba uno y se lo ofrecí a la cajera del colmado de la esquina que me lo agradeció con grandes alharacas y un abrazo de osa.
Pues ya estaba. Ya sólo quedaba ir a comprarme un libro para auto-homenajearme, pero resulta que en la librería del barrio no tenían “La ciudad y sus muros inciertos” de Haruki Murakami así que pensé: “pues más barato, qué puñetas” y me fui a la biblioteca más cercana a ver qué pillaba.
Me pasé la tarde leyendo lo último de Amélie Nothomb. Yo ya he cumplido, que no se diga…
*Cuando alguien me preguntó al día siguiente qué libro o libros había recibido yo de regalo me quedé parada por unos segundos antes de contestar con mi retranca habitual: “Pues ya sabes…uno o ninguno”.
Felices los felices.
LaAlquimista
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