Por Carlos Rilova Jericó
Esta semana ha sido sencillo elegir tema para este nuevo correo de la Historia. Tom Wolfe, el mediático creador del llamado “Nuevo Periodismo”, moría en su querida Nueva York a los 87 años, a causa de una neumonía. Así es como el hombre del traje blanco y el elegante (y caro) sombrero Panamá entraba en la Historia.
Aunque en realidad Tom Wolfe ya había dado ese paso en vida, desde mediados de los años sesenta del siglo pasado, en el que su extravagante estrella profesional comenzó a ascender.
Eso ocurrió porque Tom Wolfe empezó a publicar artículos de gran difusión en los que daba una muy particular visión de lo que estaba sucediendo en unos Estados Unidos que, como el resto del Mundo, se estaban viendo convulsionados por una serie de revueltas políticas y sociales que darían lugar -en gran parte- a la sociedad en la que hoy vivimos.
Su obra a ese respecto, publicada en España casi de inmediato por la editorial Anagrama (uno de los símbolos de la vanguardia política española durante el Tardofranquismo) resulta verdaderamente interesante como documento histórico para conocer aquel período revolucionario que hoy, cincuenta años después, todavía nos fascina y nos sigue generando preguntas y curiosidad más o menos sana.
En efecto, el aristocrático y despectivo periodista (dicen que se encargaba a medida hasta los calcetines) nos muestra una cara menos conocida de lo que pudo ser aquel hoy casi mítico Mayo del 68 (o, en el caso concreto de Norteamérica, el famoso “Verano del Amor” que precede al Mayo francés en casi un año).
Esa faceta desconocida de los tiempos de la Contracultura, a la que dio voz (y cara) Tom Wolfe, advierte al historiador de esa época de un hecho fundamental: no todo en aquellos años fue Hippismo, lecturas apasionadas de “On the Road” de Kerouac, viajes astrales inducidos por el LSD, Amor Libre, Poder de las Flores, o amanecer de la Era de Acuario.
Una gran parte de la sociedad occidental abominaba de esa ruptura frente al convencionalismo bienpensante y relativamente satisfecho que había surgido con la segunda posguerra mundial y de la que, por cierto, surgía a su vez ese inconformismo entre los hijos bien alimentados y mejor educados de esas clases medias consolidadas tras 1945.
De otro modo, Tom Wolfe no habría triunfado en una época en la que un tipo encorbatado y vestido como un dandy de la época del gran Gatsby, era, cada vez más, una ridícula rareza en un mundo donde triunfaba el llamado “bello desaliño”. Ese que los hippies supieron poner a la orden del día. Incluso en los trajes más serios vestidos por unos ejecutivos que, al menos hasta 1978, no querían parecer tan serios y estirados como sus predecesores de la década de los cincuenta y aceptaban que el pantalón de sus trajes gris marengo fuera acampanado, los cuellos de sus camisas de vestir largos y picudos y las corbatas dieran paso a diseños florales y psicodélicos. Discretos, pero no demasiado discretos.
Además de eso Tom Wolfe triunfó con unos artículos que ponían -como se suele decir- de vuelta y media toda aquella Contracultura hippie y sesentayochista.
Un ejemplo muy claro de todo esto aparece en los dos artículos recopilados en España por la editorial de Jorge Herralde -Anagrama- bajo el título “La Izquierda exquisita y Mau-mauando al parachoques”.
En uno y otro, Wolfe avergonzaba públicamente a los que habían convertido la Contracultura en una pose o en un negocio político. En el primero de esos dos artículos cargaba contra los que vivían en la opulencia pero, aún así, se declaraban furibundos antisistema, contraculturales irredentos indignados contra la sociedad capitalista e imperialista en la que, sin embargo, vivían principescamente.
La víctima primordial de esa crítica (hoy tan de moda de nuevo en España, a costa de la compra de cierto chalet valorado en más de medio millón de euros por supuestos líderes descamisados) era el director de orquesta Leonard Bernstein. Descrito por el implacable Wolfe como un ególatra encantado de oírse a sí mismo en cuanto tenía ante él un auditorio que no podía escapar a sus arengas. El célebre músico (al que irritó profundamente este alarde de Nuevo Periodismo de Wolfe) vivía una lujosa existencia, pero, sin embargo, predicaba desde esa cómoda posición una revolución que, en principio, debería haberlo puesto contra un paredón apenas la Bolsa de Wall Street hubiera sido tomada por el sóviet de Nueva York…
Esa visión -un tanto simplista acaso- sobre los procesos revolucionarios, reaparecía en “Mau-mauando al parachoques” incluso con más fuerza. En este nuevo fragmento de Nuevo Periodismo, Wolfe retrataba a supuestos líderes sociales del “Black Power” aleccionando a los muchachos de supuestas barriadas marginales de las grandes ciudades norteamericanas para acudir a las respectivas instancias municipales y estatales a reclamar dinero, subvenciones, etc… que evitasen un estallido revolucionario en esos barrios llamados “negros”.
La lección básica que se les impartía, tal y como la describe Tom Wolfe con gozosa y resentida malicia, era que el día en el que fueran a visitar al funcionario de turno (el “parachoques” al que se refiere el título el artículo) lo hicieran ataviados como guerrilleros. Nada de calzar sus elegantes zapatos de ante, nada de vestir camisas Harry Belafonte… Debían ponerse amenazantes gafas de sol cubanas, botas militares como las utilizadas por el Ejército estadounidense en las junglas vietnamitas y, en general, bastante parafernalia paramilitar que les diera aspecto de eso, de guerrilleros del Mau Mau a punto de iniciar una revuelta que incendiaría los barrios marginales de medio Estados Unidos.
La moraleja de ese artículo wolfiano era clara: en los años sesenta y setenta, la Administración pública norteamericana estaba alimentando con dinero público -derrochado a manos llenas- a auténticos estafadores que estarían aprovechando el malestar contracultural extendido por medio Mundo para crear una falsa impresión de estado prerrevolucionario en Estados Unidos.
Por supuesto, las cosas eran mucho más complejas. Pero lo importante es que Tom Wolfe las vio así. Y muchos lectores norteamericanos -o de otros países- también podían ver así las cosas de aquella década prodigiosa.
Ese es el gran valor de lo que escribió Tom Wolfe en aquella época. O incluso después, durante la estólida década de los 80 en la que sus tesis políticas triunfaron plenamente (o casi) sobre la refrescante Contracultura de los setenta.
Nos mostró que no todo el Mundo quería hacer la revolución en esas “décadas púrpura”, que hubo en ellas gente que no eran precisamente idealistas, que hubo mucho de pose (un tanto irritante por su arrogancia y supuesta superioridad moral) en todo aquello. Algo que, finalmente, contribuyó al rearme moral de la Derecha arrumbada por tanta manifestación, orgía de drogas y movilización política.
Un triunfo del que, por cierto, Tom Wolfe pareció arrepentirse después de todo. Como sabrá cualquiera que haya leído hasta el fin su novela titulada “La Hoguera de las vanidades”. Donde sin dejar de zaherir a los que zahirió en “Mau-mauando al parachoques”, también reservó algo de munición para los que realmente fueron devorados por el implacable Behemoth neocapitalista. Ese que él contribuyó a defender durante sus horas más bajas. Aquellas que se extendieron entre 1968 y 1978…