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Carlos Rilova

El correo de la historia

Breve Historia familiar del pintor de Robespierre: Madame de Sériziat en 1795

Por Carlos Rilova Jericó

Era un niño la primera vez que vi a esa mujer, Madame de Sériziat, pintada por el célebre Jacques-Louis David. Fue a mediados de la década de los setenta del siglo pasado. La trajo hasta mi, en una colección de postales, una amiga de mi abuela materna que trabajaba, por aquel entonces, en el París de la resaca sesentayochista. Juana Caballero, que así se llamaba esa amiga de mi abuela -nacida con la gripe mal llamada “española” y superviviente a la actual- había encontrado acomodo en la Francia postgaullista. De hecho, al servicio de uno de sus principales partidarios, al que no le sentaban nada bien, por cierto, las ínfulas excesivamente igualitarias y democráticas de aquella española, según ella misma me contó años después con una serie de anécdotas bastante jocosas.

De ahí, de esos viajes y estancias en París, vinieron las visitas al Louvre y de ahí llegaron a mis manos y a las de mi hermana mayor aquellas fascinantes cartulinas con reproducciones a todo color de cuadros del que entonces yo no sabía era el pintor de un dictador sanguinario -Maximilien Robespierre- y que, como tal, tuvo una vida bastante interesante. Pues sobrevivió, y muchos años, al Incorruptible Robespierre que, como muchos otros tiranos, tuvo la gran idea de salvar a la Humanidad empezando por ejecutarla en masa. Primero dentro de Francia y luego ya se vería. Siempre, por supuesto, por el bien de los ejecutados, incapaces, en su contumacia, de ver las ventajas del nuevo orden. Extraño argumento que suele ser habitual en ese tipo de mentes enfermas y podridas de soberbia que, al final, lo único que suelen conseguir es, tras repartir mucho dolor y miseria -generalmente ajena- llenar los vertederos de los libros de Historia.

En aquella colección de postales estaban los cuadros más conocidos de ese pintor áulico de Robespierre, Jacques-Louis David. Por ejemplo el enfático “Juramento de los Horacios”, pintado en 1784, años antes de que la revolución de 1789 impusiera el mundo clásico casi como fuente única de inspiración. También estaba en la colección otro cuadro inspirado en ese mundo clásico: “El rapto de las sabinas”, que David pintaría pasada ya la tormenta revolucionaria, en 1799. Tras sobrevivir a toda aquella vorágine que a punto estuvo de costarle la cabeza…

Pero en medio de esos cuadros se encontraba uno que me llamó poderosamente la atención y que apenas parecía propio de aquel pintor de virtuosos héroes del mundo clásico. Era el de una joven mujer, vestida a la moda que llaman “Imperio” con un sencillo vestido blanco y un sombrero de pétalo o capota, de esos tan característicos en todo Occidente entre 1800 y 1860 aproximadamente.

La mujer sonreía al pintor, y a los espectadores que iban a ver, años, siglos después, aquella pintura. En la mano sostenía un ramillete de flores -aparentemente recogidas en el campo- y tenía apoyado en una de sus piernas a un niño, su hijo Émile, que parecía algo renuente a ser retratado.

El cuadro estaba pintado en el año 1795 y a mi me llevó años saber quién era la mujer que sonreía tan amable, tan cálidamente desde el fondo de dos siglos. Principalmente porque la joven Madame Émilie de Sériziat -que ese era su nombre- apenas tiene Historia propiamente dicha. Es más, si miramos en los libros dedicados a Jacques-Louis David, descubrimos que este retrato y el de su marido, Monsieur de Sériziat, que el pintor de Robespierre realiza en la misma fecha, se consideran como obras menores.

Basta con ver, por ejemplo, el espacio que le dedica Eugenio Carmona en su libro “David”, parte de la colección editada por Historia 16 titulada “El Arte y sus creadores”. Es muy poco lo que nos cuenta Carmona de ese cuadro, que queda eclipsado por el del propio marido de Madame de Sériziat y por las consideradas grandes obras de David.

Sin embargo, el retrato de Madame de Sériziat, próspera burguesa de Saint-Ouen, nos dice muchas cosas sobre ella y sobre la época que tuvo que vivir.

Lo primero que, en el año 1795, tras la caída de Robespierre y su régimen de terror, hasta los más enconados partidarios de ese sistema -que pretende purificar Francia de vicios aristocráticos y contrarrevolución por medio de un baño de sangre cada vez más indiscriminado- han moderado mucho ese entusiasmo que David demostrará pintando el “Juramento del Juego de Pelota”, glorificando el inicio de la revolución en 1789.

O cuadros extrañamente retorcidos y vanguardistas para la época. Como la muerte del tambor Bara. Héroe-niño de esa misma revolución que ha dado lugar, hace no muchos años, a una de esas que ahora llaman “novela gráfica” -“Le Ciel au-dessus du Louvre”- en la que, por medio de un relato más ficticio que real, Jean-Claude Carrière y Bernar Yslaire descubren toda la oscuridad que el pintor David era capaz de contener en esa mente de la que luego salen apabullantes cuadros como “El rapto de las sabinas”.

En efecto, en 1795 David no está ya para muchos énfasis revolucionarios. Es prácticamente un proscrito al que se le conocen muy estrechas relaciones con los jacobinos. Recién defenestrados y prácticamente puestos fuera de la ley por el hartazgo general frente a su política asesina de “el Terror a la orden del día”.

Es así como David acaba en lo que ahora son las afueras de París, en Saint-Ouen, para pasar una temporada en casa de sus cuñados, los Sériziat. A los cuales devolvió el favor inmortalizándolos en sendos retratos.

Allí, en Saint-Ouen, David estaba esperando a que se calmasen los ánimos y la sed de venganza que reclamaba exigir responsabilidades a los que, como él, no se habían cansado de pedir la purificación de Francia por medio de masivas ejecuciones en las que al final cabía cualquiera. Ya fueran más o menos culpables aristócratas, supuestos espías de los británicos, presuntos acaparadores, o cualquiera que, al fin y al cabo, tuviera motivo de queja contra un gobierno -el de Maximilien Robespierre- que creía ser el centro de todas las virtudes públicas y hasta tenía un Comité de Salud Pública que buscaba eso mismo precisamente: salvar, sanar, a la sociedad por medio de esas drásticas medidas en la que el bisturí era la guillotina.

La reacción termidoriana, de la que hablaba semanas atrás en esta misma página en torno a la figura de una de sus principales protagonistas -la española Teresa Cabarrús- había puesto fin a todo eso y los cuadros de los Sériziat demostraban muy gráficamente que a Jacques-Louis David se le habían acabado las ganas de los experimentos sociológicos a la sombra de iluminados sanguinarios como Robespierre.

El interludio con los Sériziat, con su bella y amable cuñada, plasmada en aquella tela, sirvió a David de bien poco. Pues, como nos cuenta el libro de Carmona ya citado, las autoridades termidorianas le echaron la mano encima, lo devolvieron a París y lo metieron en las mismas cárceles donde aún esperaban la Libertad muchos de los que él había puesto allí, cuando vivía su demencia revolucionaria a la sombra de Robespierre.

El recibimiento que estos le hicieron fue mucho mas civilizado, limitándose a reírse de él y de su cambio de fortuna y a abuchearlo. Por suerte para Jacques-Louis David él, a diferencia de muchos a los que envió al cadalso en su calidad de jacobino, había caído en manos de un sistema más humano. Eso le permitió sobrevivir y volver de la sencillez humilde -casi acobardada- de retratos como el de Madame de Sériziat, a nuevos cuadros grandilocuentes. Esta vez al servicio de otro visionario con bastante sed de sangre: Napoleón Bonaparte, cuya máxima gloria, autocoronándose como efímero emperador, tuvo el honor de pintar Jacques-Louis David. Aquel turbulento artista de una época turbulenta pero fascinante por esa misma razón. Como lo demuestran cuadros como el de la bella, amable, tranquila, Madame de Sériziat…

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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