Por Carlos Rilova Jericó
El estudio de la Historia o de las vidas de santos, la llamada Hagiografía, es una parte importante de la Historia. Especialmente para los teólogos o para los cada vez más escasos seminaristas. En la propaganda liberal -o revolucionaria, como se prefiera- esa clase de Historia, tan especial, se ha visto convertida en una de sus principales dianas, ya que esas vidas extraordinarias, llenas de sucesos también extraordinarios, conmueven especialmente los prejuicios laicos de ese sector de la opinión pública, transformando así esa disciplina, la Hagiografía, en algo que, para muchos ateos y agnósticos, no termina del todo de verse como una rama de la Historia como ciencia.
Al margen de la mayor o menor razón que pueda asistir a esa clase de reparos hay que decir que, realmente, la Hagiografía tiene unos cuantos flancos descuidados desde el punto de vista de los historiadores, esos tremendos pesados que -como ya habrán comprobado los lectores de esta página- siempre andan buscando a alguien que cometa errores de interpretación -o de algún otro tipo- con esa materia científica a la que ellos dedican sus vidas.
En efecto, la Hagiografía no parece haberse prodigado mucho en el estudio de los falsos santos de los que, según todos los indicios, hay más de uno que daría, además, para escribir unos cuantos centenares de páginas.
Como botón de muestra bastaría con recordar el caso de San Napoleón -que dejaremos para otro día- o el de San Guinefort, un santo bastante difícil de aceptar para la ortodoxia católica -incluso para la anglicana, más liberal- ya que Guinefort no era una persona sino… un perro.
No me voy a extender demasiado en su historia por dos razones. Una es que uno de nuestros colegas, el profesor Jean-Claude Schmitt, ya explicó todos los detalles de ese caso en un magnífico libro surgido, como no podía ser menos, de entre las filas de la llamada “Nueva Historia” que, recogiendo la antorcha prendida por Lucien Febvre y Marc Bloch entre las dos guerras mundiales, ha hecho avanzar a grandes pasos la investigación histórica. Sólo diré, a beneficio de los donostiarras que leen esta página, que ese falso santo medieval era invocado con una fórmula muy parecida a la que se utilizaba para pedir ayuda a San Bartolomé: “Saint Guinefort, ou la vie ou la mort”. Es decir, San Guinefort, o la vida o la muerte. Rima que, como es evidente, también casaba muy bien para pedir salud a San Bartolomé, tal y como, en efecto, se solía hacer.
La segunda razón para no contar mucho más sobre ese falso santo que fue el perro Guinefort, es que me quería centrar sobre otro falso santo que seguramente muchos desearían, a fecha de hoy, que existiese, tras un largo puente que para unos cuantos miles, probablemente, habrá durado unos quince largos días desde el 25 de octubre -día del Estatuto de Gernika- hasta el fin de estas fiestas de Todos los Santos.
El falso santo en cuestión no es ni siquiera un animal, como ocurría en el caso de Guinefort. Ni siquiera un ser vivo. En una especie de “más difícil todavía”, en efecto, la cultura popular europea llegó a convertir en santo a un día. Concretamente al lunes, que pasó a ser “San Lunes”.
Ese santo, como los santos canónicos aprobados por las iglesias cristianas que mantienen ese tipo de culto -fundamentalmente la ortodoxa, la católica y la anglicana-, tuvo, por supuesto, sus devotos y sus invocaciones para las ocasiones de peligro.
Los devotos de San Lunes, fueron los siempre sufridos trabajadores a los que costaba mucho ponerse en marcha después de un día de fiesta -lo de los fines de semana de dos días es una adquisición relativamente reciente-, el domingo, único en el que se les permitía descansar por un temor muy extendido entre sus amos, propietarios, señores, en fin, jefes… a ofender a Dios no consagrándole un día de descanso tal y como estaba recogido en las Sagradas Escrituras. El historiador británico recientemente desaparecido Eric J. Hobsbawm decía algo de todo esto en uno de los muchos libros que dedicó al estudio de la clase obrera británica en particular y europea en general. En este caso se trataba de “Industria e Imperio”, donde recordaba como, aún a comienzos del siglo XIX, cuando ya ha empezado en Gran Bretaña lo que luego se llamará “Revolución Industrial”, los artesanos seguían considerando “santo” el lunes.
Las invocaciones a ese santificado lunes que nunca había sido aprobado por el Vaticano -ni, que se sepa, por Canterbury o por ninguno de los patriarcas ortodoxos- explican mucho de la clase de santo que era “San Lunes”.
Esa curiosa tradición se remontaba, si hacemos caso a otro gran historiador de la clase obrera, Edward Palmer Thompson, a principios del siglo XVII.
Al menos de 1639 es la copla que él recogía en uno de sus artículos publicado en España en una recopilación titulada “Tradición, revuelta y consciencia de clase” dotada, la copla, de unos versos que decían así:
“Ya sabes hermano que el Lunes es Domingo
El Martes otro igual;
Los Miércoles a la Iglesia has de ir y rezar;
El Jueves es media vacación;
El Viernes muy tarde para empezar a hilar;
El Sábado es nuevamente media vacación”.
Un mal comienzo, de semana y de todo lo demás, para los dueños, amos o jefes de esa fuerza de trabajo. Una sedicente semana laboral que, por otra parte, en 1681 demostraba haberse extendido e institucionalizado, como recoge también E. P. Thompson en ese libro, recordando las palabras de indignación de John Houghton ante esas jaculatorias pseudorreligiosas que se traducían en 1681, cuando él escribe ese -para nosotros- valioso testimonio, en que los calceteros raramente trabajaban los Lunes o Martes, pasando esos días en las tabernas o jugando a los bolos. Los tejedores, por su parte también pasaban los Lunes borrachos, los Martes con resaca y los Miércoles alegaban que tenían las herramientas estropeadas. Los zapateros, por su parte, se las apañaban según ese mismo testigo para hacer del Lunes un día festivo al estar consagrado a su patrón San Crispín, prefiriendo, decía Houghton, dejarse ahorcar antes que no declarar festivo ese día.
De hecho, el mismo E. P. Thompson recogía en su estudio muchos otros casos que demostraban que apenas había un sólo oficio que no hiciera honor a “San Lunes”: zapateros, sastres, carboneros, trabajadores de imprenta, alfareros, tejedores, calceteros, cuchilleros y, además, todos los “cockneys”. Esto es, los habitantes “castizos” del centro de Londres.
Aún durante las guerras napoleónicas un testigo se lamentaba de que en el Londres de la época, donde no escaseaba precisamente trabajo por la falta de brazos -empleados muchos de ellos en combatir a Napoleón en Europa- se seguía celebrando religiosamente “San Lunes” que, a su vez, era seguido por “San Martes”.
Thompson, siempre minucioso, recordaba, sin embargo, que a finales del siglo XVIII el gremio de cuchilleros de Sheffield -hoy todavía uno de los grandes centros de producción de esa mercancía- sufrió algunos percances por causa de esa devoción a “San Lunes” que aparecía recogida en una canción en la que la esposa de uno de ellos lo pillaba “Como en un buen San Lunes,/ Sentado al fuego de la herrería,/ Contando lo hecho ese Domingo/ Y conspirando en alegre regocijo”. Ociosa actitud que culminaba en una serie de improperios y amenazas de la mujer al marido devoto de “San Lunes” que acababan en negarle eso que púdicamente se suele llamar “débito conyugal”. Para siempre…
Unas invectivas que, sin embargo, no debieron ser tomadas muy en serio por ninguna de las dos partes implicadas, dada la buena salud que disfrutó “San Lunes” hasta incluso el siglo XX, tanto en la industria siderúrgica de Sheffield, que dedicaba los lunes a reparar la maquinaría, como en muchos otros centros de trabajo. Desde Inglaterra hasta México pasando por las minas de los Estados Unidos…
Y así podríamos seguir hablando de este santo que no era ni siquiera una persona durante mucho más tiempo, acompañados de historiadores tan brillantes como E. P. Thompson, pero, vaya, hoy, precisamente, es Lunes y, como historiador coherente consigo mismo sólo me queda hacer algo más por mantener viva una bonita tradición a la que aferrarse en caso de síndrome postvacacional, aparte de resumir lo que se sabe de ella en este artículo. Es decir, predicar con el ejemplo y decir “Feliz San Lunes a todos” y decidir que, por hoy, ya es bastante y hacer, por lo menos, “media vacación”, como si ya fuera Jueves, que es lo que, de seguro, estarán haciendo ya muchos otros -con mayor o menor disimulo- sin siquiera haber leído estas páginas.