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El sinsentido de la Guerra. La visión de “Los desertores” (1918-2018)

Por Carlos Rilova Jericó

soldados-britanicos-durante-la-i-guerra-mundialHe terminado de leer, esta misma semana, “Los desertores”. Es una novela reciente debida a un autor español, Joaquín Berges, que, sin duda, dada su trayectoria y la calidad de lo que escribe, parece destinado a perdurar dentro de alguna generación literaria española que algún día se acuñará. Como en su momento se acuñó la del 98 o la del 27.

En efecto, el libro de Berges nos indica que algo, casi de manera imperceptible, está cambiando en la sociedad española. Si hace unos años era casi imposible que un autor español se plantease escribir sobre temas “europeos”, renegando de esa especie de cansino casticismo, que nos ha estado oprimiendo intelectualmente durante cuatro décadas, Berges, ahora, en un año tan conflictivo en lo político como 2018, vendría a demostrar que es totalmente posible que un autor español escriba sobre temas como la Primera Guerra Mundial. Y lo haga de un modo tan convincente como si fuera británico, alemán, francés o italiano. Pero no quiero extenderme aquí sobre los valores, evidentes, de “Los desertores”. Mejores ocasiones habrá para eso en otros medios.

Lo que me interesa hoy destacar de esa novela, en este nuevo correo de la Historia, es uno de los fragmentos -bastante numerosos- en los que Joaquín Berges da entrada en su narración a la Historia. En este caso aludiendo -entre la página 261 y la 262 de “Los desertores”- a la participación del soldado Harry Patch en la que este libro llama la tercera batalla de Ypres. Es decir, la más conocida como Passchendaele, que tuvo lugar entre junio y noviembre de 1917.

Esa parte de “Los desertores” nos dice que Harry Patch fue herido en esa batalla y que, tras ser evacuado, consiguió sobrevivir. Incluso casarse, tener hijos y morir a la avanzada edad de 111 años en 2009. Pero no antes de haber roto un largo silencio y contar su punto de vista sobre lo que había vivido -y callado durante años- en aquella batalla que algunos definieron como un auténtico infierno en el barro de Flandes.

La conclusión de Patch sobre el sentido de la Primera Guerra Mundial era rotunda. Tanto que, al parecer, ha quedado consignada en sus declaraciones a los medios de comunicación, en su libro “The Last Fighting Tommy” -publicado en 2008- y en algunos de los monumentos erigidos junto el cráter que dejó la gigantesca mina volada durante la Batalla del Somme por los ingenieros británicos en La Boisselle.

Según lo que Berges copia en esa parte de su novela a partir de ese libro de Historia, la opinión de Patch era que la Primera Guerra Mundial, simplificada, no fue más que una bronca familiar y, por lo tanto, algo que no merecía aquel gran sacrificio humano del que él formó parte. De hecho, las palabras de Harry Patch al respecto decían que “Ninguna guerra merece la pena. Ninguna guerra vale un par de vidas, no digamos miles”…

Sin duda esta es una opinión más que respetable y que muy dignamente puede engrosar el argumentario del Pacifismo. Son las palabras de un hombre que, en su juventud -siendo casi un adolescente. entre sus 19 y 20 años- vio la muerte muy de cerca, en Passchendaele. Un inmenso barrizal destripado por cráteres de obús, alambradas, trincheras y una Tierra de Nadie donde se descomponían, al calor de aquel verano de 1917, cientos de cadáveres. E incluso heridos que no podían ser evacuados bajo el fuego cruzado de las ametralladoras y los francotiradores.

La opinión de Harry Patch era, pues, el lógico enfriamiento del entusiasmo de los regimientos de voluntarios británicos al comprobar que la guerra era “eso”. Algo que poco tenía que ver con las pulcras imágenes heroicas que aquellos muchachos habían visto en las ilustraciones del “Boy´s Own Paper” y otras publicaciones en las que la guerra parecía una saludable actividad deportiva. A través de la que, además, los británicos llevaban la luz de la civilización a pueblos “atrasados”…

Sin embargo, pese a esa irrefutable, objetiva, lógica, lo cierto es que la afirmación del señor Patch, no debería tomarse como una máxima vital. Por desgracia, la guerra es algo más que una disputa familiar. De hecho, ni siquiera lo fue en guerras dieciochescas como la que mencionaba en este mismo correo de la Historia la semana pasada.

La guerra, por el contrario, es un proceso cultural -propio de la que Freud llamaba Psicología de masas- derivado de ciertas características del género humano. Para empezar la agresividad natural que nos permitió sobrevivir, durante varios miles de años, a pesar de ser el competidor más débil y naturalmente peor armado.

Algo que desgraciadamente, aunque en diversos grados, hace que el ser humano sienta deseos de matar, de defenderse agrediendo.

A ese instinto de agresión y defensa, está muy unido el de territorialidad. En cuanto un grupo humano ve en peligro sus recursos vitales -agua, comida, combustible…- encuentra enseguida buenas razones para enfrentarse al supuesto grupo agresor que vendría a privarle de esos recursos esenciales, usando, además, en muchas ocasiones, la fuerza bruta. Es decir, el instinto de matar aplicado de forma sistemática y decantado en una organización de corte militar.

La cultura humana, guste o no, ha girado durante siglos en torno a estas cuestiones que, en efecto, han convencido a miles de personas de que merecía la pena participar -con todas las consecuencias, aunque imaginadas casi siempre en carne ajena- en lo que, como bien decía Harry Patch, empezó como una bronca familiar entre gobiernos y dinastías y acabó en una masacre masiva bajo la implacable luz de la Ciencia moderna aplicada a matar. A esos miles de personas, evidentemente, algo se les había perdido en ese terrible asunto que no podía ser únicamente una “bronca familiar”. Pues, de otro modo, la Primera Guerra Mundial se habría reducido a un intercambio de insultos y bofetadas entre, por ejemplo, los Honhezollern alemanes y los Romanov rusos durante la cena navideña de 1914.

Es más, es patente, de manera objetiva, que hay guerras que no son un sinsentido -si es que alguna lo es- sino que, además, han tenido un alto contenido moral. Pensemos, por ejemplo, en la siguiente guerra a la Gran Guerra en la que luchó Harry Patch. ¿Hubiera sido posible convencer, con pacíficas razones, a regímenes como el fascista y el nazi, que glorificaban a la Guerra como la más alta de las actividades humanas, de que abandonasen esa actitud, de que no agredieran a España, Francia, Gran Bretaña…?

Obviamente un pueblo verdaderamente civilizado -como lo podía ser la democracia estadounidense de esas fechas- puede que encontrase que la guerra era un sinsentido, pero si quería que su democracia no sucumbiese bajo la sombra de sociedades semisalvajes -como la Alemania nazi- no le quedaba más remedio que volver a los campos de batalla. Para allí focalizar el instinto de supervivencia y agresión en conseguir ese fin más alto que, como sostenía la Carta de las Naciones Unidas, redactada en esas fechas, aspiraba a que la guerra sirviera, esta vez sí, para acabar con todas las guerras.

Un estado idílico al que, quizás, algún día llegue la Humanidad, convirtiendo en un verdadero sinsentido las guerras, cuando para sobrevivir no sea preciso matar a quienes -con la antorcha de la Guerra en la mano- han querido -a lo largo de la Historia- impedir que la Humanidad evolucionase desde su estado casi animal hace cien mil años, al de seres racionales, verdaderamente racionales…

Un interesante viaje que, sin embargo -conviene no dejarlo caer en saco roto- también podría conducirnos a un futuro distópico, en el que la supresión total de la agresividad se llevase también por delante nuestro instinto de supervivencia y con él sentimientos que hoy consideramos claramente humanos. Como la compasión o la empatía. Tal y como planteaba problemáticamente, pocos años antes de la Gran Guerra, un hombre de ideas avanzadas, claramente antifascista, como H. G. Wells, en su célebre novela “La máquina del tiempo”…

 

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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