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Carlos Rilova

El correo de la historia

Europako Tiranoa akabatu!. ¡Abajo el Tirano de Europa!. ¿Por qué luchábamos hace dos siglos? (Leipzig, 1813-2013)

Por Carlos Rilova Jericó

No ha tenido mucho eco en la prensa, pero ahí ha estado. Ha ocurrido en Leipzig una bella, según me han dicho, ciudad alemana de lo que una vez fue esa contradicción en términos, aquel estado policiaco que, sin embargo, insistía en llamarse, y ser llamado, república democrática alemana. Lo que más vulgarmente se conocía hasta el otoño de 1989 como RDA o Alemania del Este.

Esa ciudad, Leipzig, fue el hábitat natural de uno de los mayores pensadores europeos, Gottfried Wilhelm Leibniz. Empelucado caballero digno de la corte del rey sol, que dedicó su vida, entre finales del siglo XVII y principios del XVIII, al cálculo infinitesimal, a las máquinas de calcular, a educar princesas y, entre otras cosas, a determinar que este Mundo, con todos sus horrores e injusticias -quizás más en 1693 que en 2013-, era el mejor de los mundos posibles, pues en la mente de Dios no existía la posibilidad de crear un mundo complejo con menos contradicciones y sinsentidos aparentes vistos desde la corta perspectiva humana. Algo que a muchos les pareció de lo más conveniente y convincente y a otro, un tal Voltaire, le dio combustible para su corrosiva pluma, creando una caricatura del eminente Leibniz llamada doctor Pangloss, que no hacía más que repetir esa máxima tan rotunda sobre “el mejor de los mundos posibles” mientras era gravemente vapuleado allí por donde pasaba.

Aparte de eso, algunos años después de que ambos filósofos dejasen ese mundo perfecto para uno y bastante malvado y absurdo para el otro, tuvo lugar en Leipzig una espectacular batalla que ha sido reconstruida a lo largo de esta semana con bastante estruendo, reuniendo cerca de 6000 participantes en el evento. Entre ellos algunos del regimiento napoleónico 34 de línea de Tolosa.

El asunto en cuestión, esa batalla, tuvo lugar entre el 16 y el 19 de octubre del año 1813. Es decir, ahora mismo hace dos siglos, día arriba, día abajo.

Aquella batalla fue importante porque, al fin, los imperios del Este de Europa, el ruso y, sobre todo, el prusiano y el austríaco, lograron sacudirse de encima el pesado manto de miedo que les había oprimido desde la victoria de Wagram con la que Bonaparte se convierte en  árbitro de Europa hasta, al menos, el otoño de 1812, cuando deja en evidencia su debilidad tras la desastrosa campaña rusa en la que pierde lo más granado de sus ejércitos.

En efecto, la llamada “batalla de las naciones” en Leipzig confirmó lo que todos sospechaban y temían no fuera cierto: que Napoleón, el gran genio militar, estaba acabado, que era posible derribarlo de su pedestal.

El vitriólico canciller Metternich se lo dijo claramente cuando el emperador se entrevistó con él en el verano de 1813, para tratar de convencerle de que en España no había novedades dignas de mención y de que sus dos victorias en Lützen y Bautzen eran tan sólidas como las de Marengo, Austerlitz, Wagram…

Nuestro colega historiador Dominique de Villepin -lamentablemente más conocido por sus agarradas políticas con el marido de Carla Bruni- lo recoge muy bien en su obra “La chute”, que trata, precisamente, sobre la caída del imperio napoleónico.

Describe Villepin en ese libro una venenosa reunión entre el emperador y el canciller austríaco el 26 de junio de 1813, en la que Bonaparte trata de asegurarse de que los austríacos no se sumaran a la coalición de prusianos y rusos. Los argumentos que utilizará son desdeñados por Metternich con un lenguaje tan agudo como despectivo. Según parece, cuando Napoleón alardeó de sus victorias recientes, el canciller austríaco le señalará que ha visto a sus bravos soldados y no son nada más que adolescentes. Es decir, los últimos hombres vivos en Francia capaces de portar un mosquete y formar en línea de batalla. Unos efectivos que, cuando desapareciesen en los sucesivos enfrentamientos que se arriesga a mantener Napoleón, no podrán ser reemplazados… Crítica situación que Metternich dejará aún más clara a un cada vez más disgustado Napoleón, señalándole, al despedirse, estas contundentes palabras: “Estáis perdido, Sire, lo he presentido al llegar y ahora, al dejaros, me voy convencido”…

Una convicción que, como nos cuenta el mismo Villepin, Napoleón no quiso asumir, desoyendo a todos los que en su entorno le pidieron que reconociera su crítica situación y buscase un acuerdo pacífico. Cosa que, por supuesto, no hizo, repartiendo, como tenía por costumbre, desdén y malas palabras a todos los que le sugerían tal cosa, incluso a sus oficiales de mayor confianza.

Todo eso desembocó en esa monumental batalla que se ha reconstruido con todo lujo de detalles, al parecer, esta última semana. Una en la que, del 16 al 19 de octubre de 1813, Napoleón pudo convencerse de la certeza de las palabras de Metternich al enfrentarse a la aplastante superioridad de tres grandes ejércitos -ruso, prusiano y austríaco- con sus cada vez más mermadas e irremplazables fuerzas.

Otra de las hecatombes habituales en la Historia de Napoleón que, sin embargo, ya había podido darse por perdido, o casi, más de un mes antes.

Efectivamente. Es posible que las noticias de lo que ocurría en España hubiesen sido más o menos interceptadas antes de llegar a manos de los austríacos, o los rusos, o los prusianos. Sin embargo, Leipzig sólo confirmaba y agravaba otros hechos que, ocultos o no, ya habían demostrado, de modo bastante contundente, que el imperio flaqueaba, que el pedestal de Napoleón se resquebrajaba por momentos.

En efecto, tropas de la gran coalición contra Napoleón ya habrían entrado, según algunos documentos, en el corazón del imperio desde la tarde del 31 de agosto de 1813, tras la batalla de San Marcial en la que el mariscal Soult había perdido su última oportunidad de recuperar la arteria vital para el dominio de la Península, cazando, además, al ejército aliado anglo-hispano-portugués en un terreno de difícil maniobra, envolviéndolo entre sus tropas y las guarniciones de San Sebastián y Pamplona.

Así es. La hoja de servicios del futuro mariscal de campo Gaspar de Jauregui vendría a demostrar que desde ese mismo día, el 31 de agosto de 1813, se habría perseguido a la retaguardia de Soult por parte, al menos, de las tropas guipuzcoanas integradas en el Cuarto Ejército español, hasta las afueras de Bayona. Un bonito número de kilómetros desde la frontera del Bidasoa que, recorridos por tropas aliadas, indicaban que los enemigos del imperio no estaban sólo a las puertas, sino que las habían abatido y entrado en él, mostrando ante los ojos de muchos franceses -me expreso, por supuesto, en términos de 1813- que tropas españolas -pese a ser casi monolingües en euskera, las de los batallones guipuzcoanos-, estaban ya hollando suelo imperial, persiguiendo a descargas de fusilería a la cada vez más desorganizada y delgada línea azul del ejército de Soult.

Algo que quedaría confirmado poco después por lo que el historiador irunés Ramón Guirao llamó en una de sus obras “el paso del Bidasoa”. Emplazamiento fluvial donde, como nos dicen algunas fuentes británicas de la época, tendrá lugar una pequeña batalla en los vados de ese río el 8 de octubre de 1813. Casi diez días antes de que empiece la batalla de Leipzig, sellando así, ya casi definitivamente, lo que habría anunciado esa primera incursión de tropas como las de Jauregui a partir del día 31 de agosto.

Hoy puede que no lo percibamos, o que lo hayamos olvidado, pero gracias a hechos como esos, hace doscientos años, miles de hombres, sucios, harapientos, cansados por meses de una dura campaña, famélicos…, empezaban a ver cumplido su sueño de acabar con el que para ellos había sido el Tirano de Europa, entrando, como una riada, en la guarida de aquel ogro corso, consiguiendo con una verdadera obra maestra de la estrategia y la logística -basada en el control de la plaza fuerte de San Sebastián, su bahía -un detalle que se suele pasar por alto- y el puerto de Pasajes, que los ejércitos vencedores en Leipzig asestasen el golpe definitivo avanzando hacia París.

Gran maniobra realizada desde el Norte y desde el Sur de Francia que, sin embargo, tendrá que esperar hasta derrotar la desesperada resistencia -similar a la ofrecida por los nazis en 1945- que los cada vez más raídos ejércitos napoleónicos sostendrán hasta abril de 1814.

Algo que, sin duda, debería ayudarnos a hacernos una idea más exacta de quién era Napoleón -más allá de los cuadros que le pintaba David- y por qué luchaban contra él hace dos siglos soldados con apellidos como Jauregui, Mendizabal, Goicoechea… que no cejaron hasta llegar a las puertas de Toulouse, acorralando a lo que ya eran las últimas tropas combatientes de un imperio ya desvanecido pero formidable hasta casi ese mismo día.

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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