Comentarios sobre una reciente novela histórica. Los lansquenetes del rey de Navarra también eran lansquenetes | El correo de la historia >

Blogs

Carlos Rilova

El correo de la historia

Comentarios sobre una reciente novela histórica. Los lansquenetes del rey de Navarra también eran lansquenetes

Por Carlos Rilova Jericó

(Debido a los problemas técnicos sufridos por esta entrada entre el día 16 y el 18 de septiembre que hicieron imposible visualizarla correctamente, se mantendrá este artículo hasta el próximo lunes día 30, en que se renovará el contenido de la página como viene siendo habitual )

Este fin de semana se ha vendido por el País Vasco y Navarra a un precio bastante asequible una novela de esas que llevan el adjetivo de “histórica”. El periódico que la ha promocionado, “GARA”, que el que esto escribe suele leer de vez en cuando, como es deber de todo buen historiador, le ha dado un impulso publicitario importantísimo, durante cerca de quince días, destinándole un espacio realmente destacado (y caro).

La novela en cuestión, firmada por un autor, Pello Guerra, ya con varios títulos en el mercado, se titula “El libro de la Navarra perdida”.

Suelo ser lector bastante voraz de libros así, por razones profesionales pero, claro, de éste lo único que sé es lo que el periódico que lo promociona contaba en su publicidad -que el Papa reinante en 1559 pedía a Felipe II que devolviera el reino de Navarra a los herederos de la casa de Albret- y lo que el propio autor contaba en una entrevista que le hacía ese diario, GARA.

La impresión que yo saqué de todo eso, como historiador, que, se lo crean o no algunos lectores de esta página, es a título de lo que siempre escribo en ella, es que, como suele ocurrir a menudo con las novelas llamadas “históricas” -de toda laya y condición y linaje político- sus lectores van a salir con ideas un tanto confusas sobre el tema del que van a leer.

Sólo para empezar el autor de “El libro de la Navarra perdida” planteaba que el eje de la acción de la misma, es decir, la posible devolución de la Alta Navarra -es decir, la actual comunidad foral de Navarra- a los herederos de la dinastía Albret por parte de la casa Austria -que la había recibido en herencia del maquiavélico Fernando el Católico tras la conquista de 1512- hubiera cambiado la Historia, dando lugar a un, al parecer, idílico reino de Navarra que, como dijo en cierta ocasión Shakespeare -fuera quien fuera el o los, o las, que se ocultaban tras ese curioso apellido- hubiera sido “la maravilla del Mundo”.

“I tant”. Y tanto que lo hubiera sido, como dirían los catalanes que esta última semana también han andado algo revolucionados mirando hacia una Historia con la que no terminan, algunos de ellos que no todos, de estar en paz.

Pues sí, esa Navarra que intuye Pello Guerra en su nueva novela hubiera sido, tal y como él la describe, una auténtica maravilla para el resto del mundo del año de 1559.

Entre otras razones porque el autor, al menos por lo que da a entender en su entrevista, se sitúa fuera del espacio histórico real en el que debería estar ambientada esa novela.

Hablo, una vez más, como historiador. Lean tranquilamente, si quieren, esa novela, “El libro de la Navarra perdida”, pero háganme caso sobre la seriedad con la que se han de tomar lo que, al parecer, van a leer en ella.

Empecemos por algunos detalles históricos que, parece ser, el autor pasa por alto para escribir “El libro de la Navarra perdida”.

El primero que antes de 1559 ya había habido varios intentos de arreglar ese tema. Ninguno de ellos insólito para una época en la que las élites que controlan ese estrecho mundo, familias como los Albret, los Jagellón, los Tudor, los Valois, los Austrias…, eran tan capaces de envenenar a alguien o liquidarlo haciendo que pareciera un accidente (de caza por ejemplo), como de, en viendo la sombra alargada de la Muerte, dejarlo todo, encerrarse en un convento y rezar, hasta la extenuación, por la salvación de su alma pecadora que, en su caso, no era precisamente un decir.

Es lo que, en cierto modo, le pasó al emperador Carlos V, nieto de aquel Fernando el Católico que en 1512, y con la inestimable ayuda de su yerno Enrique VIII Tudor, defensor de la Fe, rey de Inglaterra, Gales, Irlanda y Francia (estos últimos títulos más teóricos que reales), se apoderó de la Alta Navarra, con todas la bendiciones de ese mismo Papado que en 1559, de buen rollo, por así decir, como nos cuenta al parecer Pello Guerra, pedía que se devolviera ese reino a los Albret o a sus herederos.

La Historia es de lo más sabrosa. Sobre todo por la actitud que tomaron en ese negocio los propios herederos de los Albret, comportándose como lo que en realidad eran: príncipes del Renacimiento que se medían no por su bondad, maldad o sentimientos filantrópicos hacia determinadas poblaciones -por ejemplo los pastores de Roncal o los baserritarras de las Malloas- sino por el poder militar -y de rechazo diplomático- que podían arrojar sobre el tapete de aquella Europa que el gran Erasmo de Róterdam describía crudamente en muchas de sus obras. Esas en las que habla de hordas de despiadados mercenarios -los peores los lansquenetes alemanes- al servicio de príncipes cristianos que no tenían reparo, además, en poner nombres de santos a los cañones con los que se asesinaban mutuamente en los múltiples campos de batalla improvisados sobre el viejo continente.

A eso hay que sumar que a Carlos V, muy avejentado a sus apenas cincuenta años, le dio por arrepentirse de su imperial vida y tuvo cargo de conciencia con el tema de la Navarra heredada de su corrosivo abuelo, Fernando el Católico. Lo contó ya hace bastantes años M. Mignet, uno de esos historiadores de mediados del siglo XIX que tenían la manía de hacer obras monumentales sin las que luego no se habría podido escribir más Historia. En este caso la obra se titulaba “Charles quint: son abdication, son séjour et sa mort au monastère de Yuste”. Fue publicado en 1854 por Paulin, L´Hereux y compañía en la calle Richelieu número 60 de París.

El volumen que yo manejé era de un ilustre donostiarra, el duque de Mandas, que lo compró en París, apenas salido de la imprenta, y hoy es parte de los fondos de la biblioteca central de esa ciudad por donación del citado duque a su muerte en 1917.

Bien, volviendo al centro del asunto, Mignet decía entre las páginas 150 y 152 de ese libro que el maltratado Carlos V recibe en su viaje a través de España, camino de su retiro en Yuste, una curiosa visita cuando él y su comitiva están en Burgos, en el otoño de 1556.

Se trataba del duque de Alburquerque, el hombre al que Carlos había nombrado virrey de la Alta Navarra, y traía una propuesta de otro hombre llamado Ezcurra, agente de la casa de Albret y sus herederos y encargado de negociar, como tal, con Alburquerque para lograr lo que esa casa pretendía desde 1555 al menos: que los Austrias devolvieran las cinco merindades navarras al sur de los Pirineos. Es decir, la actual Comunidad Foral de Navarra.

La propuesta de Ezcurra en ese otoño de 1556, que también lo era de la vida del césar Carlos V, puede resultar insólita para los que creen aún en buenos y malos y reyes filántropos que sueñan con inverosímiles “estados vascos”.

Los Albret y sus herederos se ofrecían en 1555 a cambiar esa Alta Navarra conquistada en 1512 por Fernando el Católico y un buen número de vizcaínos, guipuzcoanos y otros súbditos de Castilla, amén de la bazofia habitual contratada como mercenarios en Suiza, los estados alemanes, Italia, etc…

Los términos del intercambio propuesto por los Albret y sus herederos, tomen nota, eran que se les diera, a cambio de esa alta Navarra, el Milanesado, que ellos erigirían en reino de Lombardía, y se comprometían -tomen nota, otra vez- a convertirse en aliados -“confederados” dice Mignet- perpetuos del emperador y su hijo Felipe -herederos los dos, no lo olvidemos, del maquiavélico Fernando el católico-, ofreciendo 5000 hombres de Infantería, 500 de Caballería ligera, 200 zapadores, 2000 tiros de bueyes y 20 piezas de Artillería de diversos calibres. Eso además de dar como garantía la fortaleza de Navarrenx y al heredero de la casa, el futuro Enrique IV de Borbón, para que el imperio de los Austrias hiciera con todo ello lo que bien le pareciera.

Por ejemplo seguir ocupando la Alta Navarra con total comodidad y aquiescencia de gran parte de la nobleza de ese viejo reino que parecía estar muy contenta con ese cambio de dinastía, incluso desde 1512 o antes, cuando se intrigaba para preparar la invasión y expulsión de los Albret…

La cosa evidentemente no prosperó o Pello Guerra hubiera escrito una novela diferente. O ninguna en absoluto. Al menos sobre ese tema.

El derrotero que tomaron los acontecimientos fue diferente. Los Borbón, herederos de los Albret, demostraron ser unos príncipes renacentistas verdaderamente avezados. Rechazada esa generosa oferta, mostrándose inútil esa mediación papal de 1559, optaron por medidas drásticas. Esto es, convertirse en reyes de Francia, aparte de lo que quedaba de Navarra -título que siempre mantendrán hasta el siglo XVIII- y desde allí iniciar una vasta intriga que acabó no sólo por devolverles la Navarra perdida, sino que les llevó a formar una superpotencia temible desde el año 1700 en adelante. Una en la que los pobres desheredados, o casi, de 1556, se convertían en dueños de los tronos de Francia, de España y de su imperio transatlántico -incluida en ese lote la Alta Navarra perdida en 1512- y la mayor parte de esa Italia de la que en 1556 sólo pedían un pequeño pedazo para fabricarse otro reino…

Ya ven, qué clase de gente eran. Sin duda, como les decía, príncipes renacentistas que movían, sin apenas escrúpulo alguno, sobre el tablero de la turbia Europa del siglo XVI, poblaciones enteras con las que no les unía vínculo emocional -menos aún “nacional”- alguno y bandas de criminales armados y estructurados militarmente, generalmente conocidos como lansquenetes, que constituían la columna vertebral de esos ejércitos con los que conseguir aquello que se proponían. Simples mercenarios que no sabían nada salvo que, por medio de un contrato firmado, matarían a quien se les pusiera por delante. Hoy campesinos extremeños armados con partesanas y movilizados en los ejércitos del rey de las Españas, mañana pastores de la cuenca de Pamplona convocados al apellido para defender a los Albret, a los Borbón, o al señor de turno…

Lean, pues, “El libro de la Navarra perdida”. Pero lean también, por ejemplo, “De crónicas y tiempos británicos” del historiador Julio- César Santoyo. O escuchen una de esas piezas de música de esa época llamadas “Battaglia”. Esas en las que los instrumentos destinados a regalar los oídos de la nobleza y realeza europea del siglo XVI simulan el ruido de una batalla para que aquellas criaturas, casi inhumanas para el 90% de sus súbditos y vasallos, pudieran divertirse bailando. Déjense llevar por esos atronadores tambores y esos desafiantes saquebutes o trompetas naturales que simulan los clarines con los que se convocaba a los coloridos y flamantes ejércitos de aquellos príncipes, los Albret, los Jagellón, los Tudor, los Austrias… a la siguiente batalla, a la siguiente matanza.

Imaginen bien qué era aquello. Nada que se parezca a lo que ustedes conocen hoy día. Nada que ver con príncipes filantrópicos y benefactores de una supuesta nacionalidad que no es consciente de existir hasta finales del siglo XIX. Diga lo que diga cualquier novela que aspira al adjetivo de “histórica”.

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


septiembre 2013
MTWTFSS
      1
2345678
9101112131415
16171819202122
23242526272829
30