Por Carlos Rilova Jericó
Este último sábado estuve en la ceremonia que celebró los cien años del monumento que, en la Plaza de la Virgen Blanca de Vitoria, recuerda otro de los Waterloos de Napoleón. En este caso, como no podía ser menos, la batalla de Vitoria que dejó al pobre emperador muy tocado. Especialmente cuando la noticia transcendió la frontera de los Pirineos y llegó a una Europa central que sólo estaba esperando la ocasión para caer sobre la fiera herida (es decir: el emperador) y rematarla.
Ya sé que sonará a tópico, pero fue un orgullo estar allí. Y una suerte también. Al fin y al cabo fue una de esas que llaman “ ocasiones históricas”.
Así las cosas, poder estar allí y ser parte del homenaje, fue, en efecto, muy afortunado y me dejó una sensación de esas tan tranquilizadoras de haber estado en el momento y el lugar oportunos y para hacer lo que había que hacer.
En este caso, actuar en lugar de escribir o conferenciar (y hasta pontificar a veces) sobre la Historia, su utilidad, su uso y esas cosas que, de lunes en lunes, suelen aparecer en esta página.
Pero estar allí no fue fácil. El monumento a la Batalla de Vitoria tiene la misma virtud que otros monumentos similares que se edificaron en España al calor del primer centenario de la Guerra de Independencia.
Es decir, que gustó a algunos, a otros no les gustó nada y levantó mucha polémica. Una que lo ha perseguido hasta hoy día. A pesar de que ha resistido, como un valiente, esos cien años, sin moverse de allí, cumpliendo su función de recordar lo que pasó en Vitoria un asfixiante y tormentoso día de junio de 1813 en el que se decidían muchas cosas en las afueras de Vitoria.
Con los años la polémica se ha ido simplificando un tanto. Ya no es cuestión de la estética del monumento, ni de las barrabasadas perpetradas por la soldadesca británica -por ejemplo sobre el botín que José I se llevaba a Francia- tan aficionada a ellas (a esa clase de canalladas) que su propio jefe, el duque de Wellington, no dudaba en definirlos como “la escoria de la tierra”.
Toda esa polémica ha quedado reducida a que en ese monumento de Vitoria aparecen palabras que indican que es un homenaje a la independencia de España. Parece que eso sigue sin gustar nada en determinados medios políticos de Vitoria.
Y es que “España” es una palabra que produce cierta urticaria ideológica en una provincia como Álava, donde hay un sentimiento antiespañol que ha decrecido mucho en los últimos años, pero que aún así sabe hacerse notar.
Así están las cosas hoy, a cien años de la inauguración de ese monumento que, algo ingenuamente, decidió ponerse un lema que, ya se lo podían imaginar sus promotores, no iba a gustar nada a los militantes de un Partido Nacionalista Vasco que ya existía en 1917 y estaba en franco crecimiento. Tanto que hoy gobierna Vitoria y buena parte de las tres provincias vascas.
Comprendo, perfectamente, a esos “jeltzales”, a esos nacionalistas vascos (y sus posteriores derivados más o menos radicalizados) que han abominado, durante cien años, de ese monumento. Cualquiera que conozca la obra escrita de Sabino Arana ya sabe que el fundador y líder del Nacionalismo vasco estaba bastante preocupado con crear una Historia a la medida de sus fines políticos, que eran -fundamentalmente- independizarse de España, a la que no reconocía como patria común de los vascos.
Políticamente eso tenía toda la razón de ser. Ya sabemos que en los sistemas políticos constitucionales (como el que vivieron los hermanos Arana) o ya plenamente democráticos desde la abolición de los sufragios censitarios y la concesión del voto a la mujer, se puede justificar prácticamente cualquier opción política. Cosa muy distinta es que esas opciones políticas utilicen la Historia para esas justificaciones. Eso ya empieza a ser problemático, porque unas veces ese uso de la Historia con fines políticos tiene fundamento y otras no. En el caso de los hermanos Arana es lo segundo.
En efecto, desde 1876 en adelante, cuando Sabino y su hermano Luis idearon el partido y todo su aparato ideológico, es posible que empezaran a aparecer vascos que no se sentían ya ciudadanos de España y no querían saber nada de ella, ni de su Historia, ni de nada de nada que tuviera que ver con ese tema…
Sin embargo, en 1813, en la época que conmemora este monumento de Vitoria que cumple ahora cien años, las cosas eran muy distintas. Los vascos de esa época ya estaban divididos por cuestiones políticas, pero no del modo en el que lo imaginaron los hermanos Arana. Unos estaban a favor de la causa revolucionaria que había prendido en París en 1789. Otros estaban a favor de la salida autoritaria que Napoleón había dado a ese proceso revolucionario (los llamados afrancesados) y finalmente había un tercer grupo (bastante numeroso) que odiaba, por igual, a los partidarios de la revolución y a los “afrancesados”.
Los revolucionarios y este tercer grupo habían hecho, desde 1808, causa común para acabar con Napoleón, al que unos veían como un sucio traidor que había acabado con la Libertad de 1789 por medio de un golpe de estado militar y los otros, los de ese tercer grupo, como un demonio salido del Infierno que quería acabar con la tradición en la que ellos vivían tan a gusto, sin imaginar nada mejor.
De dejar de ser españoles ninguno de esos tres grupos había dicho nada. Ni siquiera se lo planteaban
Ese proceso político iniciado en 1808, culminó en 1813, con esa batalla que decidió la derrota final de Napoleón. Ni Álava, ni España, volverían a ser las mismas. El Ejército, las gentes que lo formaban (la mayoría de ellos voluntarios que no estaban dispuestos a soportar la opresión de un ejército invasor) había cambiado radicalmente. La Tradición (plasmada en los Fueros que la familia Arana defendió hasta 1876) se veía desafiada por una nueva organización política: la constitución liberal de 1812…
Había habido, y todavía iba a haber, muchas batallas (en Senpere, en Tolosa, en San Marcial, en Toulouse, en Waterloo…) para, de momento, impedir que Napoleón tiranizase a toda Europa.
Eso, y nada más, es lo que recuerda este monumento que bien merece estar allí muchos más siglos para homenajear a unas gentes que, ante todo, lucharon para ser libres de esa opresión y a las que la cuestión de separarse de España les habría parecido sencillamente tan absurda como la pretensión de inventarse una Historia que jamás existió.
Eso, la derrota de Napoleón, un tirano militar que pretendía esclavizar a toda Europa bajo su férula pretoriana, es lo que realmente se recuerda en ese monumento que cumple ahora cien años. Quien no sepa verlo así, o quien crea que hay cosas más importantes que dedicar unas horas o unos minutos a esa conmemoración, o quien quiera borrar esos hechos de un pasado común, se está equivocando. Estrepitosamente. Y desde el sentido común (que es el principal fruto que da el árbol de la Ciencia) no se le puede decir otra cosa.
A partir del año que viene, quien quiera, podrá retractarse del error de asociar ideas anacrónicas a ese monumento, de ignorarlo, o de creer que carece de valor histórico.
Cosas todas ellas impensables en esa Europa unida a la que pertenecemos y a la que tanto queremos parecernos…