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Carlos Rilova

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Ritos y mitos del Año Nuevo. De Jano Bifronte y otras contradicciones humanas

Por Carlos Rilova Jericó

Como suele ser habitual la duda me asalta cuando me pongo, como cada semana, a pensar sobre qué tema escribir para el nuevo correo de la Historia de cada lunes.

Por una parte me tentaba hablar hoy de Grigori Rasputín, ya que -según nuestro calendario- este jueves pasado se cumplieron 100 años de su ejecución a manos del príncipe Yusupov y sus secuaces, dando así una señal de aviso inequívoca del grado de descomposición que estaba alcanzando la monarquía zarista, que iba a caer víctima de varias revoluciones. La definitiva en octubre del año 1917, a manos del partido bolchevique que se quitó de en medio a competidores más escrupulosos. Empezando por los mencheviques y el, por breve tiempo, hombre fuerte de Rusia tras la caída de la monarquía zarista: Kerensky.

Sin embargo, al final, no sé si acertadamente, he decidido prescindir de Rasputín y su muerte. Principalmente porque del tema ya se ha hablado bastante. Empezando por el que estas líneas escribe, que recordó todo esto en una conferencia el martes pasado en la que -por difícil de creer que parezca- se encontraba una relación entre el accidentado monje ortodoxo y el Carlismo vasco en el marco de una serie de conferencias sobre ese tema (el Carlismo) a las que daremos -espero- brillante conclusión este miércoles 4 de enero a las 19:30 en la Sala Arrupe, en la calle Garibay. En pleno centro de San Sebastián que, como antes de su capitalidad, sigue siendo una ciudad que ha trabajado y trabajará por la Cultura. Por la de verdad. Por la que algunos indocumentados se han atrevido a llamar recientemente “lo de siempre”.

Así las cosas, dejo aquí al magnético monje recomendándoles que, si quieren saber más de Rasputín, aparte de lo publicado en revistas de divulgación histórica y suplementos varios, se lean su biografía firmada por Henri Troyat. O, al menos, vean “Nicolás y Alejandra”, donde su personaje tiene un papel estelar y un fin no menos espectacular aunque, quizás, más adornado que el que verdaderamente sufrió.

En lugar de hablar de él y de su obituario -más allá de lo ya dicho- me centraré en algo más propio de las fechas. Es decir, hablar del Año Nuevo. Empezando por explicar de dónde viene el nombre de este mes que acabamos de estrenar.

Viene, supongo que no les sorprenderá, de un dios tutelar romano que, a diferencia de lo que ocurre con muchos otros de su Panteón, no fue copiado del griego.

El nombre del dios era Jano. De ahí derivo a Janero, Janeiro (en portugués) y finalmente, en castellano, a Enero.

En realidad, si tomamos en cuenta lo que nos dice el Diccionario de Mitología griega y romana de Espasa dirigido por René Martin, Jano, más que un dios era eso que se ha llamado un “héroe civilizador”, que suele ser la antesala para convertirse en dios. Como bien se puede ver en panteones como el egipcio o el hindú.

Jano, pues, habría existido y habría realizado una serie de hazañas que lo llevaron a ser divinizado después de su muerte. Entre estas se contaría ser uno de los fundadores de Roma junto a los gemelos Rómulo y Remo y haber parado -haciendo brotar agua hirviente ante el Capitolio- un ataque de los sabinos (viejos enemigos de Roma cuando Roma no era nada más que una ciudad-estado que trataba de defenderse de otras muchas ciudades-estado desperdigadas por el Lacio).

También se decía que había inventado el dinero y la navegación. En cualquier caso se le invocaba incluso antes que a Júpiter, padre de los dioses equivalente al Zeus griego. Era el dios que protegía los umbrales, las entradas y las salidas, y aseguraba buenos inicios y mejores finales.

Según otras versiones más sofisticadas, como la que da otro diccionario de Mitología griega y romana (éste dirigido por Pierre Grimal), Jano habría llegado a Roma exiliado desde Tesalia (un territorio con fama de tener entre sus habitantes, de ambos sexos, abundantes magos) y en la Ciudad Eterna fue acogido por uno de sus reyes míticos: Cameses.

Al parecer Cameses habría gobernado junto a él y Jano habría engrandecido Roma elevando una pequeña urbanización en la colina que sería conocida después como Janículo. No sólo eso, para que no pare esa mezcla de Historia y Mito, Pierre Grimal nos dice que Jano llegó desterrado desde su Tesalia natal acompañado por su esposa, llamada Camise o Camasena. Habría tenido varios hijos. Uno de ellos llamado Tíber. Como el río que pasa por Roma en la actualidad.

Con todo esto era lógico que fuera el dios propicio para proteger el final del año que se cerraría sobre sí mismo pasados varios meses. Otra vez. Él lo vigilaría gracias  a sus dos rostros barbados, que miraban en una dirección y en otra y le otorgaban capacidad para ver el pasado y el futuro.

Aparte de eso, Jano, con el tiempo, por esas mismas características, pasó a convertirse en un dios que reflejaba las contradicciones propias de la existencia. Especialmente las de cada persona que, sumadas unas a otras, generan las contradicciones de cada época y cada sociedad con las que, de un modo u otro, debemos vivir. O tratar de vivir.

En ese aspecto, Jano es también un dios de lo más apropiado para consagrar la llegada de un nuevo año en el que, desde el tiempo de los romanos, se formulaban buenos deseos o augurios. Tal y como se dice hoy día en la actual Italia, donde se desea eso, precisamente: buenos augurios para la Navidad y el nuevo año.

Sí, no está nada mal recordar al viejo dios pagano en estas fechas en un mundo tan lleno de contradicciones como éste en el que vivimos. Uno en el que, por ejemplo, hay gente que vive -espléndidamente- de ser un tahúr intelectual -como esos que Paolo Sorrentino desenmascaraba genialmente en “La gran belleza”- capaces -por ejemplo y por decirlo con una hipérbole- de montar una exposición sobre temas históricos con instrumentos comprados en la sección de Juguetería de un “Todo a cien”, mientras se trata de convencer al público que paga la Fiesta de que se es, en realidad, todo un Montesquieu o un Voltaire. Sin ir más lejos.

Sí, Jano, el gran dios Jano que marcaba el inicio y el fin del año, y recordaba las contradicciones del ser humano, es, como todo lo que podemos sacar de la Cultura clásica (la sólida, la de verdad, no la que vive de -por seguir con las hipérboles- poner tapones de botellas en la barandilla de La Concha y performances similares, que dejan a los contribuyentes que lo pagan con cara de idiotas) una gran metáfora, una fábula con una moraleja que nos enseña lo difícil, a veces imposible, que es intentar mantener dos cosas contradictorias al mismo tiempo que, tarde o temprano, tendrán que colisionar.

Tengámoslo presente a la hora de formular buenos deseos para este año que empieza. Especialmente aquellas personas que tienen en su mano los resortes de poder que pueden impedir, por ejemplo, que se llame “Cultura” a lo que no es, ni más ni menos, que un insulto a la inteligencia salido de cabezas poco amuebladas pero tan llenas de astucia como un vendedor de medicinas curalotodo de esos habituales en los “Western“ crepusculares. O intentar mantener un Estado del Bienestar (con su Hacienda, sus pensiones, su Salud Pública) en el marco de un sistema económico que -paños calientes de Telediario aparte- está dominado y parasitado por una ideología que demanda la destrucción de tales seguridades implantadas un ya lejano 1945, en el que en Europa humeaban aún las ruinas de la última gran guerra provocada por esas mismas ideas…

Sí. Será bueno que recordemos en este comienzo de año lo que en realidad nos quiere decir el dios bifronte: que querer una cosa y su contraria al mismo tiempo suele ser un camino directo al desastre. Por ejemplo el de vivir en una sociedad en la que se administran la cosa pública (la Cultura, las pensiones, la Sanidad) de acuerdo al programa de aquel rey de otra fábula más cercana a nosotros.

Ese al que unos cuantos estafadores que se hacían pasar pos sastres le vendieron un traje muy caro que, en realidad, no existía, y, para mayor escarnio, le hicieron pasearse desnudo por la calle, haciendo ver -qué remedio- que, en realidad, iba vestido con unas sedas, tafetanes, terciopelos y oro que sólo existían en su imaginación y en la caradura de los estafadores que le habían sacado el dinero y se reían a mandíbula batiente del éxito de tanta tontería y tanta malicia redomada.

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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