Por Carlos Rilova Jericó
Esta semana, el domingo 17 de diciembre de 2017, se cumplirán cien años de la muerte de Fermín Lasala y Collado, duque de Mandas.
Como durante cuatro años de mi vida yo me dediqué a estudiar la suya y a escribir con ella mi tesis doctoral, me ha parecido, inevitable, tratar de contar hoy, en este nuevo correo de la Historia, quién fue Fermín Lasala y Collado, duque de Mandas.
Nació en San Sebastián, en el año 1832, del matrimonio de Fermín Lasala y Urbieta y de Rita Collado. Sus dos padres, ella y él, eran comerciantes prósperos.
Fermín Lasala y Urbieta descendía de emigrantes franceses de la zona de los Pirineos. Para cuando Fermín hijo nació, él ya había conseguido amasar, como comerciante, una considerable fortuna que fue incrementando como sólo lo podía hacer un capitán de empresa de esos que tanto proliferaron en Europa en aquellas tres primeras décadas del siglo XIX y que han sido perpetuados por las novelas y el Cine. Sobre todo en el mundo anglosajón.
La madre del futuro duque de Mandas, Rita Collado, era heredera de la casa de comercio de los Collado, dirigida por una enérgica matriarca de origen cántabro. Al parecer, la madre del futuro duque salió a ella en carácter, pues a pesar de que la familia quería evitar su boda con Fermín Lasala y Urbieta, ella, Rita, se negó en rotundo a aceptar ese veredicto familiar, imponiendo su propio criterio. Lo cual no estaba nada mal para el año 1828, que fue en el que tomó esa drástica decisión, Tan opuesta a los convencionalismos dominantes en su época y en su clase social.
De ahí salió el futuro duque de Mandas. Ya nació, en 1832, siendo el heredero de una gran fortuna, que crecía día a día, tanto gracias a la buena administración doméstica de su madre Rita, como a la ferocidad de su padre en aquella España isabelina en la que -con el tiempo- llegó a ocupar puestos de responsabilidad junto a la Corte, para asesorarla en cuestiones económicas.
El joven heredero se comportó como un vástago sólido de ese tronco, ya de por sí bastante sólido. Tuvo una preparación académica igualmente sólida en las universidades de Madrid. Como experto en Jurisprudencia (uno de los grados mas altos en la carrera de Derecho) y, asimismo, con la titulación equivalente a la de Filosofía y Letras. Quizás obtuvo esta última porque tenía un gusto por la Historia inculcado por su madre Rita, con la que solía tener interesantes conversaciones sobre la desdichada María Estuardo, reina de Escocia.
Aparte de esos estudios, el joven heredero recorrió Europa en el “tour” habitual para los de su clase social. Visitó Francia. Así como Gran Bretaña (donde pudo ver, y conseguir, algunas reliquias de su admirada María Estuardo). Llegó incluso a hablar con los guardias del rey de Prusia, preguntándoles por su vida.
Así, cuando hacia 1855 se hace cargo del capital político y económico que le legan su padre y su madre, Fermín Lasala hijo estaba listo para afrontar un mundo lleno de peligros. Uno en el que había que ser rápido y tajante para sobrevivir. Es el mundo de los Vanderbilt, los Morgan, los Astor y los Rothschilds. Grandes magnates que, en unas ocasiones, son rivales de la familia Lasala y en otras socios de ella. Como ocurre en el caso del primer ferrocarril a vapor del estado de Nueva York. Puesto en marcha gracias tanto a capitales facilitados por familias como los Astor, como por los Lasala de uno y otro lado del Atlántico.
Fermín Lasala y Collado también tendrá que moverse en las convulsas aguas de la Política española e Internacional que se agita entre esos años de mediados del siglo XIX y los diecisiete primeros del XX, que desembocan en la Primera Guerra Mundial y la revolución bolchevique.
Lo hará al lado de grandes figuras como Antonio Cánovas del Castillo. Compañero suyo de estudios y amigo personal hasta su muerte en el año 1897.
Junto a Cánovas, una vez que se han superado las convulsiones de la última de las guerras carlistas (en la que Fermín Lasala y Collado será combatiente en el lado liberal), pasará de la Política provincial, donde ha representado a su territorio guipuzcoano natal en el Parlamento y en la Diputación, a responsabilidades de estado más altas.
Como ministro de Fomento, como senador vitalicio y, al menos tres veces, jugando en la palestra internacional el destino de una España que se debate por sobrevivir en la Era del Imperialismo.
Lo hará en puestos de primer orden, entre 1890 y 1897 en la embajada de París, tratando de desactivar la crisis que desembocará en la pérdida de las colonias españolas en Antillas y en Asia-Pacífico en 1898 y de hacer valer los avances españoles en África central, que ya se están dado en ese momento.
Después de que esa crisis, la del 98, llegue, se le mantendrá, tanto por su partido como por el de los liberales de Sagasta, en la embajada de Londres, entre 1900 y 1905, para conseguir que España recupere el terreno perdido en las Antillas y Asia-Pacífico en esa África que ya se están repartiendo otras potencias europeas.
En los doce años que van desde 1905 hasta su muerte en 1917, Fermín Lasala llevará una vida más bien tranquila, a caballo entre sus extensas posesiones inmobiliarias en Madrid y su mansión de Cristina-Enea en San Sebastián. Sus negocios seguirán prosperando, aunque su bienestar material está ya más que asegurado por los cargos públicos que desempeña con carácter vitalicio, en el Senado y en otros cenáculos del poder de esa España de Alfonso XIII.
Su vida, como la de todo ser humano, seguirá su curso fatal, pero, antes de que le llegue el fin, verá morir a su mujer Cristina. Bienamada, como se puede deducir de la presencia en el despacho del duque del cuadro que le pintó Palmaroli. Estuvo allí hasta que el duque murió el 17 de diciembre de 1917.
Antes de que llegase ese día de ese año, el duque verá colapsarse el mundo en el que vivió y creció. Le llegarán noticias de la “Gran Guerra”, temida y esperada, que, al fin, había estallado en 1914. También de la revolución socialista que él ya había intuido como ineludible en los comienzos de su vida como político.
Cuando murió, el 17 de diciembre de 1917, dejaba tras de sí una inmensa fortuna que sería legada a, falta de herederos directos, a la Diputación guipuzcoana. Su mansión y jardín de Cristina-Enea, así como su biblioteca, quedarían en manos del Ayuntamiento de San Sebastián. No tuvo hijos, pero en ese gran jardín de estilo inglés dejó muchos árboles que aún siguen creciendo en ese parque donostiarra. Sí dejó, también, varios libros de Historia escritos. Entre ellos algunos en los que justificaba sus propias ideas políticas. Como “La separación de Guipúzcoa y la Paz de Basilea” o la “Última etapa de la Unidad Nacional. Los fueros vascongados en 1876”. Donde se exoneraba, en parte, de la acusación que vertieron contra él de haber sido el impulsor de la abolición foral de 1876. Algo que algunos políticos de tendencia contraria a la suya, le estuvieron reprochando hasta después del día de su muerte.
Hoy, a poco menos de una semana del centenario de esa fecha, yo, que dediqué cuatro años de mi vida a escribir una tesis sobre él, que fue publicada por última voluntad de un gran historiador vasco como José Ignacio Tellechea Idigoras, he querido recordarlo y que se le recuerde. Tan exactamente como sea posible, tan justamente como sea posible, en un país con tendencia al olvido. Incluso de aquellos que han forjado el presente en el que hoy vivimos.
Así pues, que la tierra te sea leve, duque. Hoy y dentro de otros cien años.