Por Carlos Rilova Jericó
Esta semana pasada, el 8 de junio, se cumplía el aniversario de la publicación del “Discurso del Método” de René Descartes en el año 1637.
Me pareció una efemérides curiosa. ¿Por qué?, bueno, echando cuentas rápidamente llegue a la conclusión de que Descartes había publicado esa obra de Filosofía, cumbre del pensamiento racional, justo un año y un mes antes de que se iniciase en la frontera guipuzcoana uno de los más grandes asedios que tuvieron lugar durante esa que se llamó Guerra de los Treinta Años.
En efecto, el 7 de julio del año 1638 las primeras avanzadas de un voluminoso ejército francés marchaba ya sobre el Bidasoa y empezaba a acercarse a la zona de marismas que protegía las obras exteriores de la fortaleza de Fuenterrabía (hoy oficialmente Hondarribia).
Ese asedio, vivamente deseado y organizado por el rey Luis XIII y, sobre todo, por su ministro y valido, el cardenal Richelieu, iba a ser formidable por más que (como suele ser lamentablemente habitual) al ser una gran batalla librada justo en la latitud Sur de los Pirineos, sea hoy prácticamente desconocida más allá del nivel local.
Así es, el ejército bajo el mando de un príncipe bastardo de la rama Borbón, la de los Condé, con lo más florido de las tropas reales francesas (incluido el regimiento de quien más adelante será llamado el Gran Condé), está compuesto por 20.000 hombres. Marchan regimientos de Caballería y de Infantería junto con unidades de la más moderna Artillería. Estos especialistas, matemáticos expertos (como el propio Descartes), traen consigo una nueva invención: los morteros. Piezas que pueden lanzar en tiro parabólico bombas que no sólo impactan como las balas de la Artillería convencional. Además de causar destrozos por medio de esos impactos directos, los proyectiles arrojados por los morteros, explotan gracias a una carga de pólvora interior y son capaces de desmontar, con esa sola deflagración, una casa entera.
No sé ha comprobado con absoluta certeza, de momento, pero se dice que es en este asedio de Fuenterrabía, del año 1638, en el que se utilizará por primera vez esa devastadora táctica del bombardeo combinado con el simple cañoneo de la plaza que se quiere tomar.
Ciertamente las crónicas españolas, como la de Palafox, elaboradas tras la derrota francesa de septiembre de ese año de 1638, indicaban que era algo novedoso. Y terriblemente eficaz. Las bombas entraban por los desvanes de las casas, caían a peso por sus dos o tres pisos intermedios y, con una precisión en efecto matemática, al llegar al zaguán o piso bajo, explotaban reduciendo a escombros la casa entera…
No fueron esas las únicas escenas de drama humano y devastación sangrienta que se vieron ante los muros de Fuenterrabía en aquellos dos meses de asedio de 1638.
Las crónicas hablan de montañas de cadáveres. Es fácil, siguiendo la descripción de esos documentos, saber cómo llegaron a formarse. Entre los regimientos que asedian la fortaleza los tambores suenan con un ritmo hipnótico, tal y como lo cuenta la propia crónica de Palafox. Los alféreces agitan las gigantescas banderas que distinguen y agrupan a cada unidad, dando la señal para marchar con paso medido, como el de un mecanismo de relojería, a cien, doscientos… trescientos hombres moviéndose al unísono como uno sólo, con sus picas y mosquetes, los dientes apretados, bajo sus sombreros o morriones de acero las miradas fijas sobre los muros de la plaza desde la que se ven subir columnas de humo dejadas por la explosión de las últimas bombas lanzadas por los morteros. En los últimos tramos, los sargentos mayores y los caballeros que guían a esos hombres en calidad de oficiales, alzan las voces dando las últimas instrucciones.
El miedo contenido en esas filas, sin duda, debía ser más que palpable ya a esas alturas del avance. Pronto llegan las consecuencias. Los artilleros que defienden la plaza de Fuenterrabía cargan sus piezas con palanqueta. Se trata de otra decantada técnica de Artillería en la que intervienen cálculos más o menos complejos como los que pasaron, toda su vida, por la cabeza del autor del “Discurso del Método”. La palanqueta son trozos más o menos rectangulares de metal. Combinados con otro tipo de munición, como la metralla y los angelotes (dos pequeñas balas unidas por medio de cadenas o barras), su eficacia es tan devastadora como la de las bombas.
Desde luego que su efecto no puede ser más devastador para las líneas de Infantería que marchan para tomar las brechas abiertas en las fortificaciones hondarribiarras. Las palanquetas salen desde cañones que han sido apuntados con toda exactitud por sus artilleros, que han calculado, también con exactitud, la carga de pólvora necesaria para que el impacto sea efectivo. Pronto se ve, como nos recuerdan las crónicas de ese asedio, cómo pasan esos trozos de metal proyectados a toda velocidad por entre las filas francesas, segándolas literalmente. Una y otra vez, porque los cañones de la plaza son rápidamente recargados. Apenas descansan.
Según la crónica de Palafox, esa técnica utilizada por los artilleros que defienden Fiuenterrabía llega a tal punto de eficacia que los franceses deben enviar a soldados armados con largos bicheros para retirar a sus muertos. Caídos en tal volumen que les impiden formar las tropas para dar nuevos asaltos…
Como vemos tan sólo por medio de estos pequeños retazos, un año y un mes después de que Descartes publicase su “Discurso del Método”, era obvio que el Hombre, el ser humano en sí, seguía pensando, discurriendo, con unas enormes dosis de Lógica y Método científico.
El único problema es que todo ese ingenio se aplicaba, casi masivamente, al asesinato mutuo. A producir, en serie, escenas dantescas como las que se dieron en el asedio de Fuenterrabía en el verano de 1638. Hay que sacar en conclusión, pues, que ese era el signo de la época.
Es bien sabido que el cardenal Richelieu mandó inscribir en gran parte de su Artillería, como la que asedió Fuenterrabía en 1638, la inscripción latina “Ultima ratio regum”. Traducido libremente “el último argumento de los reyes”…
Esa era la Filosofía dominante en la época. Incluso en un reino dirigido por un hombre de la Iglesia, como Richelieu. De hecho, el mismo Descartes (como es bastante sabido y ya comentamos en algún otro correo de la Historia) se ganó la vida como mercenario al servicio de distintos Ejércitos -como el que pone sitio a Fuenterrabía en 1637- además de como matemático, filósofo, hombre de Ciencia…
Así, bajo esa perspectiva, sería bueno considerar cuál fue el verdadero propósito y alcance de ese “Discurso del Método”, de ese libro para pensar fría, racional y acertadamente. Escrito por un soldado que, casi a diario durante algunos años, vio, en la realidad que le rodeaba, justo lo contrario de lo que decían sus páginas escritas entre combate y combate entre los muchos ejércitos que se batían en Europa en esas fechas y nada sabían de un futuro mejor. Más racional, más ordenado. Más metódico.