He terminado el mes de septiembre entre las nubes y claros del Mediterráneo, apurando al máximo el tiempo que he podido disfrutar de “mi otro mar” porque los dueños de la casa que alquilo la reclaman y hasta el próximo mes de Mayo no podré volver a enseñorearme de la buganvilla, los cipreses, el jazmín, la terraza, el jardín, la piscina y la paz que me ofrecen a precio “de amiga”.
En “mi otro mar” no hago nada memorable más allá de disfrutar de la luz esplendorosa de la playa al amanecer y la que ya se ha vuelto amarillenta en el porche al atardecer. Más de doce horas al aire libre, algo que hace mi vida casi feliz. Sin embargo y para mi vergüenza, no he hecho en estas semanas nada por ayudar a que este mundo no se desmorone, soy una espectadora muda e impactada por la convulsión que invade al planeta Tierra –como un guion de Marvel- y que me hunde en la miseria emocional al ver cómo nos dirigimos al abismo empujados a patadas por los “líderes salvadores” de la política.
La política. Esa es otra. ¿Cómo desinteresarse de los acontecimientos que están en estos momentos marcando nuestro destino de manera ineluctable? ¿Cómo asistir impasible al espectáculo cruento –cruento viene de sangre- sabiendo que no puedo hacer nada por detenerlo? Los únicos con poder para cambiar el rumbo de esta nave escorada son, precisamente, los políticos y no veo que se lo tomen demasiado en serio más allá de algunos discursos engolados con el puño en alto pero que se desinflan como un globo con escape de helio.
Mientras tanto, yo, una mujer jubilada que no tiene nada mejor que hacer con su vida, se ha ido a pasear en silencio por la orilla del mar dejando que el espíritu baile con la brisa y la mente no se atore entre los argumentos de unos y de otros. Hago como hacen los demás: como si no pasara nada, o como si lo que pasa no tuviera nada que ver conmigo. Sigo girando alrededor de mi propio ombligo, como es costumbre en mi entorno.
Que estén bien mis hijas, que no les falte trabajo, que no me pille un coche o me nazca un tumor maligno. Que no me asalten cuando voy al cajero, que no me tropiece con alguien desgraciado que necesite darme una paliza para poder comer; por eso llevo siempre dinero en efectivo encima, porque un billete de cincuenta euros puede salvarme la vida en caso de atraco a mano armada.
Vivo la vida dejándome vivir, pero no me siento precisamente orgullosa por ello. Procuro no meterme con nadie y voy reduciendo poco a poco mi círculo social superficial a la vez que atesoro relaciones con las que puedo compartir mis inquietudes y los dos o tres sueños que se resisten a morir.
Voy tomando conciencia –con angustia creciente- de que nadie me necesita a menos de quinientos kilómetros a la redonda porque cada quien tiene sus propios e imprescindibles apoyos. Saberse prescindible es todo un aprendizaje, quizás de los más duros que hay en esta vida.
Por última vez, como despedida, volví a meter los pies en el agua en un largo paseo y me sumergí de cuerpo entero en una especie de bautismo que, me gustó imaginar, limpió mi ánimo de tantos “pecados originales”. Al regreso, contenta: la ducha caliente, la comida sana, al descanso reconfortante.
Recuerdo el último día mientras la vorágine me estaba esperando, con un voraz reclamo, porque no tengo otro sitio adonde volver. Y menos mal…
Felices los felices.
LaAlquimista
Te invito a visitar mi página en Facebook.
https://www.facebook.com/apartirdelos50/
Por si alguien desea contactar:
apartirdeloscincuenta@gmail.com