Por Carlos Rilova Jericó
Las imágenes que ilustran el artículo de hoy son más importantes que nunca. Son fragmentos de un cuadro, “El mariscal Ney en la retirada de Rusia”, reproducido, con verdadero cuidado, por una publicación, “Le Petit Journal”, que educó a millones de franceses entre mediados del siglo XIX y comienzos del XX. Cada semana.
La reproducción de ese cuadro se hizo para el número de esa revista que apareció el lunes 15 de enero de 1894. Apreciarán así mejor el mérito de esta imagen que yo ahora he fragmentado para ilustrar este texto: fue un trabajo de copia e impresión llevado a cabo en una época en la que, desde luego, no disponían de los medios técnicos de que disponemos ahora. Consideren también que el periódico tenía, por lo menos, dos imágenes en color -la de la portada y la contraportada- y que sólo costaba cinco céntimos. Detalles estos como para sacarse el sombrero, como se solía decir, ante este fósil del Periodismo, ancestro de eso que ahora se reproduce en papel a velocidades vertiginosas con toda clase de imágenes o se lee en una pantalla de plasma por medio de una conexión electrónica que no habría imaginado ni siquiera aquel Julio Verne que seguramente debió de tener más de una vez ante sus ojos ejemplares del “Petit Journal”.
Pero dejemos de lado el continente y sus méritos y vayamos al contenido de ese periódico publicado el 15 de enero de 1894. Lo que vemos en las imágenes que ilustran este artículo son, como he dicho, fragmentos, escenas entresacadas del cuadro que su autor, Adolphe Yvon, tituló “El mariscal Ney en la retirada de Rusia”. Un acontecimiento que, para los que necesiten esta clase de justificaciones, ocurrió en otro invierno, realmente crudo, que tuvo lugar ahora hace exactamente dos siglos.
El pintor Adolphe Yvon nació en 1817. Es decir, dos años después de que Napoleón I hubiera perdido toda esperanza de convertirse en emperador de los Estados Unidos de Europa después de que esa desastrosa retirada de Rusia mostrase el largo alcance estratégico de todas sus consecuencias. Sin embargo, Yvon vivió, de lleno, el llamado Segundo Imperio, el que duró, algo más que el primero, de 1852 a 1870, bajo la férula del sobrino del primer Napoleón, Luis Napoleón, reinante como Napoleón III, y por mal nombre conocido por algunos como Napoleón “el chico”.
De hecho, de lo poco que se sabe de Adolphe Yvon -al menos a través de medios no convencionales, como Internet, donde su presencia biográfica es casi paupérrima comparada con la de otros personajes históricos-, podemos deducir que fue un pintor áulico, cortesano, al servicio del régimen fundado vía golpe de estado por el sobrino de Napoleón I.
Fue así, en efecto, como hizo carrera Adolphe Yvon. A Napoleón III y a su corte les cayeron en gracia esos cuadros historicistas en los que se glorificaba el efímero imperio del primer Napoleón. Fue por esa razón, para que Yvon hiciera otro tanto con las hazañas del Segundo Imperio y el tercer Napoleón, por la que el régimen lo comisionó en su día, enviándolo a Crimea, para que allí pintase la toma de -el nombre sonora a los que hayan visitado París- la torre Malakoff. Un hecho de armas que venía a ser el equivalente -en versión francesa y sin derrota gloriosa al fondo- de la famosa carga de la brigada ligera británica que tuvo lugar en esa guerra llamada “de Crimea” y fue cantada en un famoso poema firmado por Lord Alfred Tennyson.
El cuadro sobre la toma de Malakoff, según todos los indicios, selló favorablemente la fortuna de Adolphe Yvon, asegurándole el favor del emperador. Eso, sin duda, permitió a Yvon seguir elaborando toda clase de magníficos cuadros en los que se glorificaban, casi de manera alterna, los hechos de armas del tío y del sobrino, del primer y del segundo imperio francés, de Napoleón I y de Napoleón III.
En 1856, cuando el Segundo Imperio está en todo su esplendor, es cuando Yvon pinta este cuadro sobre la retirada napoleónica de Rusia, que acabó en el Louvre y cuyos fragmentos ilustran este artículo. Este venerable lienzo representa, como se podrá apreciar por esos fragmentos diseminados entre estos párrafos, una escena de derrota. Una de las muchas que sufrió el primer imperio napoleónico. Eso, sin embargo, percátense del detalle, no supuso la caída en desgracia de Adolphe Yvon a los ojos de Napoleón III. ¿Por qué?.
Analicemos escena a escena, casi fotograma a fotograma, este magnífico cuadro para encontrar la respuesta a esa curiosa pregunta. En el centro del lienzo está el protagonista del hecho: es decir Michel Ney, uno de los mariscales nombrados por Napoleón I. Viste un capote forrado de piel bajo el que se protege del frío gélido que reinó en buena parte de Europa hace ahora doscientos años y que se percibe muy bien en la sobrecogedora atmósfera que Yvon ha sabido crear para reproducir un paisaje de las llanuras rusas, heladas durante aquel crudo invierno de 1812-1813.
Aún así, a pesar de ese frío mortal, el pintor se ha permitido la libertad de mostrar entreabierto el capote de Ney para que podamos apreciar sus insignias de mariscal del imperio. Otro tanto ocurre con su tocado. Es, en efecto, el de un mariscal del imperio -como mínimo el de un general de alto rango imperial- y no el de un hombre de carne y hueso que trata de protegerse del frío que está matando a millares de soldados bajo su mando. Es evidente, por detalles como esos, que para Yvon era más importante mostrar en su cuadro a Ney revestido de todo su esplendor de mariscal napoleónico, más que reflejarlo de acuerdo a una verdad histórica más aproximada, como un hombre apenas reconocible bajo el equipo con el que se había provisto para resistir aquellas temperaturas mortales.
Esa es la primera ficción disimulada que se puede percibir en este cuadro-relato de Adolphe Yvon. El resto de la escena se mueve también en ese juego entre la verdad histórica y la necesidad del autor de mostrar las glorias militares del primer imperio napoleónico en todo su detalle.
Vemos así en esta pintura soldados recogidos entre prácticamente todas las unidades del ejército napoleónico que se arremolinan en torno a la figura central del cuadro, ese Michel Ney que, con gesto sereno, mantiene unida esa retaguardia que debe proteger la retirada de los restos del Gran Ejército con el que Napoleón ha soñado invadir Rusia y acabar con la guerra general contra toda Europa que no ha logrado acabar en años. A mano derecha de Ney hay un húsar -al menos así lo parece por su colbac de pelo de oso, propio de las unidades de élite- y su dolmán rojo, visible bajo la capa con la que se protege del frío. Vemos también granaderos, inconfundibles con sus altos morriones de piel, un lancero polaco, también inconfundible por su gorro cuadrangular y soldados de Infantería de línea, la reina de las batallas napoleónicas, inconfundibles también gracias a sus morriones troncocónicos con visera, los mismos que se han convertido en la imagen proverbial del soldado de esa época.
Esas variadas figuras militares hacen fuego a discreción. Es decir, disparan cada cual según puede, sin esperar a hacer una descarga cerrada y única sobre un enemigo que imaginamos, gracias a la astuta composición de Yvon, muy próximo, casi frente a frente de ese Ney impertérrito ante el frío que parece estar matando a muchos de los hombres formados en torno a él y que con un sereno gesto de su mano derecha está tratando de mantener unidas esas tropas diversas, dándoles coherencia para que formen una línea compacta en medio de su aparente anarquía y eviten así que el ejército en retirada sea despedazado por la vanguardia rusa.
Todo eso compone un relato visual muy sutil. Tanto que no puede decirse que sea mentira lo que Yvon nos cuenta en imágenes. Más allá de las licencias poéticas que se ha permitido -el abrigo de Ney descuidadamente abierto a un frío mortífero para mostrar su uniforme de mariscal, por ejemplo-, hay documentos de época que demuestran que escenas así tuvieron lugar. Sin embargo, esas mismas fuentes demuestran también que la retirada no fue tan dramáticamente gloriosa como Yvon la quiso pintar.
Parece ser cierto que Ney disparó bravamente el último tiro de aquella campaña. Cierto es también que ocurrieron cosas muy parecidas a las que vemos en el cuadro de Yvon, como cuenta un testigo presencial de esa retirada de Rusia de la “Grande Armée” napoleónica, el capitán Coignet, de cuyas “Memorias” ya hablé en este correo de la Historia en su día, allá a comienzos de septiembre de 2012: “Bien pronto aparecieron los rusos. Cada día los cosacos lanzaban hurras al alcance de nuestros oídos. Pero en tanto que nos veían con la mano sobre las armas no osaban atacarnos”…, pero es cierto también que los soldados de Napoleón I murieron en las llanuras rusas a millares, como perros más que como seres humanos, y que aquello que ocurrió un maldito -para el emperador de los franceses- invierno de hace ahora doscientos años tuvo mucho de “sálvese quien pueda”.
El sargento Bourgogne, otro de los testigos presenciales de aquellos hechos contaba en sus propias “Memorias” episodios nada edificantes sobre el estado de las tropas napoleónicas en aquella retirada: “Nos disponíamos a tomar el camino principal, que no estaba a más de diez minutos de marcha, cuando fuimos rodeados por cinco de esos Alemanes que nos intimaron a que les dejásemos nuestro caballo para matarlo diciendo que nosotros también tendríamos nuestra parte. Dos lo agarraron por la brida, pero Picart, que no tenía paciencia para cosas así, les dijo en mal alemán que si no dejaban la brida, los iba a despedazar de un golpe de sable. Lo sacó de la vaina. Los Alemanes no hicieron nada. (Picart) se lo repitió una vez más. Tampoco respondieron. Entonces aplicó un vigoroso puñetazo a los dos que agarraban la brida, que les hizo soltar la presa y los tumbó sobre la nieve. Me dejó el caballo para que lo retuviese y dijo a los otros dos: “¡Venid si tenéis redaños!””. A lo que Bourgogne añadía, unos párrafos más adelante, una sentencia sobre aquella retirada que aún hoy, doscientos años después, resulta estremecedora: “No sabría relatar todas las penas, miserias y escenas de desolación de las que había sido testigo y en las que tomé parte, así como aquellas que fui obligado a ver y a soportar todavía, y que me han dejado imborrables y terribles recuerdos”…
Y esa fue la clave del éxito de Yvon. El Segundo Imperio, sin dejar de asumir que el primero había sido un fiasco por hechos como esos, galvanizó una exitosa imagen del mismo exaltando lo gloriosa que había sido esa derrota que, de hecho, habría echado las bases para actos tan exitosos como la toma de Malakoff o la batalla de Solferino en Italia. Hechos sobre los que Yvon pintó en su momento sendos cuadros para mayor regocijo del Segundo Imperio francés y de quienes lo apoyaban.
Es así como se crea una imagen que incluso años después de que ese Segundo Imperio haya terminado en otro desastre similar al de Waterloo, es asumida con gusto por el público culto francés de la Tercera República fundada en 1871.
El mismo que lee revistas como “Le Petit Journal” y ahí aprende que los franceses hacen las cosas bien incluso cuando son derrotados -como ocurre con Michel Ney en Rusia- y, al mismo tiempo, otros pueblos supuestamente menos afortunados -como los españoles- son unos vagos a los que, de vez en cuando, por pura carambola, les salen las cosas bien. Como, por ejemplo, cuando se detiene en Barcelona, en las mismas fechas en las que se publica esta reproducción del cuadro de Yvon, una peligrosa célula de terroristas anarquistas. Hecho que sirvió, precisamente, para ilustrar la portada del número de “Le Petit Journal” en cuya contraportada se reprodujo ese cuadro, “El mariscal Ney en la retirada de Rusia”, del que tanto hemos hablado a lo largo de este artículo…
Así se escribió la Historia en la Francia de 1894. Y seguramente, mientras reflexionan cómodamente en sus bien caldeadas casas sobre lo mal que lo debió pasar Ney en aquella gélida retirada de Rusia que ahora ha cumplido doscientos años, mediten también sobre cómo dependiendo del modo, del ángulo, desde el que se cuenta la Historia de determinados países, se condiciona su presente y su futuro. Mediten, sí, sobre lo fácil que es desahuciar y saquear a determinados países -“PIGS”, “periféricos”…- por medio de un timo del tocomocho inmobiliario, o jugando con su deuda soberana, una vez que, desde hace más o menos 120 años, se les ha colgado el sambenito de vagos y maleantes y, paradoja de paradojas, cuadros como el de Adolphe Yvon han hecho parecer -del modo más sutil que se pueda imaginar- que ellos, esos países “periféricos”, y no la Francia de Napoleón y el mariscal Ney, fueron los que perdieron aquellas guerras de hace doscientos años que culminaron en junio de 1815 en una desconocida aldea belga llamada Waterloo…
Mediten, sí, sobre ello y recuérdenlo la próxima vez que les digan eso tan castizo de que la Historia no sirve “para nada” o que hay que recortar unos presupuestos de Cultura e Investigación por recomendación de otros países europeos que -¿apostamos algo?- no tienen la menor intención de hacer eso en sus propios presupuestos por muy buenas razones. Por ejemplo para seguir, de un modo casi orwelliano, controlando el pasado para poder controlar el rumbo del presente y del futuro por medio de artefactos tan complejos y eficaces como los cuadros de Adolphe Yvon.