>

Blogs

Carlos Rilova

El correo de la historia

La Bahía de La Concha no siempre fue un “marco incomparable”. Breve descripción de un ataque suicida durante la Primera Guerra Carlista (5 de mayo de 1836)

Por Carlos Rilova Jericó

Como saben bien los que veranean en San Sebastián, ya para finales de mayo, y aún incluso a principios de ese mes, si el tiempo lo permite, las playas de la ciudad, tan transitadas por un Turismo selecto y cada vez más internacional, se suelen llenar de visitantes y vecinos que quieren aprovechar eso que, medio en broma medio en serio, los donostiarras suelen llamar “el marco incomparable”. Fundamentalmente la gran bahía de La Concha desde el Club Náutico hasta el Peine de los Vientos de Chillida, pasando por la otra gran playa de esa bahía: Ondarreta.

Luego llega ya el pleno verano y hasta bien entrado septiembre -otra vez si el tiempo lo permite- se sigue sacando rentabilidad al famoso “marco incomparable”. Para pasear, para ir a la playa a nadar y tomar el sol, para ver los fuegos artificiales de la Semana Grande con el imprescindible helado en mano… En fin, para pasarlo bien, para veranear, con todo lo que ese verbo implica.

Bien, pues hubo un tiempo en el que las cosas tenían una cara mucho más fea, nada veraniega -la idea del veraneo estaba en esas fechas, 1836, sólo a punto de inventarse- tanto para los vecinos de la ciudad como para algunos visitantes -la llamada Legión Auxiliar Británica- que habían venido -como ocurre hoy día- desde puntos tan lejanos como Irlanda, Escocia, Gales, Inglaterra…

Los hechos ocurrieron un 5 de mayo de 1836 y aunque son unos cuantos los testigos que contaron esos avatares bélicos, yo tomaré los datos de uno de los muchos documentos sobre los que ahora estoy trabajando para reconstruir la Historia de aquellos soldados británicos que vivieron esos angustiosos momentos de la primavera del año 1836 y que, como saben los lectores más fieles de esta página, me han proporcionado ya algún que otro correo de la Historia este año. A tal punto es rico el material que dejaron, blanco sobre negro, estos británicos venidos a luchar del lado de los liberales españoles en la primera de las tres guerras carlistas.

Lo que sigue, pues, es tan sólo un relato muy parcial -apenas un avance de lo que estoy investigando ahora mismo- extraído de una única fuente: el libro titulado “Twelve months in the British Legion” escrito por uno de los oficiales de ese cuerpo auxiliar que, según nos dice Edward Brett -acaso uno de los historiadores que ha escrito el más extenso y documentado relato de esa fuerza británica- mandó a sus padres que guardasen todas las cartas que les enviase desde aquel País Vasco en guerra en el que él estaba para, en un futuro en el que confiaba en vivir, pudiera, si quería, escribir algo parecido a la “Anábasis” o “Expedición de los Diez Mil” del historiador griego Jenofonte.

Era un joven de 19 años, hijo de un general británico y se llamaba Charles Thompson y lo sabemos a pesar de que, finalmente, publicó la obra en un discreto anonimato.

Su relato de la acción del 5 de mayo de 1836, en la que participó en primera línea, ocupa gran parte del capítulo VIII de su libro.

Las órdenes que le llegaron, por primera vez, en 4 de mayo decían que él y los hombres bajo su mando debían llegar a los arenales de la bahía y desde allí cargar, como les fuera posible, contra las fortificaciones -formidables según todos los testimonios- que los carlistas tenían en la zona del Antiguo.

No se trató de una tarea fácil. Aquel 5 de mayo el “marco incomparable” vivió escenas que nada tienen que ver con las del plácido veraneo que hoy se escenifica en él.

Hubo ataques, cuesta arriba, a bayoneta calada, contra las fortificaciones carlistas desde las que se estrechaba el cerco sobre San Sebastián y que, naturalmente, tenían que desalojar forzosamente tropas del bando liberal como aquellas que mandaba el joven Thompson.

Este oficial vio escenas de verdadera bravura y un temor racional que no podríamos llamar legítimamente cobardía.

Con verdadera elegancia señala que ese temor lo vio entre muchos de sus hombres, paralizados, sin posibilidad de que avanzasen sobre las líneas carlistas, que, naturalmente, los recibían con descargas cerradas de mosquetería y metralla.

Nada movía en esos momentos a aquellos voluntarios británicos de los parapetos en los que habían buscado refugio. Ni los curiosos sobrenombres con los que sus oficiales les recordaban a algunos de ellos que eran irlandeses y, por lo tanto, unos valientes natos  -apodos verdaderamente curiosos, desde O´Conellitas (recordando el nombre de su coronel, O´Connell) hasta una palabra que, curiosamente, adoptará un siglo más tarde la subcultura de la música reggae: “ragamuffins”-, ni el ejemplo de un oficial español -del regimiento Segovia, único en combatir ese día allí según Thompson- que, con una bandera roja en una mano y su sable en la otra, los animaba a continuar el avance desafiando el fuego de los carlistas.

Thompson mismo cayó herido bajo ese fuego enemigo, pero levemente, lo suficiente como para ver la llegada de refuerzos -el 4 de línea traído desde Santander por mar- y, sobre todo, para que el avance acabase con éxito cuando uno de los vapores de guerra que había venido acompañando a esta fuerza auxiliar británica, el Phoenix, comenzó a dar fuego de cobertura  con su artillería a esas tropas clavadas al terreno entre las arenas de Ondarreta y los restos humeantes de la iglesia de San Sebastián el antiguo incendiada días atrás por los carlistas.

Esas nutridas descargas de Artillería naval convirtieron, finalmente, en héroes a aquellos hombres que hasta entonces habían exhibido un prudente miedo a ser masacrados en aquellos ataques suicidas repetidos, una y otra vez, durante un 5 de mayo de 1836 que no, nada tenía que ver con lo que podría ser un 5 de mayo del año 2015, cuando ya empieza a vivirse ese estado tan placentero de cosas que solemos llamar “veraneo”.

Por difícil de creer que hoy resulte, esas escenas dramáticas, que parecen sacadas de una novela o de una película bélica, ocurrieron en el mismo lugar en el que, acaso, muchos han puesto hoy su toalla, pasean al sol en bici o leen en una tablet este artículo bajo una sombrilla que les recuerda esa tranquilidad que da estar de vacaciones en un marco incomparable que, como ven, echando la vista atrás sobre la Historia del lugar en cuestión, hubo veces en que no lo fue tanto…

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


agosto 2015
MTWTFSS
     12
3456789
10111213141516
17181920212223
24252627282930
31