La sepultura familiar en el cementerio de San Sebastián representa para mí el ejemplo claro de algo que es necesario y a la vez, no sirve para nada. Desde que falleció mi padre –hace muchos años- no ha habido ningún deceso familiar que exigiera retirar la tapa de piedra y depositar otro ataúd en el trozo de tierra que el Ayuntamiento nos vendió a precio de oro hace unas cuantas generaciones y que luego se ocupó cumplidamente de expropiar a todos los propietarios.
Curiosamente, mi madre, creyente, practicante y teóloga de formación, nunca demostró el menor interés por ir a visitar la sepultura donde reposan los huesos de sus padres y familiares más directos. No lo hacía por dejadez, sino porque estaba convencida de que “ahí no hay nada”, que era una forma de reafirmarse en su creencia de la existencia del alma y del viaje espiritual que esta realiza después de la muerte del cuerpo. Nada que objetar. Sin embargo, cuando vio que se acercaba su hora exigió que se limpiara la lápida para que su nombre brillara sobre la piedra.
Si acaso la aparente inutilidad de guardar huesos polvorientos con restos de madera en un entorno húmedo y pétreo y al que nunca le adornan flores ni oraciones. Esta aparente contradicción la puse encima de la mesa en algunas sobremesas dialogantes y ella, mi madre, la dueña oficial de la sepultura y garante del bienestar eterno de la saga familiar, no se ruborizaba al defender por un lado la importancia de que los seres queridos reciban “cristiana sepultura” –la religión católica no es partidaria de la cremación del cuerpo- aunque por otro lado no necesitara un lugar al que acudir como referente del recuerdo amoroso –es de suponer- que provocan en algún rinconcillo del corazón quienes nos dieron la vida o nos llenaron de amor y disgustos de alguna manera.
Así que no voy al cementerio el día de Todos los Santos a formar parte de la riada humana que deambula entre tumbas y nichos reactivando sin duda alguna la economía del sector floral de la zona. No entiendo muy bien ese afán por limpiar, desbrozar, asear y adornar lápidas y tumbas que han estado desangeladas durante el resto del año, pero en fin, las costumbres son las costumbres y no seré yo quien condene a quien las sigue a pies juntillas.
Algún día de primavera me he pasado por allí como parte de los largos paseos que doy por el entorno ciudadano; saco fotos, tomo notas, observo la soledad de los muertos, me llama la atención alguna tumba recién abierta y cerrada llena de flores frescas y coronas con bandas moradas, esas silenciosas despedidas y sentidos homenajes que los vivos hacemos a los muertos cuando ya no pueden enterarse de nada, esos mensajes de amor, respeto o admiración que se quedan indefensos junto con las flores cortadas, barridos por el viento o la lluvia o por el paso de los días que tanto ayuda al olvido.
El espíritu que habita al hombre escucha, siente y padece mientras le alimenta la sangre del cuerpo. Al menos yo lo creo así. Y me importa mucho más lo que recibimos y damos “en vida” que los mil homenajes que hagamos “después”, cuando ya no tienen más valor que lo social, lo aparente, el atrezzo de un ritual de duelo que muchas veces no es más que una especie de “función póstuma”.
Mi padre no está en el cementerio de Polloe sino compartiendo mi vida desde el lugar que le pertenece en mi corazón –además de la foto enmarcada presidiendo la biblioteca de la sala. Mi primer marido falleció y sus cenizas volaron dejando en mí el recuerdo de los buenos tiempos de amor y a la hija que engendramos juntos. Mi mejor amigo del alma también se fue a algún sitio que desconozco desde el Hospital de Cruces pero sigue formando parte de mi entramado vital, ese que todavía tiene la oportunidad de querer y hacerse querer aprovechando los días de vida para compartir con alegría sin esperar ni importarme nada lo que pase después de que yo me vaya. Y, “last but not least”, mi madre ocupó su lugar en la fosa familiar hará ahora cinco años. Por pura coherencia nadie ha limpiado la lápida en este lustro ni han florecido adornos junto a su nombre.
Los cementerios habitan dentro de nosotros, en esos corazones fríos y húmedos que no quieren o no saben amar. Ahí sí que habría que poner flores y remover la tierra buscando un poco de esperanza…
Felices los felices.
LaAlquimista
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