Los adultos que andamos bien de memoria no podremos jamás olvidar las angustias padecidas cuando, lustros atrás, tuvimos que acudir a la consulta de un dentista porque teníamos una caries o había que extraer un diente. Jamás hubo un odontólogo que pudiera prometer en aquellos tiempos que “no te iba a hacer ningún daño”, y como ya lo sabías acudías a la consulta con los nervios de punta y una fragilidad digna de un “paciente” de la Inquisición.
Pero estamos en 2024 y algunas cosas –afortunadamente- han cambiado gracias a los adelantos médicos, científicos y demás. Siempre contando con que el médico en cuestión haga las inversiones económicas necesarias para proveerse de las herramientas más modernas y eficaces.
Ya conté lo que me ocurrió en la consulta de la Seguridad Social cuando fui hace un mes a que me extrajeran una muela que estaba desahuciada. Vuelvo a recordar los dos pinchazos de la anestesia –insuficientes-, el dolor de los tirones bestiales que no consiguieron arrancar la pieza muerta, el dolor del hematoma que me quedó en la cara…para nada, porque me recetaron antibióticos y me dieron cita para tres semanas después.
Obviamente, empecé a tener pesadillas pensando en la que me esperaba cuando volviera a mi imaginada “cámara de los horrores”, que reconozco que es cosa de mi psique, mi imaginación y mi miedo a los dentistas desde que, en mi tierna infancia, había un carnicero con bata blanca al que me llevaba mi madre que te sacaba las muelas con caries en vez de ponerte empastes porque era más rápido y barato. Haciendo un pequeño esfuerzo puedo rememorar el olor que impregnaba la consulta, con menos esfuerzo escucho el zumbido horrible del taladro o de la “rotaflex” que se usaba para limar las partes dañadas y también recuerdo el olor a tabaco que exhalaba el hombre inclinado sobre mí y el espanto que me producía verle yo a él sus fauces sobre mi cara. (Las mascarillas quirúrgicas no debían ser obligatorias en consulta.)
Mi madre compensaba mis lágrimas comprándome un helado a la salida, que no era el premio sino el remedio frío contra el dolor lacerante que se venía conmigo.
Me niego a admitir que hoy en día un profesional te inflija dolor al extraerte una muela; me parece absurdo, ridículo e incluso injusto. Así que decidí evitar repetir la experiencia en el sistema público y me he pasado al privado, con material ultra moderno, anestésico sin dolor, y manos de seda que hacen su trabajo con delicadeza para que sus pacientes hablen bien de ellos y les recomienden a otros pacientes, que a ver qué le importa al del sistema público si va a sueldo fijo. Pagando lo que me pidan siempre que me juren por lo más sagrado que no me van a hacer pegar alaridos.
La odontóloga elegida tiene manos firmes pero suaves, palabras amables que han calmado mis nervios, me ha ido explicando –sobre la marcha- que todo iba muy bien, que si me hacía daño levantara la mano (no ha habido necesidad), que ya faltaba poquísimo, que me iba a quedar una herida limpia y la boca perfecta (o casi) para seguir comiendo lo que quisiera. No quiso venderme un implante, ni me sugirió ponerme plasma, ni darme ozono, ni zarandajas sacaperras según un “protocolo personal” que siguen algunas clínicas dentales. Se limitó a hacer su trabajo y tuvo el detalle de no enseñarme el “corpus delicti” una vez extraído.
Una mujer joven –joven para mí-, que lleva veinte años arreglando dentaduras y que se tomó el tiempo de calmarme antes de la intervención y regalarme cinco minutos de charla amigable mientras yo volvía al planeta Tierra.
Una maravilla. Por favor, no vayáis a dentistas carniceros habiendo “manos mágicas” que cobran un precio justo por su trabajo, lo hacen de matrícula de honor, y no se empeñan en venderte fundas, coronas, implantes y dentaduras postizas creando una necesidad estética que no siempre se corresponde con la necesidad real de funcionalidad.
Menudo desahogo me he pegado después de los malos ratos pasados tontamente…
Felices los felices con dientes sanos.
LaAlquimista
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