Por Carlos Rilova Jericó
Estoy seguro de no ser el primero -aunque tampoco el último- que va a cantar las alabanzas de la, de momento, última película de Quentin Tarantino la magnífica “Django desencadenado”.
Por ejemplo ya hace un par de semanas un periodista tan veterano como Carlos Herrera desbordaba su entusiasmo hacia ella en su columna semanal del dominical que se entrega con la edición en papel de este mismo “Diario Vasco”.
Decía Herrera, con un juego de palabras sutil, que “Django desencadenado” le había confirmado que de Quentin Tarantino se podía esperar lo mejor, como él siempre lo había esperado. Lo cual, añadiré, era mucho esperar después de haber visto, por ejemplo, “Malditos bastardos”, la anterior producción de Tarantino en la que se malgastaba, entre otros, el talento de actores y actrices como Brad Pitt o la sin par Diane Kruger y donde se destrozaba la Historia de la Segunda Guerra Mundial en un espectáculo de esos que los franceses llaman “Grand Guignol” y que por aquí todavía solemos calificar con una palabra un tanto anticuada como “astracanada“.
Yo me tuve que arriesgar con ese mal recuerdo cuando decidí ir al cine a machacar algo más de esos cinco euros que hoy tanto cuesta ganar para ver “Django desencadenado”. En efecto, fui allí con miedo a salir de la sala un tanto defraudado con otra salida de carril de Tarantino como la de “Malditos bastardos” que, pese a lo que se dijo, ni era homenaje al estupendo cine bélico sobre la Segunda Guerra Mundial facturado entre los años sesenta y setenta del siglo XX -“La batalla de Inglaterra”, “Un puente lejano”, “La gran evasión”, “Ha llegado el águila”, “El puente de Remagen”…-, ni nada. Salvo un apoteósico alegato antisemita -inutilizado por los propios excesos del guión- y un guiño malvado a otros cineastas “yankees”, especialmente al Steven Spielberg que había firmado “Salvar al soldado Ryan”…
Sin embargo me llevé una agradable sorpresa ya casi desde el comienzo de “Django desencadenado”. Confieso que empecé a respirar aliviado al ver cómo Tarantino homenajeaba, desde el principio de su película, más que correctamente al Spaghetti Western -quizás el mejor Western, como sabrán quienes aprecien producciones como “El bueno, el feo y el malo” o “Hasta que llegó su hora”- no sólo en el nombre de su protagonista, Django, sino también en unos títulos de crédito, una música y unos paisajes que hacen imposible no rendirse a la sensación de estar en el cine muchos años atrás, cuando el gran Sergio Leone llenaba las salas de medio mundo con aquel hoy mítico silbido que arropaba a los ojos inquietos de Clint Eastwood, Lee Van Cleef y Eli Walach cuando llegaba el momento supremo de ver quién desenfundaba el revólver con más rapidez.
A esa primera sensación pronto se sumaron otras que confirmaban, como decía Carlos Herrera, que “Django desencadenado” es una obra perfecta, redonda. Y lo es porque en ella hay algo fundamental, algo que le faltaba a “Malditos bastardos”. Es decir: verdad.
Así es, “Django desencadenado” es una ficción, por supuesto, pero sabe ceñirse a esa verdad fundamental de la que sólo se alimentan las grandes obras de Arte. La verdad fundamental de lo que los anglosajones llaman los “facts of life” -eso que traduciríamos como “cosas de la vida”: el amor, la muerte, la amistad, la venganza que quiere ser Justicia, etcétera…- y, lo que aquí más nos puede interesar, la de los hechos históricos en los cuales se ha basado la acción de la película, que quedan claramente explicitados desde el comienzo de ésta, cuando se nos indica que lo que vamos a ver transcurre en 1858, un par de años antes de que estalle la Guerra de Secesión de la que hablaba, a través del “Lincoln” de Steven Spielberg, la semana pasada.
A partir de ese momento Tarantino nos da todo un recital de la Historia de ese periodo tan significativo para nuestra cultura. Especialmente para los países con guerras similares a la de Secesión norteamericana, como la tercera carlista de 1873-1876.
“Django desencadenado” es, de hecho, una lección de Historia compleja, profunda, detallada hasta la extenuación.
En efecto, Tarantino sabe poner su tan peculiar manera de entender el cine, y las exigencias de un género ya canónico, como el Spaghetti Western, al servicio de esa veracidad que ha hecho de su película eso tan difícil de conseguir como lo es una gran película.
La lista de detalles en lo que esto se revela es abrumadora y, lógicamente, sólo podré mencionar unos cuantos. Los que me han parecido más importantes, más relevantes para los que quieran saber que lo que han visto o van a ver cuando vayan a ver “Django desencadenado” los ha ilustrado, o los va a ilustrar, sobre ese período histórico de la América de la guerra civil entre el Norte y el Sur de Estados Unidos.
El primero de esos detalles gira en torno al comercio de esclavos en esa época y lugar, bien representado por la cuerda de carne humana africana que los dos traficantes con los que se topa el doctor King Schultz -magistralmente interpretado por Cristoph Waltz- conducen a uno de los numerosos mercados de esclavos habituales también en esa época y lugar.
Lo primero que sorprende es que ambos tipos atrabiliarios llevan lámparas de petróleo para iluminarse el camino de noche, que es cuando transcurren esas escenas iniciales de “Django desencadenado”. Ahí Tarantino rompe radicalmente con uno de los tópicos propios del cine Western en el que -como John Wayne y John Ford nos acostumbraron- se puede cabalgar de noche sin necesidad de luz alguna. Una inverosimilitud sobre la Historia de la vida cotidiana de aquella época que sólo el Hollywood de los años dorados se pudo permitir y que Tarantino, con la gozosa desfachatez que le caracteriza, ha desmentido de un plumazo.
La siguiente grata sorpresa para el alumno de Historia que acude a ver “Django desencadenado” con la secreta aspiración de aprender algo sobre aquellos hechos, se da también en esa escena, cuando los traficantes de esclavos se muestran ante el doctor Schultz como lo que son, como lo que eran muchos de esos hombres -minuciosamente descritos en documentos históricos producidos por los que vivieron en esas fechas, caso de las memorias del antiguo esclavo Frederick Douglass-, es decir: un par de paletos ignorantes a los que el pulido y culto inglés del doctor Schultz les resulta casi ininteligible, reclamándole constantemente, y con cara de pocos amigos, que les hable, como dicen ellos, “en cristiano”…
El modo en el que se resuelve esa situación, echando mano de las armas, empleadas con una violencia verdaderamente expeditiva, es igualmente otra pequeña lección de Historia que nos ofrece Tarantino en “Django desencadenado”.
En efecto, la reacción del doctor Schultz en el final de esas primeras escenas es totalmente lógica desde el punto de vista de una sociedad como aquella. Una en la que la ley se portaba colgando de la cartuchera prendida del cinturón por escasez de representantes autorizados de la Justicia que hacía necesario, casi imprescindible, ese lenguaje armado que vemos en pantalla y se atañe a la vieja norma observada en Europa desde la Edad Media por lo menos, tal y como la describe Robert Muchembled en su obra sobre la cultura popular y la cultura de élites en esa época.
A saber: que cualquiera que traspasase el área de seguridad de un individuo -es decir, la que sobrepasaba el alcance de un brazo armado con una espada o una daga- era recibido, automáticamente, con una respuesta hostil por parte del agredido por ese gesto que sólo era aceptable en amigos y familiares.
Esa sutil manera de reconstruir la época y el lugar continúa en las siguientes escenas de “Django desencadenado”. Por ejemplo en la plantación de ese Big Daddy magníficamente interpretado por un hábilmente recuperado Don Johnson, donde el doctor Schultz va a buscar, en calidad de cazarrecompensas, a los hermanos Brittle que Django debe identificar.
Todo en esas escenas vuelve a ser una lección de Historia sobre qué era realmente el “Viejo Sur” de Estados Unidos anterior a la Guerra de Secesión. Un lugar donde la podredumbre moral llegaba a extremos inconcebibles que fueron piadosamente olvidados por obras colosales del cine como, por ejemplo, “Lo que el viento se llevó”. Una sociedad en la que, como recordaban los antiesclavistas “yankees”, el esclavo se degradaba tanto como el amo o los capataces blancos que trabajaban para ese amo, muchas veces indistinguibles de simples criminales como los que exterminan Django y King Schultz en la plantación de Spencer “Big Daddy” Benett.
Algo de lo que da buena prueba el chispeante diálogo protagonizado por Big Daddy, cuando sólo empieza a mostrarse como el perfecto caballero sureño que figura ser en el momento en el que el doctor Schultz dice que está allí para comprarle por una generosa suma uno de sus esclavos, al ordenar entonces a una de sus esclavas que trate a Django -que pasa por sirviente libre de Schultz- no como un blanco de alto rango, sino como a un blanco de rango inferior conocido de ambos. Concretamente un artesano pobre, casi un tonto del pueblo, por lo que se nos da a entender, pero blanco al fin y al cabo, resumiéndonos así la compleja sociología de aquel “Viejo Sur” que dio mucho que hablar a escritores como Faulkner o a historiadores especialistas en el tema como Herbert Aptheker y otros.
Es una escena verdaderamente compleja, más de lo que parece, pues en ella, para el ojo atento, también se revelan sutilmente otros aspectos de aquella sociedad que, insisto, poco tienen que ver con el “Viejo Sur” mitificado por un Hollywood quizás más espectacular pero, desde luego, más gazmoño y menos sincero que el de Tarantino. Me refiero al hecho de que pese a las barreras de clase y color, y del exacerbado odio racial, la mayoría de los habitantes de esa parte de Estados Unidos eran parientes entre sí vía las relaciones de los dueños de plantación con sus esclavas. Una circunstancia jocosamente descrita por el ya citado Faulkner a través de personajes como el insufrible, divertido y revirado Ned McCaslin de la inolvidable “Los rateros”, que no es otra cosa que un sirviente negro de esa familia de antiguos propietarios de esclavos, los McCaslin, de la que se considera, en el Sur de 1905, miembro de pleno derecho y hasta privilegiado.
Tarantino escenifica hábilmente en “Django desencadenado” esa compleja, a veces asfixiante, sociología esclavista y postesclavista a través de ese diálogo casi cómico entre Big Daddy y la joven esclava que éste pone a disposición de Django mientras él habla de negocios con el doctor Schultz. Por su color de piel y la familiaridad con la que la trata entendemos que, tal vez, es hija bastarda suya, como muchos otros de los cuarterones de la finca. Algo simplemente habitual en el verdadero “Viejo Sur”, y que Tarantino parece haber querido subrayar también por medio del apodo del personaje -“Big Daddy”-, literalmente “gran papaíto”, y, en sentido figurado,… otra cosa que ya se figurarán…
Ese sofocante mundo se refleja aún más plenamente en la segunda mitad de “Django desencadenado” en la cual Leonardo Di Caprio y Samuel L. Jackson nos dan todo un recital interpretativo a dos voces, representando, respectivamente, al dueño de la plantación “Candieland” -literalmente “la tierra de Candie”, pero también, en un sangrante juego de palabras, “la tierra de las golosinas”- y al prototípico “negro de la casa” tan bien descrito en las obras del líder radical negro Malcolm X.
Tarantino nos describe el verdadero Sur de 1858 en todos sus aspectos gracias a ellos y a otros personajes de “Candieland” como la señorita Lara Lee, hermana del dueño de la plantación, la mulata amante del mismo, pero sin embargo esclava, o la familia de “basura blanca“ (blancos pobres del Sur sólo un poco por encima de los negros) que actúan como expeditivos capataces de la plantación revólver y látigo en ristre.
Un verdadero “Viejo Sur” en el que resulta abominable, temible, un negro montando a caballo y portando armas, ya sea esos primeros revólveres de cartucho de latón que, según parece, exhiben todos los personajes de la película, o los de carga manual y percusión, mucho más habituales en la época. Uno en el que las “bellezas sureñas” actúan como resignadas alcahuetas de grandes sementales blancos como Calvin Candie o el ya descrito Big Daddy en el trámite de fecundar esclavas, y en el que negros institucionalizados, como el inolvidable Stephen interpretado por Samuel L. Jackson, se revelan como una pieza fundamental del sistema esclavista que los pone por encima de sus congéneres a cambio de algunas sobras de la bodega, el guardarropa y la mesa del amo junto a la que se les permite comer y beber, aunque sea en pie.
De hecho, los detalles sobre esa época y lugar de nuestra Historia común llegan en ese punto hasta extremos verdaderamente sutiles. Como ocurre, por ejemplo, con el nombre de la protagonista femenina, Brunhilda, que es transcrito en los realistas y escalofriantes documentos de venta que vemos en pantalla como “Broomhilda”. Casi con toda seguridad un nuevo guiño de Tarantino a la época. En este caso al hecho de que los esclavos se casaban sólo “saltando la escoba” (“broom” en inglés) en esas plantaciones donde el ser humano era reducido a esos despojos que Django y el doctor Schultz sólo pueden regenerar por medio de la violencia expeditiva, a punta de revólver, tan querida por ese género del Spaghetti Western que Tarantino ha sabido homenajear en “Django desencadenado” sin dejar de darnos una gran lección de Historia.