Por Carlos Rilova Jericó
Esta pasada semana, y sobre todo este pasado fin de semana, se han celebrado los dos siglos de uno de los grandes hitos de este bicentenario de la llamada “Guerra de Independencia”. Es decir, el de la batalla de Vitoria que tuvo lugar en 21 de junio de 1813.
Aquel asunto fue algo verdaderamente complejo desde el punto de vista militar. Se pusieron sobre un terreno muy extenso, de 17 kilómetros de largo -la distancia que hay, aproximadamente, entre La Puebla de Arganzón- y las puertas de Vitoria, unos 70.000 hombres por parte del ejército aliado hispano-anglo-portugués y algo más por parte del ejército imperial francés. Así, el despliegue de esas tropas tuvo que cubrir un vasto terreno caracterizado, especialmente, por la presencia de numerosos puntos cortados por cursos de agua, con el río Zadorra como fuente principal.
En otras palabras mylord Wellington y su Estado Mayor debían resolver como principal problema táctico, aparte del control de las eminencias del terreno, caminos, sendas, formaciones boscosas, etc…, el de los puentes que les permitirían llegar hasta el grueso de las tropas imperiales que se interponían entre ellos y la victoria total.
Bien, no voy a meterme en más detalles sobre esa compleja operación táctica. Se lo pueden explicar mucho mejor historiadores militares como el general Gómez de Arteche, todo un clásico que data del primer bicentenario de esta guerra, o más reciente, y divulgativamente, Emilio Larreina.
Lo que más me importa es que valoremos adecuadamente el hecho histórico que tuvo lugar en Vitoria -hoy Vitoria-Gasteiz- hace ahora doscientos años.
Me consta que entre las actividades programadas para este bicentenario hay algunas en las que se ha dejado caer el adjetivo “decisiva” junto a las palabras “batalla de Vitoria”.
Desde el punto de vista del historiador -desde el que siempre se escribe esta página-, eso, quizás, es una exageración de lo más extemporánea, que nos habla de los errores que se suelen cometer habitualmente en este tipo de conmemoraciones históricas.
No cabe duda -me remito otra vez a los autores ya citados para la cuestión de los detalles- que hace ahora doscientos años, en Vitoria, hubo una batalla formidable. Tan formidable como lo pudo ser la de Bailén o Waterloo, por sólo poner dos ejemplos.
Una que incluso, cuando se supo de ella, atrajo la atención de nada más y nada menos que Ludwig Van Beethoven, que le dedicó una composición musical, pero, sin embargo de todo esto, como ya les adelanté la semana pasada, en el primer artículo de esta serie sobre el Bicentenario de la Guerra de Independencia, que debe acabar el 9 de septiembre, Vitoria fue sólo uno de los acontecimientos que tienen lugar durante una larga y durísima campaña -la penúltima de las guerras napoleónicas-, que empieza un 26 de mayo de 1813 en Salamanca y acaba sólo en la ciudad francesa de Tolouse en abril de 1814.
Desde el punto de vista estrictamente histórico, es decir, el de personajes como el general Álava, Longa, el general Foy, el general Clauzel, lord Wellington o, sin ánimo de agotar la lista, el general Mendizabal, lo ocurrido en Vitoria el 21 de junio de 1813 es una gran victoria que desbarata a un ejército imperial en franca retirada, que retrocede a marchas forzadas, y que demuestra en esa vasta operación, resuelta en apenas un día -el 21 de junio- su estado de declive -subrayado por Gómez de Arteche en su vasta obra-, incapaz de plantear una batalla con posibilidades de éxito que permita a Napoleón ganar más tiempo para rehacerse y retrasar lo que ya entonces parece inevitable. Es decir, la quiebra definitiva del Primer Imperio francés.
Sin embargo, esos mismos personajes históricos, y muchos otros implicados, a miles, en ese acontecimiento, saben perfectamente que esa batalla no ha sido decisiva. O no lo va a ser al menos hasta que se tome todo el territorio alavés, navarro y guipuzcoano que se extiende entre el perímetro de Vitoria, el Bidasoa y los Pirineos.
Los soldados que no estaban saqueando el llamado “equipaje” del rey José, pudieron pasar por unas horas de euforia al saber que habían sobrevivido a una gran batalla, otra más, pero como veteranos de esa que los británicos llaman “Guerra peninsular”, sabían que en cualquier momento las tornas se podían volver, de nuevo, en su contra. Los cuatro años anteriores se había repetido siempre, o casi siempre, el mismo esquema: una o varias grandes batallas ganadas, un avance hacia el Norte de la Península, un contraataque francés y una nueva retirada a las posiciones de origen del ejército hispano-anglo-portugués, quedando el territorio ocupado en manos de unas tropas napoleónicas hostilizadas de forma continúa -pero no decisiva- por tropas locales organizadas a partir de las guerrillas de primera hora de los años 1808, 1809, 1810…
Caso, por ejemplo, de las unidades ligeras bajo mando de Gaspar de Jauregui, organizadas en los batallones guipuzcoanos 1, 2 y 3, que forman la sección guipuzcoana del Cuarto Ejército español, o los húsares de la División Yberia bajo mando del vizcaíno Francisco de Longa.
El 21 de junio de 1813 Wellington logra romper, por primera vez, esa especie de maldición que le impide avanzar sobre el Camino Real -la actual N-1- más allá de territorio castellano, apoderándose así de la arteria principal que mantiene comunicado el frente peninsular -en el que Gran Bretaña arriesga el todo por el todo, invirtiendo miles de libras y el grueso de sus ejércitos- con el corazón del Imperio napoleónico.
Vitoria es el lugar en el que ocurre ese hecho fundamental. Sin embargo, como decía, mylord Wellington tenía desde la noche del mismo 21 de junio de 1813 aún una ardua tarea por delante: llegar al mar y conquistar todo el territorio ante él -hablamos de muchos kilómetros como bien sabemos-, evitando que las tropas francesas se reorganizasen y se hicieran fuertes para poder esperar un nuevo contraataque. Uno que se daría en cuanto Napoleón se reorganizase, a su vez, diplomáticamente y, de rechazo, militarmente, explotando a fondo sus victorias de Lützen y Bautzen mientras, como nos recuerda Dominique de Villepin en su obra “La chute”, ocultaba a los austriacos lo ocurrido en Vitoria para evitar que se formase una nueva coalición en el Norte de Europa, que lo pondría en serio peligro. Justo lo que, en definitiva, ocurrirá, en otoño de ese año de 1813, cuando sea derrotado en la llamada batalla de las naciones, en Leizpig.
Un último golpe que venía a rematar todo lo que había ocurrido en la Península tras la batalla de Vitoria en 1813. A saber: la ofensiva a marchas forzadas sobre territorio guipuzcoano dirigida por Francisco de Longa y sus Húsares de Yberia sobre la actual N-1 y por el segundo de Wellington, el general Thomas Graham, que caen como un verdadero rayo sobre la retaguardia del ejército imperial. Ese mismo que se retira casi presa del pánico desde las afueras de Vitoria. Una operación fundamental que desbarata la línea de resistencia que generales como Maximilien-Sébastien Foy tratan de organizar allí. Por ejemplo en puntos tan a propósito como los lugares que Napier -testigo e historiador de esos hechos a un mismo tiempo- llama “Veasaya” y “Villarreal”, respectivamente las actuales Beasain y Ordizia. Algo que, con muy buen criterio, recordó este mismo 21 de junio de 2013 la Sociedad de Ciencias Lemniskata con una doble conferencia.
De ahí, en apenas dos días esas tropas de vanguardia, unidas a las que avanzan desde Galicia, Santander… y han entrado ya en territorio guipuzcoano desde la derrota francesa del mismo día 21 de junio, deberán plantear una nueva y dura batalla en Tolosa, desalojando al general Foy de esa villa amurallada y reforzada con numerosos blocaos desde el principio de la ocupación.
Tras la retirada de Foy de ese punto entre el 25 y el 26 de junio, la matanza continuará en el camino a Hernani y San Sebastián, persiguiendo las tropas aliadas a un ejército que se bate en retirada. Es decir, disputando en pequeños combates cada palmo de terreno. No por obstinación, no por eso que algunos llaman “honor militar” (o no sólo por eso), sino por razones tácticas fundamentales.
Es decir, para retrasar en todo lo posible el avance aliado, para desvirtuar así la victoria de Vitoria, dando tiempo a que se reorganicen las tropas imperiales. Primero en San Sebastián y después al otro lado del Bidasoa para, naturalmente, lanzar un nuevo contraataque que arruine esta nueva ofensiva de Wellington de la primavera de 1813, que bien podría haber acabado como todas las anteriores.
La batalla de San Sebastián y la de San Marcial, que sólo se deciden más de dos meses después de la victoria de 21 de junio de 1813, el 31 de agosto de ese mismo año, deberían llevarnos a reflexionar sobre lo que realmente ocurrió en territorio guipuzcoano y alavés hace ahora doscientos años y sobre cómo debería ser conmemorado. Desde luego la actual descoordinación entre las principales poblaciones implicadas en esa penúltima campaña no parece el camino correcto.
Esa circunstancia tan poco afortunada, de momento, sólo nos muestra cómo la Historia, que es lo que se supone deben recuperar estos centenarios, puede acabar absolutamente desvirtuada, irreconocible para aquellos que fueron sus protagonistas.
Por ejemplo, para aquellos soldados vencedores de la batalla de Vitoria que, seguramente, debieron sentir un gélido espasmo en el fondo de sus ya muy castigados estómagos -por las marchas forzadas, por la mala comida, por el miedo…- cuando oyeron redoblar los tambores de sus regimientos y oyeron decir, por enésima vez, a sus oficiales y suboficiales, “¡marchen!”. Marchen hacia una nueva escaramuza, un nuevo combate, una nueva batalla, en fin, hacia una nueva ocasión a la que tal vez no sobrevivieran para ver por el suelo las insignias imperiales de aquel Napoleón Bonaparte que le había amargado la vida, a un buen número de ellos, durante muchos años.
Son hechos fundamentales como esos los que deberíamos tener presentes cuando nos preguntemos qué es lo que vamos conmemorando en este año de 2013 y que es lo que, en definitiva, deberíamos recordar, convertir en Historia.