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Carlos Rilova

El correo de la historia

Una historia de traidores, corsarios, príncipes y leales oficiales del Rey. De la búsqueda de Eldorado a la Guerra de los Treinta Años (1595-1638)

Por Carlos Rilova Jericó

Hoy hace más de tres siglos y dos días que comenzó el que, sin exagerar, podemos llamar Gran Asedio de Hondarribia.

Fue el 7 de julio de 1638. Entonces, desde los puestos de vigilancia de los baluartes de la que poco después se convertiría en ciudad muy noble, muy leal y muy valerosa, se avistó la inmensidad del ejército que el cardenal Richelieu y su amo Luis XIII el melancólico enviaban sobre aquella plaza fuerte. Más de 20.000 hombres de guerra junto con todos sus pertrechos, incluido, por supuesto, un imponente tren de Artillería de sitio que, durante dos largos meses, iba a someter a una dura prueba las defensas de la fortaleza que se interponía entre el cardenal y sus ambiciosos planes para poner en jaque a la monarquía imperial de los Austrias españoles.

Sin embargo, los peores temores que pudieran albergar Richelieu y su regio amo sobre el posible fracaso de esa operación pronto se vieron cumplidos ante aquellas murallas. La resistencia fue enconada. Incluso si consideramos que la versión que en su día dio de aquellos hechos un historiador francés -Édouard Ducéré- es totalmente cierta y realmente la furia de los asaltos contra las defensas hondarribiarras fue menor de lo que dice la crónica española encargada por el conde-duque de Olivares para seguir la guerra contra su gran rival por otros medios. En este caso la propaganda a nivel internacional que trataba de extraer todos los réditos posibles de aquella rotunda, aplastante, victoria lograda, tras dos inútiles meses de asedio, a comienzos de septiembre de 1638.

Son estos unos hechos verdaderamente interesantes en su conjunto, porque nos hablan de una de las pocas batallas de la famosa Guerra de los Treinta Años que se dieron en suelo del País Vasco, pero de los que, sin embargo, habrá ocasión de ocuparse en otro momento. Hoy vamos a fijarnos sólo en una faceta de ese asunto. Concretamente en qué clase de botín podrían haber conseguido las tropas de Richelieu de haber logrado su último objetivo.

En las crónicas del asedio y posterior victoria a la que me acabo de referir, se relata que uno de los alcaldes de Hondarribia acabó utilizando monedas de oro de su tesoro personal para fundir munición cuando empezó a escasear el plomo a medida que se gastaba en frenar cada nuevo asalto francés.

Es sólo una muestra, exagerada pero sostenida, y no enmendada por el interesado en todas las pesquisas posteriores sobre el Gran Asedio, de la riqueza que podía esperar encontrar en Hondarribia el ejército enviado por Richelieu frente a aquellas murallas en julio de 1638. Al fin y al cabo esta población era un enclave comercial con extensas redes de tráfico marítimo que aportaban lucrativos beneficios a esa comunidad.

El botín habría sido, pues, muy considerable si las maltratadas tropas de Richelieu hubieran logrado pasar más allá de las brechas abiertas por su Artillería de asedio y por las implacables minas que hasta el fin de las operaciones se estuvieron excavando bajo las defensas de la futura ciudad.

Sin embargo, las órdenes para esas tropas bajo el nominal mando del viejo príncipe de Condé eran buscar ventajas de tipo estratégico más que esos inmediatos beneficios monetarios. Es decir, se les había enviado allí, principalmente, para controlar una plaza fuerte clave en las comunicaciones peninsulares y, fundamentalmente, los puertos cantábricos para así hostilizar al enemigo durante un tiempo indefinido y en un espacio sensible y muy amplio. El botín material para la soldadesca y sus oficiales, así  como la destrucción que se causase a la población en sí, era absolutamente secundario…

Eso debería llevarnos a una reflexión sobre lo absurdas que resultan las guerras. Incluso la mejor diseñada de las campañas -en no pocas ocasiones las más desastrosas- como lo pudo ser esta que en el verano de 1638 lanza el cardenal Richelieu contra la yugular del imperio de los Austrias españoles vadeando el Bidasoa a la altura de Irun.

La cosa no deja de tener su gracia. Es posible que si las banderas de los Condé -incluidas las del futuro Gran Condé- no hubieran sido arrastradas sobre el polvo por el ejército de socorro enviado por el conde-duque, las tropas francesas habrían logrado acceder tanto a los bienes atesorados en el interior de Hondarribia, como al control estratégico de una plaza fuerte extraordinariamente capacitada para ofrecer una resistencia militar considerable sobre un punto de alto valor estratégico que creaba una cabeza de playa, una punta de lanza, en los dominios peninsulares de los Austrias, en lo que se podía llamar el corazón de su imperio.

Sin embargo, también es más que probable que en ese intento hubieran perdido toda posibilidad de hacerse con un legajo de papeles que, bien utilizados, tal vez, podrían haber llevado a la Francia de Richelieu hasta un reino de riquezas tan fabulosas como las que Cortés encontró en Tenochtitlan o Pizarro en Cuzco.

En efecto, las crónicas disponibles sobre el asedio de 1638, lo mismo que la escasa documentación relativa a esos momentos, confirman que Hondarribia fue sistemáticamente maltratada por la Artillería francesa. Especialmente por el uso de morteros que lanzaban bombas explosivas, dotadas de un mayor poder destructivo al caer no contra el casco urbano -al fin y al cabo bien protegido tras las murallas- sino sobre él, haciendo saltar por los aires la mayor parte de sus casas tras atravesarlas desde el tejado hasta el zaguán.

Ese sistema, verdaderamente eficaz para doblegar cualquier resistencia, sumado a un posible saqueo incontrolado caso de haber caído las últimas defensas de Hondarribia, muy probablemente, en efecto, habrían acabado con una parte sustancial del archivo municipal. Incluso con los algo más de doce folios en los que una mano anónima describía con pormenorizados detalles el posible emplazamiento de la ciudad del Lago Manoa. En otras palabras, el famoso Eldorado. Un documento del que poco se ha sabido hasta que el que esto firma algo ha contado este mismo viernes, víspera del inicio del Gran Asedio de Hondarribia, en un pequeño artículo publicado en Euskonews & Media…

Hoy solemos tender a identificar la búsqueda de esa ciudad con un personaje excesivo y demencial -más excesivo y demencial todavía después de caer en manos de algunos directores de cine fascinados por su tragedia-, el oñatiarra Lope de Aguirre. A partir de ahí parece haberse establecido una inercia que reduce la búsqueda de ese reino a, simplemente, una locura, la aventura alucinada de un traidor al torvo Felipe II en pos de una ciudad que jamás existió, buena sólo, por ejemplo, para activar la mente de artistas enfebrecidos. Como Edgar Allan Poe, que le dedicó uno de sus más bellos poemas.

La realidad de la que habla ese documento que, tal vez, hubiera sido el mejor botín de aquel Gran Asedio de 1638, dista bastante de ese estereotipo. Esas doce páginas demostrarían, por el contrario, que las potencias europeas buscaban muy en serio esa ciudad. La buscaron antes de que Lope de Aguirre y Ursua entrasen en escena y la siguieron buscando después de que los dos saliesen de escena. Para los funcionarios y oficiales del rey de España, como Antonio de Berrio o Domingo de Vera e Ybargoyen, o del de Inglaterra, Eldorado tenía, en definitiva, tantas posibilidades de existir como el Imperio azteca o el inca, y ese legajo depositado en el archivo municipal de Hondarribia es, en efecto, una de las mejores pruebas de la seriedad con la que se buscó hasta las primeras décadas del siglo XVII esa ciudad que hoy solemos llamar “mítica”

Un hombre tan calculador, tan pragmático, como el corsario inglés Walter Raleigh hubiera pagado un buen precio por hacerse con esa docena de hojas que hablan de dónde podría estar la ciudad del Lago Manoa. Raleigh, en efecto, la buscó sin descanso hasta que, por orden de Felipe III de España, fue decapitado en Londres por intentarlo con tanto afán como para infiltrarse en el territorio español en América o secuestrar a súbditos de su católica majestad con el fin de sonsacarles con métodos poco civilizados todo lo que habían averiguado al respecto..

El cardenal Richelieu probablemente también habría recibido con no poca alegría esos papeles de haber logrado los Condé tomar la ciudad sin llegar a destruirla del todo.

Eso como ya se sabe, no sucedió. La ciudad no cayó y su archivo no fue destruido, permitiendo que haya llegado hasta nosotros esa docena de hojas que aseguran saber la dirección que había que tomar para llegar al Paipiti, al país de Eldorado.

Recuerden todo esto cada vez que vayan a Hondarribia y suban por su calle mayor tras pasar la puerta de la muralla que uno de los más poderosos ejércitos del cardenal Richelieu jamás llegó a traspasar. Recuérdenlo, sobre todo, porque ha estado  olvidado mucho, demasiado, tiempo, oculto en gran parte por la sombra de un personaje tan excesivo como Lope de Aguirre, que se habría llevado más fama de la que, tal vez, realmente le correspondía en la aventura de la búsqueda de Eldorado.

 

 

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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