Por Carlos Rilova Jericó
Esta semana sería muy apropiado escribir algo sobre la fiesta de San Valentín. De hecho, lo voy a hacer, aunque parezca, por el título de este nuevo correo de la Historia, que en absoluto se va a tratar aquí, hoy, de ese tema. Pero, sí, lo haré y hablando sobre una película que, al fin, tras varios años, va a ser estrenada para el público español.
La película se titula “Cambio de reinas”, como ya habrán deducido por el título de este correo de la Historia. Fue terminada en el año 2017, pero hasta éste de 2019 nada han sabido de ella las salas de cine de este lado de los Pirineos.
Sin embargo, un estreno, aquí, de esa película, en el año 2019, es una gran idea. Principalmente porque esta producción de Surtsey Films narra acontecimientos que eclosionaron precisamente ahora hace tres siglos y que, además, tienen bastante que ver con nuestra actual idea del Amor que celebramos cada 14 de febrero.
En efecto, “Cambio de reinas” es una descarnada crónica -donde se mezclan Historia y Cine- del punto final de la que se llamó Guerra de la Cuádruple Alianza.
Se trata de un conflicto armado que, como todo lo que tiene que ver con la Historia del siglo XVIII español -exceptuado el almirante Blas de Lezo, claro está- es casi completamente desconocido más allá del campo científico de la Historia.
El conflicto, esa Guerra de la Cuádruple Alianza, se inició en el año 1717. Y todo echó a rodar por una serie de circunstancias que haría las delicias de cualquiera que escriba guiones para Cine y Televisión. De hecho, los protagonistas de este fragmento de la Historia ya han salido varias veces en pequeña o gran pantalla. Cosa bastante extraordinaria en el caso de personajes históricos españoles. En este caso concreto, Felipe V y su segunda mujer, Isabel de Farnesio. Ambos, en efecto, aparecieron sangrantemente caricaturizados en un episodio de la otrora famosa serie de TVE “El Ministerio del Tiempo” y ella sola, años antes (y de un modo mucho más digno e impresionante) en la película “Esquilache” de Josefina Molina.
En 1717, como decía, los dados del destino ya habían sido arrojados por estos dos personajes (y algunos otros) sobre aquel elegante y terrible tapete que fue el siglo XVIII europeo. Para entonces Isabel de Farnesio ya había tomado en su puño de hierro los destinos de la corte de Madrid, tras haber subyugado a su marido Felipe V.
Así le fue relativamente sencillo conseguir que este nieto de Luis XIV se volviera contra los Tratados de Utrecht-Rastatt que, desde 1714, le garantizaban gobernar sobre el vasto imperio español.
La razón para denunciar esos tratados que tanto convenían a Felipe V era -aparte del claro dominio que Isabel de Farnesio ejercía sobre él- que la ocupación de las antiguas posesiones españolas en la fragmentada Italia de la época, era buena para los intereses de la corte matritense.
Una opinión muy opinable. Valga la redundancia. Desvestida esa aventura de esa apariencia de conveniencia nacional que costó miles de hombres y doblones, parece haber consenso dentro de la profesión acerca de que a quien realmente interesaba provocar la guerra denunciando los tratados de Utrecht-Rastatt, era sólo y únicamente a Isabel de Farnesio. Al fin y al cabo, princesa descendiente de una minúscula dinastía italiana que deseaba ver a su patria libre del yugo austriaco. De esos bárbaros que los italianos reclamaban ver fuera de su península desde el Renacimiento.
Algo que ella esperaba lograr movilizando a un reforzado Ejército español contra los garantes de Utrecht -austriacos, franceses, holandeses y británicos- para poner, manu militari, a sus hijos comunes con Felipe V en diversos tronos italianos.
Si eso llevaba a un desencuentro del soberano español con sus cercanos parientes franceses, incluso a una guerra -como finalmente así fue-, tanto peor, pero Isabel de Farnesio no era mujer a la que ese tipo de detalles detuvieran.
Y así fue como, en 1719, España tuvo que afrontar una invasión en toda regla después de dos años de enfrentamientos más o menos sordos en torno a la península itálica. Cuando Gran Bretaña decidió que aquello ya había ido demasiado lejos y que, visto el éxito de su almirante Byng en Cabo Passaro contra la renovada Armada española, todo era cuestión de probar suerte apoyando una invasión de los dominios centrales de Felipe V. Así fue como, desde enero de 1719, la frontera vasca empezó a temer -y algo más que a temer- una invasión francesa en toda regla.
Los temores se confirmaron a partir de la primavera de ese año, cuando lo más florido del Ejército de Francia cruzó la frontera y las plazas fuertes guipuzcoanas fueron puestas bajo asedio.
La tenaz resistencia de los regimientos de línea españoles destinados en esa frontera Norte -el África, el Galicia, el Flandes, el León…- así como la de las milicias guipuzcoanas, concluyó como solían concluir aquellas educadas guerras dieciochescas. Es decir, con una civilizada rendición de esas plazas fuertes y con la retención de la provincia fronteriza como botín de guerra y moneda de cambio en posteriores negociaciones. Cuando Felipe V se avino a llegar a un acuerdo satisfactorio tanto para su temperamental esposa, como para sus primos franceses y sus aliados.
Lo mismo que el territorio guipuzcoano había servido como teatro de esa guerra, también sirvió, en el verano de 1721, para sellar la reconciliación de las dos coronas borbónicas. Así se firmará en Hernani un acuerdo entre los ministros plenipotenciarios de ambas potencias para que la provincia volviese al suave dominio -como se decía entonces- de la Corte de Madrid, dejando de ser territorio francés. Como lo había sido desde agosto de 1719, por los azares de aquella guerra que Felipe V no tuvo más remedio que perder.
Como parte de esas negociaciones, se acordó intercambiar dos princesas en la frontera del Bidasoa. Una vez más se repitió ese viejo ritual que ya había tenido lugar entre la Casa de Austria y la de Borbón en 1615 y 1660 y que volvería a tener lugar entre ambas ramas de los Borbón -la española y la francesa- en el año 1745.
De ese acuerdo de 1721 habla precisamente “Cambio de reinas”, de las intrigas de alto nivel que se movieron en torno a esas dos princesas, María Ana Victoria de Borbón por parte española y Luisa Isabel de Orleans por la francesa. Las dos apenas eran unas niñas, pero aun así se vieron metidas en una cadena de conveniencias diplomáticas, políticas y militares que evidentemente las sobrepasaban.
Sus dos matrimonios, infelices y breves, nada tuvieron que ver con el Amor que se celebra el 14 de febrero, sino con la razón de estado de dos de las principales potencias europeas durante el siglo XVIII. Lo cual significaba, para ambas princesas, quedar convertidas en moneda de cambio con el fin de afianzar un temible combinado político y militar del que, hasta 1789, iba a depender la suerte de miles de seres humanos en ambos hemisferios del Mundo.
“Cambio de reinas” nos relata todas estas cuestiones. Con una mirada cruda, pero compasiva hacia las dos pobres princesas (si bien quizás más compasiva de lo que el carácter desordenado y escandaloso de Luisa Isabel de Orleans merecería). Eso será a partir de este 15 de febrero, cuando se estrene comercialmente esta película en España.
Aunque en San Sebastián habrá cerca de un centenar de personas que podrán ver antes esta película, en rigurosa primicia, si se acercan hasta el acuartelamiento de Loyola este miércoles día 13 a las 17:30 de la tarde.
Allí podrán satisfacer su curiosidad histórica sobre aquella guerra casi olvidada, pero de la que, sin embargo, dependió el destino de mucha gente durante todo el llamado “Siglo de las Luces”.
Esa curiosidad, además, quedará satisfecha en la sede de uno de los regimientos -el África, hoy Tercio Viejo de Sicilia 67- que luchó en aquella guerra que acabó con aquel cambio de reinas en el año 1722. Uno que nada tenía que ver con el Amor romántico, sino con aceradas razones de estado. Tan aceradas como aquellas bayonetas que defendieron San Sebastián durante 55 días de asedio francés hace ahora trescientos años…