Por Carlos Rilova Jericó
Como decía aquella canción de los inefables Undertones, ya está aquí el verano. Y con él vienen los viajes a la costa, a puertos pintorescos, a playas masificadas pero aun así sugestivas. Al menos a ciertas horas del día.
Y todo eso, tal vez, despierta nuestra ansia de saber qué pasó en algunos de esos lugares hace muchos años, cuando vemos, aunque sea de soslayo, casi oculta por la masa de veraneantes de la que formamos parte y los anuncios de helados y refrescos, una pared de piedras que no parecen puestas allí antes de ayer sino hace mucho, mucho tiempo, o cañones clavados en los muelles que, indudablemente, debieron ser parte de la Artillería de un barco de vela también hace muchos, muchos años.
Quizás por todo eso sea un buen momento para traer a este correo de la Historia algún retazo de esa Historia del Mar que parece esconderse detrás de esos rincones ahora convertidos en destinos turísticos.
El retazo del que hablaré, llegó a mí mientras recogía información para completar un trabajo sobre la Guerra de Sucesión austriaca que publicaré -espero- en unos meses.
La información que obtuve de aquel documento fechado en el año 1748 -es decir, en el último de aquella guerra- era realmente impactante.
En principio, la historia de Antonio Solis, un español americano nacido en Yucatán, podría parecer una mera anécdota irrelevante. De hecho, el juez ante el que fue llevado a finales de la primavera del año de 1748, despachó su caso con verdadera rapidez, en apenas unos pocos folios y junto a otros tantos conducidos por la misma causa -ser sospechoso de vagabundaje- ante los estrados de su tribunal.
Sin embargo, esa es una impresión falsa. Los avatares de Antonio Solis, descritos para el juez que lo había detenido como sospechoso de ser un vagabundo, son una parte imprescindible de la Historia de la Guerra de Sucesión austriaca. Al menos si queremos comprender mejor aquel episodio histórico.
En efecto, ya el revolucionario -en todos los sentidos- poeta Bertolt Brecht se había preguntado si la Historia debía ser un mero recitado de reyes, reinas, grandes dignatarios, generales… olvidando a los hombres y mujeres de menor rango que ellos que, sin embargo, obviamente, había contribuido a que los designios de esos grandes personajes históricos se hicieran realidad, construyendo, por ejemplo, como decía el poema de Brecht, Tebas la de las Siete Puertas o las Pirámides…
Es ese un camino histórico arduo, denostado incluso por muchos historiadores de viejas escuelas -algo fosilizadas- que, como he podido experimentar incluso en primera persona, son capaces de imponer silencio con métodos muy autoritarios -y un poco estúpidos, la verdad- a aquellos de sus colegas que creemos que la Historia es global en todos los sentidos y debe reconstruirse con todos los materiales a nuestro alcance y no sólo con columnas de cifras o libros de Leyes como el “Digesto” del emperador Justiniano.
Antonio Solis no estuvo en su vida en la Corte de San Ildefonso, ni en la de Saint James, ni en la de Versalles, ni conoció -salvo por la efigie de las monedas- a Fernando VI rey de España y de las Indias, ni a Luis XV rey de Francia y de Navarra, ni a Jorge II.
Tampoco conoció jamás, salvo por noticias indirectas, a ministros como el marqués de la Ensenada, Walpole o Fleury.
Sin embargo, Antonio Solis y otros muchos miles de españoles de ambos hemisferios, hicieron posible otra de esas típicas guerras de supremacía propias del siglo XVIII, urdida en los salones y gabinetes que frecuentaban todos esos graves personajes que así decidían -o lo intentaban al menos- cuál sería el destino del Mundo.
En efecto, a causa del conflicto abierto en 1739 entre Gran Bretaña y España, con la hoy famosa -gracias al recuperado almirante Blas de Lezo- Guerra de la Oreja de Jenkins, Antonio Solis se vio metido en una larga aventura que duró siete años.
En 1741, mientras navegaba en una chalupa con varios compañeros por las disputadas aguas caribeñas, fue capturado por dos barcos corsarios fletados por ingleses. Como era habitual en la época, Solis y sus compañeros se convirtieron en parte del botín y fueron subastados como esclavos blancos (el término legal inglés era “indentured servants”) para el también habitual -en estos casos- período de servicio en las colonias americanas inglesas durante siete años.
Solis se las apañó para sobrevivir, durante cerca de tres años, a una condición laboral más dura que la que se aplicaba a los esclavos negros traídos de África a esas mismas colonias. Consiguió que su amo lo pusiera a trabajar en uno de sus barcos, alegando que el trabajo en la mina subterránea de cobre a la que lo había destinado estaba erosionando gravemente su salud. Una rara concesión, pues los esclavos blancos -españoles, irlandeses, escoceses, ingleses…- eran peor tratados que los esclavos negros, ya que estos debían durar toda una vida y eran caros y los blancos, como ocurría en el caso de Solis, servían durante un período de tiempo limitado tras el cual ya no resultaban rentables para sus antiguos amos e incluso podían convertirse en competencia para ellos. Como se ve en la obra de Daniel Defoe “Coronel Jack”, publicada en 1722, y que describe, de primera mano, hechos muy parecidos a los que yo he encontrado sacando información, una vez más, del rico archivo del Corregimiento guipuzcoano.
Antonio Solis, gracias a su trabajo como marinero en dicho barco, consiguió bajar a tierra cuando el navío acabó viaje en la que él llama “ría de Londres”. Allí protestó ante el comisario inglés encargado de regular estas cuestiones, diciendo que él no podía ser considerado esclavo porque no lo era en su propio país. Su protesta fue aceptada, se le puso en prisión con otros españoles y salió de ella con rumbo a la Costa Vasca en cuanto hubo un canje de prisioneros.
De allí, decía Solis, pasó a Bayona -uno de los principales puertos corsarios de la época- y se enroló a bordo de un cache de Bayona armado como barco corsario. Si buscaba venganza por lo que le había ocurrido, o Fortuna, no tuvo ninguna de las dos cosas. Otra vez fue capturado por corsarios ingleses que, sin embargo, se conformaron con quedarse como botín el barco y no a su tripulación.
Sin embargo, Solis insistió. Del puerto de Luanco, en Asturias, donde le habían dejado los corsarios ingleses volvió una vez más a San Sebastián y pidió nuevamente pasaporte para poder enrolarse en un barco corsario de Bayona. En esta ocasión fue el afortunado -según lo que nos decía el “Mercurio de Francia” del año 1746- Le Léopard, que, sin embargo, en esta nueva campaña, ya próximo el fin de la Guerra de Sucesión austriaca, fue convertido, a su vez, en presa por corsarios ingleses.
La única suerte de Solis en esta ocasión, fue, otra vez, que sus captores se conformaron con el barco y dejaron libre a la tripulación, que desembarcó en el puerto bretón de Saint-Malo, desde donde él y sus compañeros se dirigieron a Bayona para un tercer intento a bordo de otro barco…
Allí, sin embargo, descubrieron que la guerra había terminado, que volvían a ser prescindibles. Incluso molestos, como se hizo patente para Solis cuando cruzó la frontera del Bidasoa para dirigirse al puerto gallego de La Graña y tratar de encontrar un barco que lo devolviera a Yucatán tras siete años de dar tumbos por el Mundo.
Automáticamente se sospecho que era un vagabundo (lo que dice mucho del aspecto de un veterano corsario de aquella época), se le encarceló, se le interrogó y se le juzgó.
Como la guerra había terminado, el corregidor guipuzcoano decidió dejarlo en libertad, pero advirtiéndole que debía salir de su jurisdicción rápidamente…
Así acababa esa pequeña historia -parte de la Gran Historia de las guerras de supremacía del siglo XVIII- que tuvo como telón de fondo puertos como San Sebastián, Luanco, Londres, Bayona… que quizás -quién sabe- muchos visiten en estas fechas. Será un buen momento para recordar quiénes iban a bordo de esos grandes veleros cuyo recuerdo aún parece impregnar esos lugares y qué fue lo que -como decía el historiador Leopold Von Ranke- realmente les ocurrió cuando se vieron atrapados por los designios emanados de grandes palacios que ellos jamás visitaron.