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Carlos Rilova

El correo de la historia

¿Quién vive dentro de ese cuadro? El Bosco y sus extrañas pinturas como personajes históricos

Por Carlos Rilova Jericó

retrato-de-hieronymus-bosch-hacia-1550-atribuido-a-jacques-le-boucqLas bibliotecas suelen ser lugares muy oportunos para inspirarse cuando se trata, como ocurre en una página como ésta, de escribir -cada siete días- sobre algún tema relacionado con la Historia.

En este caso, la inspiración vino al descubrir entre las novedades de la Koldo Mitxelena de San Sebastián un libro ilustrado que publicó hace dos años el Museo del Prado.

El título de la obra es, desde luego, llamativo: “El tríptico de los encantados”. Las figuras que hay en la portada también llaman la atención enseguida. Son interpretaciones de un artista actual -el ilustrador Max- sobre las extrañas imágenes que se prodigaban en los cuadros de Hyeronimus Bosch. Conocido como El Bosco a este lado de los Pirineos.

Con esa mezcla de libro ilustrado y cómic -o incluso novela gráfica, como se cataloga a esas obras hoy día- el Museo del Prado trataba de rendir un homenaje explícito a este particular artista, que dejó una buena parte de su obra en esa pinacoteca.

A partir de ahí, podríamos decir, empieza lo interesante de este caso que va a ocupar este nuevo correo de la Historia.

La primera pregunta interesante que suscita este libro dedicado por el Museo del Prado a Hyeronimus Bosch, es ¿cómo llegaron hasta allí esas pinturas?

La respuesta es también de lo más interesante: esas tablas sobre las que ese pintor flamenco desplegó su desconcertante mundo imaginario, llegaron hasta este museo porque Fernando VII así lo quiso. Puede parecer chocante que un rey español de principios del siglo XIX -tocado por una pésima fama, además- colocase allí, para ilustración de la ciudadanía aplastada por su Absolutismo, estos llamativos trabajos de un extravagante artista del Flandes de la segunda mitad del siglo XV.

Esa aparente paradoja, es producto, ante todo, de la decisión de uno de los nobles ancestros del primero deseado -y luego odiado- Fernando, de comprar para la Colección Real -con la que se fundará en 1819 el Museo del Prado- esas obras.

El noble antepasado en cuestión, era Felipe II. Un rey que, como su tatataranieto Fernando VII, tampoco ha tenido mucha suerte con la posteridad, zarandeado por el Franquismo que quiso ver en él y su Escorial un precursor de esa amalgama ideológica y, por esa misma razón, considerado en el imaginario vulgar de las Izquierdas españolas como un ancestro -más o menos lejano- de esa dictadura.

Evidentemente, en cualquier caso, parece difícil que tal personaje -Felipe II- fuera un admirador -incluso secreto- de la dudosa obra de Hyeronimus Bosch. Más conocido como El Bosco.

Por supuesto la Historia, como ciencia social, tiene una explicación bastante razonable para que esas pinturas llegasen a manos de Felipe II.

Hay dos libros de Historia de muy diferentes calidades que explican esto. Uno está firmado por un historiador de amplia respetabilidad dentro de la profesión. Un ortodoxo, si queremos llamarlo así: el profesor Henry Kamen que pasa, no sin razón, por ser uno de los más exactos biógrafos de Felipe II. El otro libro salió hace tiempo de las manos de Juan G. Atienza que, pese a su larga trayectoria dentro de revistas de Historia, en las que se codeaba con figuras como la de Kamen y otros grandes nombres similares, siempre se ha situado al margen de esa ortodoxia histórica. Moviéndose, por el contrario, con bastante soltura en los límites de lo científico y lo que antes se conocía como “Mística” y hoy es, simplemente, “Paranormal”.

Ambos autores, sin embargo, coinciden en sus respectivas obras -“Felipe II” y “La cara oculta de Felipe II”- en que ese supuesto rey-monje, ese ejemplo perfecto de la ortodoxia católica -tal y como lo querían los intelectuales franquistas y hasta algunos historiadores del Arte como Walter S. Gibson- era, en realidad (y como no podía ser de otro modo) un príncipe renacentista.

Como tal, era un hombre incapaz, todavía, de distinguir la racionalidad científica en la que se basa nuestro mundo, de lo que hoy llamamos “Magia”.

En efecto, tanto Kamen como Atienza aportan en sus respectivas obras sustanciales datos demostrando que Felipe II creía, por ejemplo, en la posibilidad de transmutar el plomo en oro por medio de la Alquimia. Así, como buen alquimista, en su cabeza bullían fórmulas semimágicas y la idea de que la práctica alquímica le acercaría a Dios. La biblioteca de la Torre de la Botica, en El Escorial, y las heterodoxas compañías de las que el monarca se rodeaba -como Juan de Herrera, su arquitecto- prueban que, en efecto, Magia, Brujería y Ciencia eran una amalgama compacta en la mente de Felipe II (no muy distinta, por cierto, a la que subsistía un siglo después en figuras tan veneradas por la Ciencia actual como sir Isaac Newton).

Evidentemente, vistas las cosas desde esa perspectiva, no tiene nada de raro que Felipe II adquiriera para la Colección Real una serie de pinturas -“La extracción de la piedra de la locura”, “El Jardín de las Delicias”…- firmadas por un artista tan particular como El Bosco.

Puede que a los simples mortales del siglo XXI, sin afanes místicos, esas pinturas nos parezcan incomprensibles, extrañas, desconcertantes. Pero para un alquimista como Felipe II eran una fuente de inspiración y un laberinto mágico a través del cual comprender lo que tanto necesitaba.

Es decir: acercarse lo más posible a la mente del Creador del Universo, comprender, poseer Sabiduría. La bastante, al menos, como para transmutar metales viles en oro.

Un oro que, como nos recuerda Kamen a través de lo que el propio monarca iba dejando escrito, debía ser utilizado para combatir en los campos de batalla a sus cada vez más numerosos enemigos. Unos que, cerrando una especie de círculo perfecto, él veía precisamente como los enemigos de ese Dios a cuya mente trataba de acercarse del mismo modo en el que, casi un siglo después, lo intentaban -también por medio de la Alquimia y la Mística- figuras científicas tan relevantes como Newton…

Se puede especular mucho sobre el significado de los inquietantes cuadros de Hyeronimus van Aeken Bosch, pero no debería haber duda alguna sobre el interés último de Felipe II en estas obras.

Hay quienes como José María de Azcarate desautorizaban a Brion y Fraenger y así descartaban todo significado religioso oculto (y heterodoxo) en la obra del Bosco.

Para Azcarate, la obra del Bosco sólo trata de manifestar cómo el Pecado -definido según la Ortodoxia católica- anula la Razón y crea un mundo absurdo, irracional.

Pero incluso esa conservadora interpretación nos revela justo aquello que buscaría alguien como Felipe II, interesado en poseer un poder casi divino: el de transformar la materia vil en materia excelente para dedicarla a grandes fines. Para él, esa obra del Bosco sería una especie de guía visual que le ayudaría a sortear todas las trampas que el mundo material, corruptible, que nos rodea, impone a los simples mortales. Distraídos con todo lo que la Religión cristiana ha considerado como efímero, transitorio, condenable…

Esa, en definitiva, sería la razón de ser de los extraños personajes que pueblan las obras del Bosco. La de proyectar a las esferas de pensamiento más altas a los iniciados que -como Felipe II- aspiraban al conocimiento absoluto. A encontrar la manera de estar, plenamente, en la mente de Dios que ciertas tradiciones místicas identifican como la Ciencia, la Sabiduría ilimitada…

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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