Llevo casi un mes en “mi otro mar” transformando la rutina urbanita y mi carácter social con toda la libertad personal de la que puedo disfrutar: sin obligaciones, ni compromisos ni más ley que la de escucharme a mí misma y obrar en consecuencia.

Pero por mucho que no ponga la televisión ni comparta actualidad con el dueño del bar de enfrente mientras me sirve la “canya amb olivetes”, -sin pinganillo- como llevo el wifi incorporado al cerebro no puedo evitar “enterarme de todo”.

Por ejemplo: que los palestinos están dando saltos de alegría de que los iraníes bombardeen a los israelíes, que Trump ya tiene 79 tacos y le han regalado un “tacataca” para que se sujete en los tropezones que le esperan; que los políticos europeos se van a ir este año de vacaciones “sí o sí y ahí me las den todas”, que Macron y su señora tienen una curiosa manera de hacerse carantoñas y que va a subir la gasolina un montón por culpa de la guerrilla sudanesa. (Esto me lo he inventado, pero vete tú a saber si acierto también.)

Mis “retiros” empezaron siendo de quince días; luego aumenté a tres semanas y ya no rebajo del mes completo. ¡Lástima que me guste tanto la lluvia y ya tenga mono de volver! Se le llama arraigo; o apego, si quieres, pero creo que lo llevamos en las moléculas de información genética, que son indelebles e intransferibles, como el carné de identidad.

No deseo desconectar de mi esencia, ni permitirme el pequeño desafuero de sustituir a mis amigas de allí por otras de más allá, que se pueden alternar los afectos según marque el gps del coche y el del corazón. Así que sigo conectada con el “router” a todo lo que está en mi órbita emocional porque la empatía me la he traído junto a las sandalias y el traje de baño.

En este mundo convulso hay muchas personas que declaran que “no quieren saber nada”, que “pasan de todo”, algo así como expresar que les da lo mismo si les achicharran vivos a impuestos o con drones de dinamita, si el crimen queda impune o todo vuela por los aires…menos ellos, claro está, y con tal de que al final de la película el chico y la chica se besen.

Son muchos, demasiados, diría yo. Carecen de empatía y me parece que también de bastante sentido común, porque para aislarse –como su propio nombre indica- habría que irse a vivir a una isla y no precisamente a Ibiza. Tendría que ser una isla desierta, como la de Robinson y de momento esa novela ya ha sido escrita.

La que nos queda por escribir ahora rozaría más la “política ficción” y se escaparía de la narrativa convencional, pero le llamemos como le llamemos, nos va a alcanzar a todos: a los que cierran los ojos y a los que los abren demasiado. No se va a librar nadie, ni siquiera los que van por el mundo con orejeras o gafas de madera.

Al tiempo.

Mientras tanto…felices los felices y los que preservan una parte de su corazoncito para sonreir a la vida.

LaAlquimista

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