Por Carlos Rilova Jericó
(Para la que ama “A los que aman”)
Hoy hace fortuna en España la expresión “Cuñadismo”. Supongo que en el Futuro alguien hará una brillante tesis doctoral, o varias, sobre una sociedad -la nuestra- en la que en algunas fiestas destacadas del año -la cena de Navidad, por ejemplo- había alguien -ya disfrutase de la categoría legal de cuñado o no, detalle secundario éste según los expertos en “Cuñadismo”- que se ponía a sentar cátedra sobre los asuntos más diversos. Generalmente sin tener mucha idea de ninguno de ellos.
Un tema como el que hoy vamos a tratar entraría, perfectamente, en las coordenadas del “Cuñadismo”.
Pensémoslo bien: ¿qué “cuñao” se resistiría a dar a sus familiares y comensales en una buena cena de Adviento una charla -bajada a saber de qué ignoto rincón de Internet- acerca de que Navidades, Reyes… y todas esas fiestas son un producto de Mercadotecnia de los grandes almacenes, para que gastemos nuestro dinero y mantengamos en marcha este tinglado económico en el que intentamos vivir?.
Ya sabemos la respuesta: no habría practicante del “Cuñadismo” que se resistiera a tal bicoca.
Lo mismo puede ocurrir con el Día de San Valentín que acabamos de celebrar. Tiene esa fecha todos los elementos propios para una buena dosis de “Cuñadismo”.
Ciertamente se dice, desde hace años, que el Día de San Valentín fue exacerbado por cierta cadena de famosos grandes almacenes norteamericanos para poder liquidar, con beneficio, por supuesto, lo que había quedado en sus depósitos de mercancía después de la Campaña de Navidad.
Incluso la España franquista, tan atrasada en casi todos los aspectos, se subió a ese carro con prontitud, sin esperar a la muerte del dictador y a la llegada de nuestro actual papanatismo hacia todo lo que viene manufacturado desde Estados Unidos y, en muchas ocasiones, no es sino una devolución -adocenada y plastificada- de prestamos culturales que los europeos hemos hecho a los que se fueron, hace generaciones, a ese lado del Atlántico.
En efecto, en aquella estrambótica España de Franco, a mediados de aquel régimen, seguro que recordarán que se hicieron no una, sino dos películas relativas al Día de los Enamorados. Y, la verdad, aunque esas películas no renegaban de las raíces católicas del asunto -el protagonista era un simpático y elegante San Valentín, que subía y bajaba a la Tierra en el ascensor de uno de los incipientes rascacielos del Madrid resurgido de la debacle de 1936-, daba la sensación de que la desaparecida “Galerías Preciados” -es decir, los grandes almacenes madrileños que han inspirado la serie “Galerías Velvet”- algo tenía que ver en aquel éxito de taquilla de “El día de los enamorados” y “Vuelve San Valentín”, para sacarse así de sus depósitos lo que le había sobrado de las Navidades.
Así las cosas, parece difícil negar que esta vez el “cuñao” tendría razón al ilustrarnos sobre la vil y sórdida realidad que se esconde tras los regalos y festejos que hacemos para el Día de San Valentín.
Pero no, como siempre -en el mejor de los casos-, el “cuñao” sólo acertaría a medias. Y es ahí cuando aparece en escena el historiador -que, lo sé, a veces, es como un “cuñao” pero “con estudios”- para desmontar esos argumentos sobre el origen del Día de San Valentín.
No voy a entrar en esa rama de la Historia llamada Hagiografía (es decir, la Historia de los Santos), explicándoles quién era San Valentín y por qué en el amplio santoral católico se le nombra protector de los enamorados. En este caso, como en muchos otros, mejores doctores que yo tiene la Iglesia y hasta varios diccionarios de santos online donde se explica la historia de San Valentín y de muchos otros.
En lo que sí voy a entrar es en contarles que, tras cerca de dieciocho años de práctica en investigación histórica, rara vez me he encontrado con ninguna celebración especial del Día de San Valentín entre el siglo XVI y el XIX, con lo cual se podría reforzar el argumento “cuñadista” sobre que todo esto es un invento reciente y vilmente mercantilista. Sin embargo, “rara vez” no significa “nunca”.
Así es, al menos una vez sí he encontrado un documento de finales del siglo XVI a comienzos del XVII en el que se constata, perfectamente, la tradición cristiana de festejar y exaltar a San Valentín no como personaje central de una romería local o patrón de una determinada iglesia, sino como protector universal de los enamorados.
Curiosamente el dato no venía de un país católico sino de uno protestante: la turbulenta Inglaterra de la reina Isabel I.
Lo encontré en un esmerado disco producido por el grupo “The Camerata of London” y titulado “Shakespeare´s Musicke”.
En este magnífico disco, que reconstruye -hasta el último detalle- la música con la que se amenizaban las representaciones teatrales firmadas por Shakesperare, viene una canción cantada por la Ofelia de “Hamlet”. Ya recordarán que Ofelia era la desdichada muchacha que, al ver frustrado su amor por el atormentado Hamlet, acaba suicidándose -o algo parecido- tras perder el juicio, cayendo a un río donde flota un breve instante gracias a sus amplios ropajes de dama de aquella Corte danesa en una imagen, entre el ensueño y la pesadilla, que tan bien reflejó en el siglo XIX un cuadro del prerrafaelista John Everett Millais.
El personaje de Ofelia, antes de morir, cantaba, entre otras, esa alegre canción en la que, invocando “por Gys y por Santa Caridad”, recordaba equívocamente a Hamlet que la víspera del Día de San Valentín ella era una doncella dispuesta a ser su “Valentina” -tradúzcase “enamorada”- esperándole -en una escena inversa a la de Romeo y Julieta- bajo su ventana…
La verdad es que esa canción es un magnífico documento. No sólo porque nos permite fechar la costumbre del Día de San Valentín a finales del siglo XVI, sino por la curiosa muestra de cultura popular -la invocación a Gis y a Santa Caridad- y cultura de élite tan propia de la época (como nos contaba nuestro colega Peter Burke en “La cultura popular en la Europa moderna”) y aún más propia del convulso ambiente en el que nacieron las obras de Shakespeare. Alguien que, según algunas interesantes teorías, no era un bardo inmortal, sino sólo un testaferro de un grupo de nobles que, con canciones como éstas y obras como “Hamlet” y otras de todos bien conocidas, trataban de controlar las ideas políticas de la baja plebe inglesa.
Especialmente de la londinense, para utilizarla como masa de maniobra en intrigas políticas que habrían acabado en lo que hoy llamaríamos un golpe de estado. Como podrán ver en una magnífica pero desconocida película, “Anonymus”, en la que se reconstruye minuciosamente la época -lo que vean ahí vale también para la Francia de Corneille o la España de Lope de Vega- y el ambiente de intrigas palaciegas donde surgieron obras como “Hamlet”. Esas en las que lo más inocente que había en ellas eran canciones como la que la pobre y desdichada Ofelia cantaba al lúgubre príncipe de Dinamarca, antes de poner trágicamente fin a su vida, cayendo a un río con el eco de la víspera de San Valentín en su boca, desesperada por un amor no correspondido.