Por Carlos Rilova Jericó
Esta semana me he propuesto hablar de algún tema intranscendente, de poco calado. Y lo he decidido a pesar de la muerte de un maestro como Víctor Mora, que ha ocurrido esta semana. No porque no quiera rendir un homenaje al creador de sagas como la de El Jabato, el Capitán Trueno y, para mí, sobre todo, el Corsario de Hierro, sino porque, sin darme cuenta, ese homenaje ya se lo rendí en vida -que es, supongo, cuando más se agradecen esos homenajes- el 9 de septiembre de 2014, en este mismo correo de la Historia, con un artículo titulado “¿Historia en viñetas?”. Al cual les remito para que sepan quién se ha ido de este mundo por lo general bastante cruel en general -y más todavía con los artistas- esta semana pasada.
Hechas las exequias debidas -y merecidas- a alguien que llevó hasta nuestras casas los primeros ecos de Historia contada en viñetas, me centraré, pues, en el tema más o menos intranscendente del que he decidido hablar esta semana.
El tema elegido es la expresión “ir hecho un figurín”. Otra frase de esas que solemos oír y repetir, pero cuyo origen histórico hemos olvidado. Como, por ejemplo, “a palo seco”, de la que ya me ocupé en un correo de la Historia anterior, publicado el 12 de noviembre de 2012.
Pues sí, en efecto, al igual que “a palo seco” la expresión “ir hecho un figurín” también tiene Historia detrás y voy a tratar de recuperar algunos retazos de ella.
Para saber de dónde viene la expresión “ir hecho un figurín” debemos empezar por considerar que el negocio de la moda, hasta bien entrado el siglo XX y la aparición de las y los “top models” -Naomi Campbell, Claudia Schiffer, Esther Cañadas, Mark Vanderloo, Jorge Fernández… por sólo citar algunos de los nombres más conocidos-, se movía por medios mucho más anónimos. Al menos por lo que respectaba a quienes manufacturaban la vestimenta -conocidos sólo en un círculo muy limitado, muy lejos de la fama que conocieron, y conocen, nombres como Cristóbal Balenciaga, Paco Rabanne o Karl Lagerfeld- y, sobre todo, por lo que respectaba a los “modelos” con los que los posibles compradores se hacían una idea de cómo caía la prenda que iban a comprar y vestir.
Ahí es donde está el origen de la expresión “ir hecho un figurín”. Vamos, pues, a centrarnos en el tema de esos “modelos” que existían en siglos pasados para mostrar lo que iba a ponerse de moda, que, como vamos a comprobar enseguida, nada tenían que ver con esos nombres famosos que he mencionado en el párrafo anterior.
En efecto, la forma más primitiva de ilustrar, en España al menos, al común de los mortales sobre cuál iba a ser, o debía ser, la moda, era la llamada “tarasca”. Un animal mitológico -supuestamente procedente del Sur de Francia- sobre cuyo lomo iba una figura que vestía las prendas que iban a estar en boga al año siguiente.
Se dice en Granada que esa tradición de pasear la moda de cada año a lomos de la tarasca el día del Corpus Christi, data de la época de los Reyes Católicos. Es decir, de finales del siglo XV, en el punto en que acaba la Edad Media y va a comenzar la Moderna.
Desde luego, en los primeros periódicos españoles, que datan de mediados del siglo XVII -los inefables “Avisos” de Barrionuevo-, ya aparece reseñada esta costumbre en aquella España de los Austrias de enseñar la moda subida a la tarasca.
Según parece el sistema se volverá algo más sofisticado con el paso del tiempo. Y de ahí devendrá, finalmente, la expresión “ir hecho un figurín” para referirse, hoy, a la persona que cuida mucho su atuendo y procura ir a la última moda o, por lo menos, muy atildada.
En efecto, los medios de comunicación de esas fechas, de mediados del siglo XVII en adelante, eran lentos y no permitían transferir mucha información de manera tan rápida y abundante como nos lo permite la tecnología actual.
Así, por ejemplo, para que los sastres de Quebec, en lo que entonces era la colonia de Nueva Francia, supieran cómo se vestía en Europa, en la corte de Luis XIV que era de donde empezó a emanar -por muchos siglos- el dictado de la moda para toda Europa, era preciso cargar, junto con otra mercancía, en barcos que tardaban cerca de tres meses en cubrir la distancia entre la vieja y la nueva Francia, figurillas vestidas hasta el último detalle con las ropas que después los sastres de esas colonias tratarían de reconstruir en sus tiendas y talleres.
Esos eran los famosos “figurines” que en esas fechas iban dando tumbos de un lado a otro de Europa y sus colonias enseñando cuál era la última moda.
Antes de que llegase, desde la segunda mitad del siglo XX, la que podríamos llamar semidivinización de la moda, de los que la fabricaban, la cosían y la exhibían, ese método se simplificó un tanto. Sobre todo a partir del siglo XIX, cuando -gracias a los avances en la técnica del grabado- fue más fácil imprimir, publicar y distribuir estampas coloreadas en las que se podía apreciar -con lujo de detalles- los avances de la moda.
La imagen que acompaña a estas páginas es, precisamente, la de uno de esos figurines bidimensionales. Concretamente la de un caballero elegante de mediados del siglo XIX que, gracias a una de las revistas que empezaron a proliferar en esas fechas para uso y disfrute de la cada vez más rampante burguesía, debió ayudar a muchos sastres a tener a sus clientes contentos y vestidos a la última moda. Hechos, en definitiva, unos auténticos figurines, vestidos con la “elegancia de París de la Francia” que decía ese pareado, medio sarcástico, medio serio, que aún circula por ahí y del que, quizás, me ocuparé en otro correo de la Historia.