El miércoles suelo dedicármelo a mí. Aquí o allá, es el día “MÍO” por excelencia, un espacio privado, reservado para lo que me pida el cuerpo, la mente y el espíritu, por ese orden. Prevista como estaba la caída brusca de temperaturas, lluvia y viento, se impone estar a cubierto la mayor parte del tiempo por aquello de la prudencia que se supone que se adquiere con la edad.
El nuevo edificio de las Colecciones Reales lo tengo a tiro de piedra del campamento base y la exposición extraordinaria sobre Sorolla me ha estado haciendo tilín desde que llegué a esta ciudad. Una caminata rápida bien embozada me deja en este Museo Público que cobra la entrada al precio de muchos maravedíes. No lo entiendo, de verdad –o sí lo entiendo y me enfada-, pero qué le vamos a hacer. Y, por supuesto, suben los precios y ya no imprimen programas como toda la vida, que era un placer guardarlos y rememorar el evento con el paso del tiempo.
La muestra es perfecta, con cuadros del gran Joaquín Sorolla que nunca han sido expuestos en público por pertenecer a colecciones particulares que los tienen bajo siete llaves, en sus residencias privadas o en las cámaras acorazadas de sus bancos de confianza y que tan solo acceden a incorporarlos a una exposición a cambio de vaya usted a saber qué prebendas, privilegios o concesiones poco aireadas.
Cada cuadro lleva su tiempo y me fijo en el año, la situación en que fue pintado y, abajo a la izquierda de la placa pertinente, quién es el propietario. La mayoría son del Museo Sorolla –cerrado por obras-, de “colección particular” –sin especificar el nombre- y otros en los que indica: “colección Esther Koplovitz” o “colección Alberto Cortina” y un extenso etcétera y pienso…lo que pienso y prefiero callar.
Pero si hay algo que no soporto en un museo –que es un santuario del arte- es a la gente tocapelotas, que siempre la hay, vaya que sí. En este caso un grupúsculo de asiáticos que se plantaban delante de los cuadros, casi salpicándolos de babas, y dale que te pego con el puñetero móvil sacando fotos y videos. En más de dos ocasiones les tuve que decir: “sorry, you are annoying me”, para que se apartaran y dejaran libre la vista y disfrute del cuadro. Los vigilantes de sala andaban locos y los de seguridad también, por más que les decían que no se acercaran a los lienzos no hacían ni caso. Yo les hubiera confiscado los móviles y punto pelota. En fin.
Esperé a que se fueran a otra sala y volví a la casilla de salida, de forma que se perdieran delante de mí con su molesto e irrespetuoso proceder y retomé la visita con la calma precisa.
Sorolla dejó de pintar a los 57 años cuando sufrió una grave hemiplejia y falleció a los 60. Si contamos que su obra asciende a casi 1.300 cuadros –pintaba del natural casi siempre y llegó a realizar hasta un cuadro al día- y que estos muchas veces eran de grandes proporciones…imagino su legado artístico si hubiera vivido unos cuantos años más.
En realidad –y sin restarle mérito alguno- Sorolla era “un máquina” –como tantos otros artistas del pincel-. Quería hacerse rico y su idea fue ganar tantos concursos y premios como le fuera posible, y bien es cierto que lo consiguió. Casi siempre pintaba por encargo, a presupuesto aprobado, con mecenas y promotores millonarios que le encargaban obras paradigmáticas de lo que ellos deseaban. Eso no desmerece su obra, en absoluto, pero vivía para trabajar y su trabajo era pintar. ¡Y lo hacía de maravilla, era un auténtico genio!
Los grandes clásicos españoles –Goya, Velázquez, etc.- también fueron “funcionarios” o “pintores de la Corte” y pintaban por encargo. Así se hicieron famosos y ricos –aunque no todos-.
Pintores ricos vs pintores pobres, ahí están los inmensos Van Gogh, Gauguin, Modigliani y tantos otros de su época que pintaban para comer y no vendían un cuadro más que cuando se lo compraban familiares o amiguetes por pura caridad.
Al salir de la exposición el viento me zarandeaba, la lluvia se cebaba en todo lo que se movía y me fui escopeteada a buscar refugio en mi apartamento, no sin antes pasar por un local cercano y comprar un “cocido para llevar” que me devolvió a la vida terrenal después de haber estado abducida por la vida artística.
Obviamente, cayó una siesta celestial.
Por la tarde, remitida la lluvia y amainado el viento, salí a pasear por el barrio, sin alejarme demasiado y para estirar las piernas y terminar de hacer la digestión que, por cierto, fue de lo más discreta.
A la noche tenía cena en casa con una invitada de honor, mi muy querida sobrina donostiarra que lleva varios años viviendo en Madrid. Todo íntimo, rico, “calientito” y amoroso. No puedo pedir más, soy consciente de mis privilegios.
Felices los felices.
LaAlquimista
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