Mis contradicciones y yo.-
De lo que más hablo siempre es del silencio, de esa calma en pos de la que me levanto cada mañana y que tan esquiva me resulta. Como si tuviera dentro de mí una parte “zen” que abomina del ruido humano en general y del petardeo de las motos en particular. Y voy y me vengo a Madrid, saltando del segundo piso del trampolín con los ojos cerrados y cuarto y mitad de inconsciencia.
Esto me ocurre –varias veces al año- cuando me voy dando cuenta de que el cuerpo me pide estar en un lugar donde nadie me conozca y, sobre todo, nadie se acuerde de que existo, porque si me voy a la punta de un monte hay quien temerá por mí, que me caiga un rayo encima y no haya hospital a mano o que me tuerza un tobillo saltando por algún risco y no tenga cobertura o que aparezca un depredador de dos o cuatro patas y me mande al otro barrio, esas cosas tan naturales y normales…
Pero si me vengo a una gran urbe como Madrid a nadie le preocupa mi integridad física y mental más allá de que me puedan robar la cartera del bolso un domingo en el Rastro. Ni llaman, ni preguntan, ya contaré yo si quiero, ya mandaré alguna foto que ampliarán para ver si tengo un “paluego” en la sonrisa…se olvidan de mí hasta mi vuelta.
Alquilo una vivienda turística a tiro de piedra de la zona por la que me interesa moverme, que se abre con una app desde el móvil; me lo dejan todo impoluto y con una caja de bombones de bienvenida. Todo funciona a la perfección y hay un supermercado DIA en la esquina y enfrente el seminario de aprendices de “La Multinacional” que no acostumbran a volver borrachos de madrugada: un chollo de silencio e incógnito existencial.
Yo tampoco echo la vista atrás porque no llevo a nadie colgado de mis faldas. “A quién le importa lo que yo haga…” y todo eso que decía la canción de la prima fea de Shirley Temple, porque yo vengo a Madrid a lo que vengo, por este orden: a estar con gente querida, a ver exposiciones de ARTE y a observar cómo se vive en el punto cero del hormiguero.
Suelo acabar agotada cada día cuando regreso al apartamento, con las fuerzas justas para quitarme las botas y desplomarme en la cama (una, grande y libre). No leo libros ni veo películas y tan solo después de muchas horas de descanso puedo retomar la marcha y empezar otro “día de la marmota” con pequeñas variaciones, pero con el mismo y único fin: caer desplomada sobre la cama cuando ya no puedo más de pasear por calles abarrotadas, observar a la gente en su único y errático caminar, comer comidas que no hay en mi pequeña ciudad, oler otros olores, pisar adoquines –con cuidado-, y sobre todo beber mucha agua porque tengo seca la garganta durante todo el día. Busco las tascas que me gustan, las tiendas de otra época, los lugares lujosos donde he descubieron que puedo a tomar un té –o un martini- como una auténtica lady.
Me gusta Madrid y mucho. También me gustan los pocos madrileños que conozco. Y que me paren en una esquina y me pregunten por dónde se va a la Puerta del sol. Así siento que formo parte de un todo. Y también me gusta que me traten de usted y de señora y no como en mi tierra que me dicen cariño y guapa en las tiendas y en los bares.
Pues eso. Cambiando de charca de vez en cuando…
Felices los felices.
LaAlquimista
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