Por Carlos Rilova Jericó
Es muy posible que muchos espectadores se hayan preguntado de dónde han sacado sus historias los guionistas que han fabricado -algunas veces en serie, otras en serio- esas películas que llamamos “del Oeste”. Esas que no solemos considerar como cine histórico pero que, aunque sea de un modo vago, sí podemos identificar, más allá del género, con películas que nos cuentan hechos que han tenido lugar en épocas pasadas, en fechas que no son las nuestras.
Algo que se fue haciendo cada vez más común en ese género cinematográfico desde que acaba la que se considera su época dorada -más o menos entre los años 40 y 50 del siglo XX- y, a partir de los 70 de esa misma centuria, se abre paso al llamado “Western crepuscular”. Ese en el que ya no hay héroes de sombrero y caballo blanco enfrentados a los “malos”, fácilmente identificables también por un sombrero y un caballo de color negro o, como mínimo, oscuro, y en el que se trata de reflejar no tanto historias atemporales como las que nos narraban las de la época clásica del Western como “El hombre que mató a Liberty Valance” o “Solo ante el peligro”, sino hechos producto de una determinada época histórica que, en ocasiones, queda claramente señalada desde el comienzo del film.
Es lo que ocurre, por ejemplo, en “Tom Horn”, dirigida por William Wiard magníficamente interpretada por Steve McQueen y Linda Evans y uno de los ejemplos más acabados de ese “Western crepuscular”, que nos sitúa a comienzos del siglo XX en el territorio -ni siquiera estado de la Unión todavía- de Wyoming que será el escenario en el que se representará la muerte del “Viejo Oeste” a través de la de Tom Horn, un personaje histórico, real, documentado, que en esas fechas se encuentra ya fuera de lugar en una sociedad en la que la ley de las armas, el estado de excepción permanente, los grandes espacios abiertos y sin otra ley que la de la defensa propia, se están desvaneciendo ante el modelo de civilización a la europea importado desde la Costa Este norteamericana.
Otra de las producciones que utiliza esa misma técnica, y además, nos la subraya indicando que lo que se va a narrar en ella es un hecho absolutamente histórico, es “El hombre de una tierra salvaje” de Richard C. Sarafian.
Así es, desde el comienzo del metraje de esa película una voz en off y unos títulos sobreimpresionados en la pantalla nos dicen que lo que vamos a ver se basa en una empresa desesperada que realmente tuvo lugar hacia el año 1820. La de un grupo de tramperos y cazadores contratados por un tal capitán Henry -interpretado por uno de los directores del Western de la Edad de Oro más aclamados, John Huston- que regresan a los Estados Unidos tras dos años acumulando una verdadera fortuna en pieles de diversos animales en lo que entonces es territorio indio en el actual Noroeste de ese país.
Estos hombres, como se ve desde las primeras escenas de la película, escoltan su preciosa carga en un barco montado sobre la estructura de varios carros que es arrastrada por tiros de mulas a través de esas inmensas llanuras -pobladas sólo por naciones indias como los crows y los cheyennes- bajo las aguardentosas y tiránicas órdenes de ese capitán Henry interpretado por Huston. Su objetivo, según se nos dice también en esos títulos iniciales, era llegar hasta el Missouri, bajar por él y colocar su preciosa carga en los mercados de pieles del Este.
Los comentarios sobre la película, que no son muchos, destacan en ocasiones que hay inexactitudes históricas en esa narración que se deben pasar por alto en beneficio de la calidad general de la obra, pero lo cierto es que si nos atenemos a lo que dice la escueta entrada dedicada a esta película en la ya imprescindible -para bien o para mal- Wikipedia, parece ser que todo encaja. No sólo se trata de que la historia que se cuenta en la película se base en las experiencias del trampero Hugh Glass. También parece haber existido una llamada “Expedición del Missouri” dirigida en 1822 por el comandante Andrew Henry, miembro de la Compañía de pieles de las Montañas Rocosas, un veterano de ese negocio que ya había fundado otra similar en 1809, asociado con traficantes de pieles españoles como Manuel Lisa o franceses como Jean-Pierre Chouteau.
Puede que esa empresa dirigida por Andrew Henry no fuera realmente tan desesperada como la que nos cuenta la película de Sarafian, pero las cosas, habida cuenta del lugar y del momento histórico en el que se desarrollan, en el territorio de Missouri en 1822, no debieron ir muy a la zaga de lo que podemos ver en la pantalla.
¿Algo así podría haber ocurrido en la vieja Europa, más o menos en las mismas fechas?.
En más de una ocasión se ha dicho que en España, y más aún en el País Vasco, se ha desaprovechado, para la industria del Cine, el excelente material que ofrecían las guerras carlistas.
En efecto, salvo excepciones como la “Karlistadaren kronika” de José María Tuduri del año 1988, o “Vacas” de Julio Medem que, al fin y al cabo, sólo la utiliza como un vago trasfondo, brillan por su ausencia producciones propias sobre lo que podría haber sido nuestro propio género Western o, por lo menos, haber inspirado películas como la de Sarafian o el “Jeremías Johnson” de Sidney Pollack con la que tantos parecidos tiene “El hombre de una tierra salvaje”. La prueba es que libros como “Las historias naturales” de Juan Perucho y “Un espía llamado Sara” de Bernardo Atxaga no han pasado, en muchos años, del estado de libro al de celuloide.
Y esto siempre a pesar de que las guerras carlistas proporcionan, sin duda, más de una empresa desesperada con la que se podría haber hecho más de una película.
Quizás la más desesperada de todas fue la del escribano José Antonio Muñagorri conocida como “Paz y Fueros”.
Él fue un hombre hasta cierto punto misterioso -como muchos de los que han sido llevados a la pantalla con la excusa de un Western-, sin pasado o con un pasado nebuloso que no empieza a dejar rastros tras de sí hasta el momento en el que estalla la Primera Guerra Carlista (1833-1839) y Muñagorri se ve atrapado por sus negocios, de escribano de Berástegui y de administrador de ferrerías, en la zona bajo dominio carlista pese a que sus simpatías se orientan más hacia la causa de los liberales.
Una fidelidad que no se hace notable hasta el año 1835. El mismo en el que empieza a conspirar con las autoridades de Madrid para crear un tercer partido en liza que, garantizando los Fueros -supuestamente el principal motivo que animaba a los voluntarios vascos y navarros a luchar junto al Pretendiente carlista-, consiguiese el fin de una guerra especialmente desastrosa para el País Vasco y Navarra, principales escenarios de la lucha.
El proyecto no se convertirá en realidad hasta 1838, aunque Muñagorri ya había levantado sospechas entre algunos conspicuos carlistas desde 1837.
A partir de entonces el escribano, seguido por unos doscientos fieles -muchos de ellos trabajadores suyos- se armará -magníficamente gracias a las aportaciones de la Legión Británica que lucha del lado liberal- y se declarará en abierta rebelión contra don Carlos, debiendo huir a través de territorio carlista hacia una zona segura que, de hecho, no existe para alguien que, como él, se ha declarado rebelde al Pretendiente pero al que oficialmente el bando liberal no puede reconocer, ya que es una supuesta fuerza independiente de ambos bandos beligerantes…
Comenzará así un desesperado viaje de cerca de un año en el que Muñagorri y su Ejército Independiente vagaran entre localidades vascofrancesas como Sara, Irún y el pueblo navarro de Urdax, donde harán el que probablemente fue su único hecho de armas, tomando al asalto un fuerte que los carlistas tienen en esa población fronteriza…
Después de eso el Ejército Independiente de Muñagorri se fue desintegrando. Casi literalmente. La propuesta de “Paz y Fueros”, como nos cuentan algunos de los biógrafos de Muñagorri -Labayen, Cajal Valero…-, sólo había atraído a desertores de ambos bandos y a aventureros, aparte de algunos competentes oficiales profesionales, pero no logró nada más.
Al parecer, para que esa propuesta triunfase, se necesitaba algo más que la buena voluntad de Muñagorri o los manejos de un personaje tan retorcido como Eugenio de Aviraneta. Al menos sólo un militar profesional muy fogueado, como el general Espartero, fue quien logró que el acuerdo de Fueros por Paz se convirtiera en realidad en el famoso abrazo de Vergara.
La aventura de Muñagorri quedó en eso, en una aventura que atrajo junto a sí a aventureros que bien se podían haber enrolado en una expedición de dos años en busca de pieles en territorio indio. Basta con ver la descripción que hace de ellos un avezado periodista del “United Service Journal” en el año 1839, cuando los ve reunidos ante el patio de una casa de Sara -que a él le recuerda a las granjas de Cincinnatti en Estados Unidos, sobre todo por su seto- donde Muñagorri ha organizado su cuartel general y le ha citado para entrevistarse con él.
Estos días de julio son quizás un buen momento para seguir por Urdax los pasos de ese ejército de aventureros desesperados, por el llamado puente de los carlistas, por el camino de la ferrería, en un terreno magníficamente conservado en torno a esa población que, quizás, algún día, podría servir para rodar una película que permitiera recordar a muchos quién fue Muñagorri y qué hizo o, al menos, qué intentó hacer. Algo casi tan absurdo -y a la vez tan razonable- como lo que podemos ver en una película que refleja su propia época como “El hombre de una tierra salvaje” que, después de todo, fue rodada en la Sierra de Soria, como tantos otros Western crepusculares…