¿Quién se atrevería a decir que no le gusta este postre dulce y untuoso que se deshace en la boca provocando oleadas de placer gustativo?
La historia de las torrijas está relacionada en nuestro imaginario con la Semana Santa y se supone que era una alternativa calórica al preceptivo ayuno y abstinencia de carne con que se lavaba la conciencia la iglesia católica de tanto exceso de “pecados capitales” disfrutados durante el resto del año litúrgico.
Nimiedades históricas aparte, la torrija viene de donde casi siempre vienen los platos más sabrosos: de la necesidad, en este caso paradigmática, hecha virtud. A fin de cuentas, no es más que un trozo de pan duro untado en leche, bien rebozado en huevo, frito en aceite y espolvoreado de azúcar. (Las moderneces de hacerlas con pan de molde y otros derivados y emborracharlas con licor o con miel son ganas de buscarle tres pies al gato de la cocina de nuestra abuela).
Para mí las torrijas tienen otra mirada, mucho más interesante y caprichosa. Son –y siempre serán- el recuerdo de un vecino enamorado que me las hacía en cualquier época del año cuando quería invitarme a compartir sus personales dulzuras.
Una torrija se come primero con los ojos –como hacemos con las personas-; después se agarra con los dedos sin apretar demasiado para que no se desmigue –quien usa cuchillo y tenedor queda desclasificado de este juego-; después se alza lentamente hasta la nariz para marearse un poquito con su incomparable aroma. También es usual cerrar los ojos en este momento para sentir más intensamente ese aroma que pronto será convertido en sabor inigualable.
Y cuando pasa a la boca, ha de hacerlo en bocados grandes, de esos especiales que surgen de lo más profundo cuando se quiere disfrutar hasta lo más profundo de un manjar. Lleve pan o no.
Yo las hago en cualquier fecha, me dé permiso o no el calendario. No es que sean un afrodisíaco en sí mismas, pero levantan el ánimo tanto como un Prozac y saben mucho más ricas. (Nunca he tomado antidepresivos de farmacia, los he buscado naturales y a ser posible de fabricación casera). Engordan mucho, eso no lo negaré, pero también lo hacen los fármacos que recetan los médicos que se empeñan en poner paños calientes al cuerpo en vez de curar el alma.
Me he despistado de lo que quería escribir porque me ha venido a la memoria un olor y un sabor que no proviene de la cocina sino de mi yo más profundo… Igual es que me he acordado de aquel vecino, de aquellos años y de aquellas torrijas.
Felices los felices.
LaAlquimista
-En Francia llaman a su versión el pain perdu, o sea, el pan perdido. En Gran Bretaña y Alemania las denominan algo parecido, poor knights of Windsor y Arme Ritter respectivamente. Los portugueses las conocen como rabanadas, aunque son más un dulce típico de Navidad. Los americanos a las torrijas las llaman french toast, los suizos las llaman fotzelschnitten, los austríacos pofesen, bundás kenyér en Hungría y wentelteejfe en los Países Bajos.
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