Por Carlos Rilova Jericó
Esta semana no ha sido fácil dar con un tema sobre el que escribir. Más que por otra cosa, porque la principal efeméride histórica de esta semana tiene que ver con el aniversario de la creación de lo que luego sería la actual Unión Europea. Y es difícil dar con un tema histórico más aburrido, la verdad. Basta con compararlo con la otra alternativa que podría haber titulado “¿Dónde vas Alfonso XII?. A la guerra del Norte, a la Guerra del Norte… (1875-2017)”, pues este viernes pasado se cumplían años, también, del momento en el que el tatarabuelo del actual rey de España, el mencionado Alfonso XII, asumía plenos poderes y se ponía al frente de su Ejército para sofocar, definitivamente, la rebelión carlista que había arraigado en el Norte del país. Donde, por ejemplo en territorio guipuzcoano, se vivía en esos momentos de marzo del año 1875 una situación desesperada. Quedando sólo unas pocas plazas en manos de tropas regulares y voluntarios liberales locales que trataban de impedir que una capital como San Sebastián (con todos sus recursos estratégicos, financieros…) cayese en manos de los carlistas, para dar así un giro a la guerra.
Pues sí, es obvio que ese otro tema, el de la épica Guerra del Norte en 1875, podría haber sido mucho más entretenido que hablar sobre la fundación de la Unión Europea. Ese tedioso, burocrático y controvertido conglomerado de estados-nación.
Sin embargo, finalmente me he decidido por ese tema por dos razones. La primera es porque, pese a todos sus defectos, la Unión Europea es algo demasiado importante, históricamente hablando, como para dejar pasar por alto el 60 aniversario de su fundación. La otra buena razón por la que he sacrificado a eso un par de páginas dedicadas a describir una serie de batallas que -en manos de Hollywood- nos dejarían con la boca abierta, es que, casualmente, topé esta semana pasada con un viejo conocido. Se trata de la “Historia de España virtual (1870-2004)” dirigida por el profesor Nigel Townson. En ese libro se estudia lo que se ha llamado “Historia contrafáctica”. Es decir, una Historia que especula con qué hubiera pasado, qué curso habrán seguido los acontecimientos históricos, de no haber ocurrido tal o cual cosa. En el caso de ese libro, por ejemplo, si el general Prim (del que hablábamos por aquí hace unas semanas) no hubiera muerto en atentado en 1870 o si España hubiera entrado en la Segunda Guerra Mundial… y así sucesivamente.
Esa manera de abordar las cosas, muy cerca de la ucronía (que es lo mismo que un análisis contrafáctico pero con mucha Literatura, como ya demostré en estas páginas en el año 2014), hace que hasta el tema más aburrido (como puede serlo la Unión Europea) resulte pasablemente entretenido.
En efecto, no voy a abundar en cifras, datos y fechas sobre la Unión Europea que, seguramente, ya les habrán arrojado este fin de semana pasado en diversos artículos de fondo de distintos periódicos y suplementos. Tampoco voy a hablar mucho de cómo un político francés con altura de miras como Schumann (o financieros como Jean Monnet) y otros alemanes como Adenauer o italianos como Gasperi con iguales alturas de miras, echaron las bases en el año 1957 para que surgiera una serie de acuerdos comerciales entre países europeos, después un mercado común, una Comunidad Económica Europea…
No. Sólo hablaré, y brevemente, del porqué, de las razones para crear ese mastodonte político que se ve tan cuestionado hoy día por unas poblaciones europeas castigadas por una inacabable crisis económica (con un hedor cada vez más fuerte a caída de Imperio romano) y que, lógicamente, no ven las ventajas de permanecer en esa confederación.
Quien quiera que haya visto imágenes de Europa en el año 1945, sabrá el porqué de la aparición del mastodonte político en cuestión. En esas fechas se constataba que la constante histórica en la Historia europea -desde la aparición de los Estados-nación en el siglo XVI- de sostener guerras constantes por la supremacía sobre ese continente que, también desde esas fechas, dominaba la mayor parte del Mundo, había llevado a un callejón sin salida. Uno tan oscuro y tan sin salida (salvo la mutua destrucción o el convertirse en vasallos de otras potencias mayores y mejor cohesionadas) que llevó a la creación de la Unión Europea apenas pasados doce años de esas escenas terribles que resumían tres siglos de guerras jalonados por nombres como Carlos I, Felipe II, Luis XIV y todos los Borbones españoles y franceses del siglo XVIII, Napoleón, Bismarck, Hitler…
Por eso llegó a existir la Unión Europea. Y al llegar a este punto parece un buen momento para preguntarse qué pasaría sin tan tedioso y burocrático aparato que, mal que bien ha funcionado estos últimos sesenta años sin guerras de importancia en Europa (excepto el drama yugoslavo, que dio una idea de las graves carencias de la UE) no existiera o dejase de existir.
En primer lugar es evidente que si el mastodonte con sede en Bruselas dejase de existir volverían a aparecer una serie de estados-nación entre los que, acaso, pronto aparecerían también nuevas veleidades de imponerse por la fuerza desnuda y brutal al resto de países europeos. A ese respecto, Alemania podría ser la candidata ideal dado que, como lleva demostrando desde su reunificación, su objetivo ha sido ejercer sobre gran parte de Europa una especie de imperialismo económico que se ha transformado en desagradables gestos políticos. Unos que sólo han empezado a moderarse algo con la salida efectiva de Gran Bretaña de la Unión y con la creciente amenaza, incluso dentro de Alemania, de movimientos que recuerdan mucho a los que devastaron Europa en los años 30, como Pegida o Alternativa por Alemania.
Sin excluir esa posibilidad, otra de las consecuencias que podría traer aparejada la inexistencia o la destrucción de la Unión Europea, sería lo que ya se intuía a la vista del Berlín en ruinas de 1945: una Rusia rediviva pronto avasallaría (en el sentido más literal del término) a ese conglomerado de países sin una Política común y sin posibilidad de defensa común siquiera teóricamente. A diferencia de lo que ocurre ahora, donde al menos hay una apariencia de fuerzas armadas europeas.
El modo en el que se comporta la Rusia donde Vladímir Putin lleva años gobernando en lo que parece más una pseudodemocracia que una democracia al estilo occidental, es un aviso demasiado evidente como para ignorar qué podría pasar si la Unión Europea, en lugar de consolidarse, se difuminase todavía más, ahondando las causas del descontento y la desafección de muchos europeos o mostrándose sus líderes incapaces de articular una política verdaderamente europeísta.
En estos momentos, en este 60 aniversario de la fundación de la Unión, nos encontramos en un punto Jumbar (o “Jonbar” como quieren los puristas). Es decir, en uno de esos momentos en los que la Historia puede tomar un rumbo u otro.
No cabe duda de que para los millones de europeos que han disfrutado sesenta años sin guerra, sin peste, sin apenas hambre entre el 90% de ellos, sin nada, en fin, de lo que fue habitual entre 1500 y 1945, el curso de los acontecimientos más conveniente sería el de que se consolidase lo iniciado en 1957. Basta con ver quién se alegraría de que eso no fuera así al Este de Bruselas o al otro lado del Atlántico… Y desde ahí, sobran más palabras. Es hora de hechos para que, por muchos años, podamos seguir diciendo “Feliz cumpleaños, Europa”…