Hasta hace bien poco tiempo las charlas cotidianas con amigos y conocidos consistían en compartir emociones vacacionales, la última película vista o la penúltima gracieta del cuñado de turno. Siempre he sido de contar cosas positivas o simpáticas, de darle un giro al ritual cotidiano imperante en el barrio de saludarse y “darse el parte” resumido en treinta segundos.
-“Que estoy feliz como una lombriz porque no me duele nada, que ya me han vuelto a cagar las palomas el techo del coche, que han subido otra vez el precio de los pintxos de tortilla”. Cosas así. Llevaderas y livianas.
Pero de un tiempo a esta parte me doy cuenta de que ha cambiado el guion y, lo que es peor, parece que a nadie le importa.
Si digo que “vengo del ambulatorio”, en seguida me entero de a cuánto le ha subido el colesterol a mi interlocutor y que tiene la tensión por las nubes. La conversación sobre las goteras de la salud. La exposición exhaustiva y pormenorizada de los males grandes y pequeños que acechan a partir de cierta edad.
Veo gente en silla de ruedas o con muletas; quizás con un brazo en cabestrillo. O con cara macilenta saliendo de la farmacia con la bolsa de la compra rebosante de medicamentos.
Y todos hablan de sus males, y me arrastran a hablar de los míos, y estoy un poco asustada porque esta no es mi vida que me la han cambiado escuchando hablar de lo ajeno, de tanta rehabilitación, análisis anatomopatológicos, dietas drásticas, estancias en urgencias por la mínima, sustos siastólicos, tensión arterial por las nubes y callos y juanetes que joroban más que ciertos presentadores del telediario.
Estoy harta de hablar de enfermedades y de males físicos. De quejas y lloriqueos, de gente que se dedica a contar sus penas y poco más.
A mí también me duele vivir, qué puñetas y me aguanto.
Felices los felices, malgré tout.
LaAlquimista
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