Por Carlos Rilova Jericó
Esta semana anterior se cumplía, como seguro no han podido evitar leer, el 30 aniversario de la caída del Muro de Berlín. No quiero extenderme sobre este asunto que, para mí, es más un recuerdo personal que Historia propiamente dicha.
Sin embargo, sí hablaré de algo que tenía mucho que ver con el régimen que colapsó en esos momentos. Me refiero al llamado culto a la personalidad.
No es que ese mecanismo de control social haya sido exclusivo de aquel “socialismo real” que se desmoronó, en gran parte, por falta de eso precisamente, de algo que se pudiera llamar socialismo real en lugar de estados policíacos controlados por una partidocracia que, por lo general, sólo admite un único partido. El comunista para más señas.
En efecto, culto a la personalidad lo ha habido desde que las sociedades humanas se vuelven complejas y sedentarias y aparece una clase dominante que refleja su poder por medio del Arte. De grandes obras arquitectónicas como las pirámides, pero también a través de murales, pinturas, frescos, etc… que describen e imponen el modo de pensar de esa clase dominante. Los emperadores romanos, sin ir más lejos, eran divinizados y su efigie aparecía en la materia más apreciada por todo ser humano con un mínimo instinto de supervivencia. Es decir, en el dinero que permitía acceder a todo lo necesario para asegurar esa supervivencia.
Sin embargo, hay que reconocer que el Totalitarismo comunista llevó a grandes cotas ese medio de control social. El camarada Stalin así, aparte de aparecer reflejado en toda clase de pinturas heroicas -la llamada escuela del Realismo socialista es un perfecto ejemplo- invadía las calles en grandes carteles desde los que, como los emperadores romanos, parecía alguien no precisamente humano.
Cierta Historiografía pervertida al servicio de aquel sistema que barrenó, desde dentro -y sin demasiada ayuda de los agentes capitalistas infiltrados en su seno- toda forma de socialismo real, se basaba en identificar a Stalin con cualquier invento, logro científico, social, económico… que, supuestamente, se hubiera producido en la flamante URSS.
Pero Stalin, lo crean o no sus entusiastas o detractores, no inventó nada a este respecto. Si acaso lo perfeccionó. Como alguno de los admiradores vergonzantes de su labor. Caso de los nazis alemanes o los fascistas italianos.
En efecto, no sólo los emperadores romanos o los monarcas medievales habían precedido a Stalin. También algunos soberanos, muy próximos a nosotros, que vivieron a caballo entre el Renacimiento y el Barroco.
El caso de Enrique IV, rey de Francia y de Navarra, es uno de los más llamativos. ¿Y por qué? Pues por una sencilla razón, porque el culto a la personalidad desarrollado en torno a él fue un tanto especial. Tanto que se podría decir, como en ese anuncio de cierto banco que ahora corre por la Televisión, que fue un “culto a la personalidad-no culto a la personalidad”.
Así es, normalmente los cultos a la personalidad han querido hacer del que los ha instrumentalizado una especie de ser semidivino, descargado de las naturales debilidades propias de todo ser humano y adornado, por el contrario, de las virtudes propias de alguien que no se mide ya en la escala humana, sino en la de los dioses.
Por otra parte, el culto a la personalidad normalmente está asociado a sistemas de dominación social. Es decir, se rinde culto a una personalidad que reúne en torno a ella todos los poderes y piensa y decide por todos sus adoradores, a los que, generalmente, acaba sacrificando en alguna aventura espeluznante. Como extender el espacio vital de la raza aria, recuperar las fronteras del antiguo imperio romano o, en el ya aludido caso de Stalin o el de su homólogo chino, Mao Tse-Tung, construir el llamado “socialismo real” sin mirar a cuántos miles habría que eliminar para llevar a cabo tal empresa.
Lo que rodeó a Enrique IV, por el contrario, fue atípico dentro de esos cultos a la personalidad. En efecto, el rey Enrique, por lo general, no era presentado por sus propagandistas como un semidiós, sino como un hombre bastante normal. O más exactamente como una especie de francés medio común y corriente de finales del siglo XVI, pero capaz de llevar al extremo todo aquello que gustaba o admiraban esos franceses medios.
La letra del himno de la monarquía francesa -que existe y tiene distintas variantes- se creó para él y se refería a él. Sus versos, que traduzco de manera más o menos libre, eran una simple estrofa de no más de cuatro líneas y decían así: “Viva Enrique IV, viva ese rey valiente. Ese demonio de hombre tiene el triple talento de beber, batirse y ser un verde galán”…
Ya lo ven, Enrique IV aparecía en ese himno, datado hacia 1600, como un tipo simpático, un audaz aventurero en cuya cuadrilla de compinches hubieran querido estar muchos para eso, para divertirse bebiendo, metiéndose en escaramuzas y galanteando damas… Nada que ver, por tanto, con ningún semidiós.
De hecho, el ritmo del himno es el de un “tourdion”, una modalidad de canción corta, y festiva, muy popular en la Francia del siglo XVI.
Otras versiones de la canción nos dan también la medida de las razones para exaltar, para hacer popular, a Enrique IV en la Francia de aquella época de finales del XVI y principios del XVII. Así una de ellas manda al diablo “a los rencores, a las guerras y a los partidos” invitando a olvidar todo eso entrechocando los vasos y bebiendo.
En efecto, la aureola que se desplegó en torno a Enrique IV lo presentaba como el rey que había puesto fin a la larga, y cruenta, guerra entre católicos y protestantes que debilitó y ensangrentó a Francia, dejándola a merced de feroces enemigos como Felipe II y su hijo Felipe III. No menos sibilino y agresivo, aunque bajo formas más diplomáticas.
Además de canciones como esas, también se le describió, porque así se dijo desde el fin de las guerras de religión en Francia, como el rey que había conseguido que al menos cualquier francés pudiera comer una vez a la semana carne de pollo… en lugar de pasar hambre y frío. Como había ocurrido a menudo durante esas guerras de religión que él acabó con su oportuna conversión al Catolicismo y su matrimonio con la llamada reina Margot.
Como ven en este caso, al filo del año 1600, el culto a la personalidad, al menos por una vez en la larga Historia de la Humanidad, sirvió no para encumbrar a un tirano con aficiones sanguinarias o destructivas, sino a un rey que casi parecía un plebeyo y, después de todo, resultaba -y en realidad era- humano, tremendamente humano y por tanto nada especial pedía a sus súbditos. Salvo, acaso, que disfrutasen de la vida todo lo posible. Justo como él supo hacer hasta que alguien que había sufrido demasiado por esas guerras de religión, François Ravaillac, y estaba ya más allá de poder superar todo aquel trauma bebiendo, galanteando mujeres o comiendo un pollo a la semana, lo apuñaló, en la cumbre de su enajenación mental, un día de primavera del año 1610…