Por Carlos Rilova Jericó
Este nuevo correo de la Historia empezó a fraguarse entre el miércoles y el viernes de esta pasada semana. Fue entonces cuando saltó a las pantallas la noticia del que ahora se conoce como “doble crimen de Zamora”.
Por si no se han enterado del asunto les diré que detrás de ese titular hay dos personas, una mujer de origen dominicano, joven, de 32 años, y su hija, de 9.
Según todos los indicios disponibles las mató el antiguo compañero sentimental de la madre. Después, para ocultar el delito, parece ser que las arrojó a un pozo donde sus cuerpos fueron encontrados por la Guardia Civil.
El modo en el que la abuela y madre de las dos asesinadas en Zamora contó cómo eso había llegado a ocurrir es lo que me ha llevado a escribir este nuevo correo de la Historia.
Ella, la madre y abuela de las víctimas, salió en los principales telediarios del jueves llorando, como no podía ser de otro modo, y arrojando a las ondas palabras que eran verdaderos mazazos. Decía que era aún más culpable del crimen no el asesino directo, sino el juzgado -el de Plaza de Castilla, en Madrid- donde ella había denunciado la cadena de amenazas, abusos, malos tratos, etc… que, tal y como temía, acabaron en el asesinato de su hija y de su nieta.
El viernes la cosa tomó un peor cariz aún. Sólo Telecinco, como les decía, seguía haciéndose eco del caso en su telediario matinal, volviendo a entrevistar a la abuela y madre de las dos víctimas. La razón para hacer tal cosa, al parecer, era que el Juzgado ya había manifestado que no se atendió la denuncia porque la letra de la misma era ilegible…
Los reporteros de Telecinco demostraban, sin embargo, que la letra de la denunciante era perfectamente legible -doy fe de ello- y su número de móvil también era perfectamente legible…
No sé por dónde evolucionará la cosa pero, en base a los datos de que dispongo ahora, estos que les he resumido, llevo desde el miércoles sin poder quitarme de encima la imagen de la China de hace cien años y su gobierno de funcionarios y burócratas.
Verán, se trataba de un país totalmente, o casi totalmente, anquilosado. Por diversas razones, pero, entre otras, por estar regido por una casta funcionarial que, quizás, ha sido la más perfecta -lo cual no quiere decir que fuera buena- que ha conocido la Humanidad.
Desde el siglo VII de nuestra era y hasta 1905, ese Imperio pasó a ser regido por funcionarios que se abrían paso hasta la cúspide del gobierno por medio de un complicado sistema de exámenes.
Fundamentalmente dichas pruebas -que son una constante en la Literatura china de esos siglos y aún en la posterior, reflejo de una verdadera obsesión- trataban de determinar hasta qué punto el aspirante conocía la fórmula de gobierno que se llevaba aplicando en el Imperio desde tiempo cada vez más inmemorial. A saber: un conglomerado de filosofía confuciana y taoísta, Historia, Literatura, Leyes…
El tipo humano que salió de ese método de selección era un individuo que creía vivir en el centro del Mundo -eran los demás los que estaban equivocados, por ejemplo los europeos-, estático, carente de dinamismo -como lo demostraban sus complicados ropajes-, sumiso con los fuertes -como se ve, sobre todo, desde el siglo XVII en adelante, en la adopción de la coleta que debían lucir todos los chinos por imposición del invasor manchú- y lo que era aún peor: perfectamente corruptible -busquen información sobre la Guerra del Opio- e incapaz de hacer nada que no estuviese en el temario de la oposición que se habían empollado durante años.
Bueno, el resultado de ese bello monstruo burocrático aún lo estamos viendo. Un país gigantesco que se consideraba -y no sin razón- el origen de la civilización frente a los “bárbaros rojos” (es decir, nosotros, los occidentales) acababa en 1914 puesto de rodillas frente a las sociedades occidentales u occidentalizadas como era el caso de Japón. Puede que los “bárbaros rojos” no supiéramos nada de Confucio, o de tocarse las narices cultivando unas uñas de tamaño kilométrico que, evidentemente, incapacitaban para escribir a su feliz dueño -generalmente un altísimo funcionario del Mandarinato que así se distinguía de los subalternos-, pero habíamos inventado versátiles armas de tiro rápido que desde la cuarta década del siglo XIX barrieron -apenas sin esfuerzo- las ridículas fuerzas de Artillería chinas. Poco más que unos tubos montados sobre plataformas fijas que podían hacer, a lo sumo, un disparo frente a la Artillería naval europea, que efectuaba fuego, servida por artilleros expertos, varias veces en un lapso de poco minutos.
Hoy parece que, tras cien años, China ha resuelto el problema, pero lean, lean sobre su Historia reciente y extraigan conclusiones sobre lo que cuesta sacar del atolladero a un país atascado por un gobierno de inútiles funcionarios que sólo aspiran a perpetuar un sistema igual de inútil.
El doble crimen de Zamora es toda una advertencia de lo que le podría pasar -o ya le está pasando- a España -una de las principales economías de la Unión Europea- en estos momentos, regida por funcionarios de carrera metidos, como en la China imperial, a gobernantes. Unos que se quedan tan tranquilos diciendo que van a aplicar la Ley -es decir, el temario con el que se sacaron la oposición- cuando se ven ante un problema de Política (por ejemplo la secesión catalana). Es como para echarse a temblar si aplican dicha ley con la misma eficacia con la que la han aplicado otros funcionarios. A saber: esos que no fueron capaces de leer el número de móvil de una preocupada anciana y archivaron su denuncia sin mayor esfuerzo.
Esos temblores se acrecientan si consideramos que la alternativa a semejantes mandarines parece ser, hoy por hoy, un partido -Podemos- cuya cúpula esta compuesta, única y exclusivamente, por otros funcionarios cooptados dentro de un único departamento universitario y a los que, de momento, aún estoy por oír que, entre las muchas reformas que dicen ir a aplicar, está la tan esperada de la Universidad española -que lleva treinta años pendiente- para limpiarla de sus evidentes vicios, muy similares, a veces, a los del mandarinato chino. Los mismos que la han situado en la cola de todas las del mundo occidental.
Sin duda un funesto panorama para millones de personas: trabajadores emigrantes, empresarios, profesores y funcionarios eficaces (que también los hay), etc…
Como se supone que yo escribo desde la Historia, desde una tribuna científica, no debería tomar partido ni opinar subjetivamente frente a cuestiones como éstas, aunque, como habrán visto, son hechos devenidos de la Historia y me afectan personalmente como ciudadano de un país metido en una deriva preocupante.
Aún así me atendré a las normas y, en efecto, no voy a opinar sobre esto, por difícil que resulte. Me voy a limitar a recomendarles que mediten sobre una de las lecciones de otro historiador, E. H. Carr, cuyo libro “¿Qué es la Historia?” nos hacían leer en el primer año de Facultad.
Carr, prototipo de profesor inglés del triángulo Londres-Oxford-Cambridge a pesar -o precisamente a causa de- sus veleidades marxistas, decía que Napoleón o Cromwell -es decir, cualquier líder carismático, tirano o mesías que haya sido en la Historia- jamás hubiera llegado a ningún sitio de no ser por el consentimiento de los miles de individuos que los respaldaron, creyendo en ellos, confiando en ellos, apoyándoles.
Las democracias, mejores o peores, en las que ahora vivimos muchos privilegiados, surgieron para contrarrestar que ese efecto de “líder carismático+masa abducida” diera lugar a desastres como los que por regla general provocan gente como Cromwell, Napoleón, Mao, Stalin, Hitler… Es decir, nuevas opresiones que venían a sustituir a aquellas otras opresiones contra las que supuestamente se habían levantado esos líderes carismáticos.
Para que dicho mecanismo democrático de control funcione -y con él una sociedad eficaz y más justa, no regida por mandarines más estúpidos a cada generación que pasa- sólo es necesario, como decía implícitamente Carr en su libro, que los potenciales seguidores de esos presuntos salvadores actúen por cuenta propia, organizando sus propias alternativas. Es decir, negándose a aceptar que sólo se puede elegir entre dos males: el zarismo o Stalin, María Antonieta o Robespierre, los mandarines sumisos al invasor manchú o la brutal “revolución cultural” maoísta…
Y es en este punto en el que el historiador debe callarse y donde ustedes verán qué deciden. Por mí y por ustedes les deseo que encuentren una tercera vía entre dos alternativas casi igual de malas. Una en la que, al menos, los juzgados y las universidades funcionen como es debido y las palabras “democracia” o “el poder para el Pueblo” no sean retórica vana en manos del primer demagogo que dobla la esquina cabalgando una ola de desesperación engendrada por mandarines absolutamente indocumentados. Sólo para empezar.