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Carlos Rilova

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Así (también) se escribe la Historia. El maestro de esgrima y el Museo de Armería de Álava

Por Carlos Rilova Jericó

Una de las veces en las que esta página registró una mayor polémica, en la primera semana del mes de septiembre de 2012, a raíz de la publicación del artículo conjunto “Decidnos ¿quién quemó realmente San Sebastián en el año 1813?”, se acusó a la Asociación de historiadores guipuzcoanos, que, como ya saben los lectores de esta página, es a quién tan dignamente -eso espero- representó cada lunes, de ser una caterva de elitistas que, escudados tras sus títulos universitarios, se arrogaban el poder de decir quién y quién no podía escribir Historia y quién y quién no podía llamarse “historiador”.

A eso respondió el presidente de esta Asociación -uno de los dos “culpables” de lo que había ocurrido con ese artículo- que las cosas no eran así, que nuestras críticas a ciertos libros y personas que se arrogaban a su vez esos títulos de “de Historia” e “historiador” se fundaban no en la presencia o no de un título universitario en esas materias detrás de libro y autor sino de la ausencia en el libro y la persona que lo había escrito de un mínimo de respeto por las normas de trabajo propias de una ciencia como la Historia.

Generosamente también reconocía el presidente de esta Asociación de historiadores “Miguel de Aranburu” que bien podía acreditarse el título de historiador quien aporta algo a nuestra ciencia de acuerdo a esas normas de trabajo científico que, como en todas las demás ciencias, pasan por comprobar tan escrupulosamente como sea posible los datos que se exponen, hacer posible a otros acceder a las fuentes escritas o de otro tipo en las que se ha basado ese o esos trabajos que aspiran a ser calificados como “Historia” y un conocimiento cuando menos prudente de la época que se pretende historiar para evitar caer en el presentismo. Es decir, en el error -deliberado o no- de juzgar el pasado desde nuestra época, que sólo puede ser distinta porque, como dijo David Lowenthal, uno de nuestros colegas norteamericanos -y les recordaba yo la semana pasada- ese pasado, esa materia primigenia de la ciencia que llamamos Historia, es “un país extraño”. Uno en el que las sorpresas están aseguradas y las equivocaciones y juicios erróneos también.

Hoy quisiera dejar más claro aún ese asunto de cómo se escribe la Historia y quién podemos decir que realmente ha escrito, escribe o va a escribir Historia.

Para eso nada mejor que echar mano de un ejemplo práctico. Uno que llegó a mis manos el sábado 16 de febrero a través de una amable invitación de la directora del Museo de Armería de Álava -uno de los mejores del País Vasco, sin duda- para que asistiese a una pequeña conferencia sobre una de las piezas de dicho museo dentro del programa de “la pieza del mes” a través del cual ese museo divulga sus contenidos a la sociedad que lo mantiene, como se suele decir en las películas, “de sus impuestos”.

En cuanto leí en la invitación que esta vez se iba a tratar de uno de los diez sables de Caballería ligera napoleónica -un modelo “Año XI”- naturalmente no me pude resistir.

Allí estuve a las 11 y media de ese sábado para ver cómo un joven maestro de esgrima, Iker Alejo, explicaba toda una serie de cosas sobre esa arma con la que hace ahora doscientos años se escribieron unas cuantas páginas de Historia.

Cosas que yo, como historiador, no sabía, o sólo sospechaba o conocía de oídas, porque nuestra formación de base suele ser -por exigencias del guión, como suele decirse- muy teórica.

Así pude enterarme de cuál era el mejor modo para que los húsares napoleónicos y algunos cuerpos de cazadores a caballo -otra de las élites de la Caballería ligera napoleónica- descargasen un golpe con la mayor efectividad posible sobre los numerosos enemigos que su emperador se había encargado de buscarles desde el año 1804 en adelante.

De ahí también salió enterarme de que el gesto favorito de ese cuerpo de élite -tan dado a la pose enfática, a lo teatral y, en general, a eso que se llama “dar la  nota”- de alzar el sable por encima de su cabeza apuntándolo en vertical hacia el cielo, era de escasa efectividad, comparado con el revés de muñeca dado más o menos desde la altura de la mitad del pecho del húsar  o describiendo un semicírculo después de iniciar la carga disponiendo el sable con el filo vuelto hacia arriba.

Asimismo pude aclarar que las famosas “cadenettes”, las coletas que los húsares se dejaban crecer para cubrir ambos lados de las mejillas hasta que las ordenanzas se lo prohibieron, eran más un adorno simbólico que una verdadera defensa que pudiera servir de algo a la hora de parar el contragolpe dado por un sable de la Caballería enemiga.

También gracias a esa conferencia de Iker Alejo llegué a saber más cosas de la famosa armería Klingenthal, surgida para hacer la competencia a Solingen, y asegurar a los ejércitos franceses armas blancas de calidad, o cómo se puede calcular el equilibro del arma -la que pudimos ver hace ahora dos sábados estaba extraordinariamente bien equilibrada, dando la sensación a la mano de ser más ligera y manejable de lo que podría haberlo sido por su peso real-, o cómo se colocaban en las armerías las sofisticadas empuñaduras de latón que dan a esas piezas un aire muy característico.

Esas fueron algunas de las cosas que aprendieron el sábado 16 de febrero este historiador y muchas otras personas que acudieron allí a instruirse en un conocimiento histórico denso y sofisticado. Desde niños de pocos años, que miraban todo aquello con ojos emocionados -y, seguramente, aprendieron una gran lección de Historia sobre las guerras que nos asolaron ahora hace dos siglos, probablemente lo bastante buena como para no tener ganas de repetirlas-, hasta adultos de todas las edades y condiciones. Todos ellos en un número bastante considerable como para que apenas hubiera sitio en la sala del Museo en la que se dio esa conferencia.

Una que, ante todo, fue una magnífica lección sobre cómo se escribe la Historia y quiénes la escriben. Sobre todo para el historiador que fue un mero testigo de todo aquello y que ahora se limita a ponerlo en conocimiento de todos aquellos a los que pueda -o deba- interesar ese pequeño pero, la verdad, importante asunto de cómo y quiénes escriben -o describen- algo que, realmente, podamos llamar “Historia”.

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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