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Carlos Rilova

El correo de la historia

La Historia, el Bien y el Mal. De Joseph Fouché y otros pasajes tenebrosos (1820-1942)

Por Carlos Rilova Jericó

Aprovecharé hoy este nuevo correo de la Historia, como en otras ocasiones, para hablar de trabajos míos o de otros colegas historiadores. En este caso el trabajo es mío. Aunque ciertamente prometo hablar poco de esa cuestión. Se trata de una exposición que ahora mismo -y hasta mediados del mes de octubre de este año- podrá verse en la biblioteca Koldo Mitxelena de la Diputación guipuzcoana en el centro de San Sebastián.

La temática de esa exposición -de la que soy comisario bajo los auspicios del Departamento de Cultura de dicha Diputación- es recordar que la precursora de la actual ONU, la llamada Liga o Sociedad de Naciones, estuvo reunida en sesión, del 30 de julio al 5 de agosto de 1920, en esa ciudad. Para deliberar sobre cuestiones fundamentales acerca de qué debía ser y hacer esa Sociedad de Naciones.

Esa investigación me ha llevado a recaer en una interesante cuestión histórica: la de los juicios de valor. ¿Fue aquel un hecho histórico que haya que describir como “bueno”? Parece ser que sí, que ese sería el juicio de la mayoría al leer sobre esa cuestión. Pero, claro, eso es un verdadero problema para los historiadores.

Lucien Febvre, uno de los fundadores de la actual Historia como ciencia social, era categórico acerca de que la Historia no debe emitir -o incluso sugerir- juicios de valor sobre “malo” o “bueno”. Tan sólo describir de manera objetiva los hechos.

Lo cual no quiere decir que el historiador, o la historiadora, no hagan esos juicios a nivel personal. La trágica muerte de uno de los más próximos colaboradores y amigos de Febvre, Marc Bloch, lo demuestra: ante la invasión nazi de Francia, Bloch se unirá a la Resistencia y será ejecutado -con nocturnidad y en descampado- por dichos nazis.

Evidentemente los historiadores occidentales tenemos un criterio personal claro sobre “bueno” o “malo” que procede de una moral que lleva actuando -siquiera sea en teoría- cerca de dos milenios en nuestras sociedades. Es la moral evangélica basada sobre el principio de “no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti”. Un principio claro y rotundo que ayuda a separar “malo” y “bueno” en nuestra cultura. Evidentemente “malo” sería todo aquel o aquello que pretende infligir daño a otros. Un daño que ese aquel o aquello no querría sufrir en carne propia, sabiendo que es un sufrimiento atroz, inhumano.

Lo cierto es que esa es una idea con bastante predicamento, pues más allá de la esfera de pensamiento cristiana, el Budismo preconiza algo bastante similar. Incluso en la cultura nórdica -que más adelante inspiraría la bestialidad nazi- la agresión a otros estaba pensada no tanto para exterminar a seres indefensos -como ocurría durante el Nazismo- sino como culto guerrero destinado a defender a la propia comunidad. Eso por no hablar de la existencia de dioses en el panteón escandinavo como Balder. Figura totalmente compatible con los valores morales cristianos.

Ese trasfondo cultural hace así difícil evitar, aunque sea subliminalmente, que entre quienes leen un relato histórico, por muy aséptico y científico que sea (como debe de ser) no se dividan los hechos reconstruidos y relatados en “malos” y “buenos”. Como, por ejemplo, la creación de la dicha Sociedad de Naciones.

Otra cosa distinta es ya que los hechos, tal y como finalmente fueron, satisfagan esos deseos de que el Mal sea derrotado y el Bien triunfe (de acuerdo a lo que es malo y bueno para nuestra moral dominante). Esto me lleva ahora a un personaje fascinante y su no menos fascinante biógrafo. El personaje en cuestión es el ministro de Policía, sucesivamente, del emperador Napoleón y de su opuesto, el rey Luis XVIII. No otro que Joseph Fouché, duque de Otranto y descrito por su biógrafo -Stefan Zweig- como un genio tenebroso.

Se dice que esa obra de Zweig es mitad novela, mitad libro de Historia. Es posible. Lo que es absolutamente cierto es que en ella Fouché pasa a la Historia como un auténtico malvado. Desde el punto de vista cristiano, desde el budista, desde el del dios nórdico Balder… En definitiva, Joseph Fouché, elevado al poder por la marea revolucionaria francesa, según lo que nos cuenta el libro de Zweig actuó de manera malvada: engañó y traicionó sin justificación sólida alguna a quien se le puso por delante en aquellos agitados años que fueron de 1789 a 1815. Aparte de eso, como muchos otros agentes revolucionarios, ejecutó en masa a los oponentes a la revolución. Los monárquicos lo recordarán así, como un auténtico carnicero que no dudó en disparar sobre ellos cañones cargados a metralla cuando se oponían a los excesos del régimen terrorista de Robespierre.

Stefan Zweig tenía estas cuestiones morales claras. De hecho, su olfato para reconocer a los malvados -a los que destruirían todo con tal de hacer a otros aquello que no querrían padecer en carne propia- le llevó a suicidarse, en el año 1942, junto con su segunda esposa.

En esa fecha, había fracasado estrepitosamente el proyecto de Paz y Concordia universal que la Sociedad de Naciones quería imponer tras las atrocidades de la Primera Guerra Mundial.

De ahí Zweig dedujo que el Mundo entero iba a caer en manos de gente sin escrúpulos, como Fouché, para los que la vida de los demás no era más que un apunte contable a eliminar, sin la más mínima vacilación, en nombre de una idea tan perversa y arrogante como la de que esa gente sobraba. Empezando por Zweig…

Quizás si Zweig hubiera tenido más temple y paciencia -cosa muy difícil en 1942- habría podido asistir a un final distinto de las cosas, en el que quienes perdían eran los malvados y ganaban quienes querían imponer valores morales en los que primaban reglas de oro como la de “no hacer a los demás lo que no quieres que te hagan a ti”…

Pero, claro, ¿cómo resistirse al vértigo en el año 1942, cuando todo parecía perdido para personas de buena voluntad como Zweig o los fundadores de la ya fracasada Sociedad de Naciones?

Por otra parte, Zweig era lo bastante inteligente como para darse cuenta de que los relatos históricos perfectos -desde el punto de vista de la moral sustentada por reglas como la de no hacer daño deliberado a los demás- rara vez triunfan de manera categórica. El caso de Fouché es bien claro, si leemos sus fascinantes “Memorias”, él jamás hizo nada malo.

Repaso la lujosa edición de coleccionista que tengo, publicada en 1967, y en ella, en ese documento histórico, leo que Fouché, en su propia opinión, nunca hizo nada que pudiera considerarse un genocidio con los realistas franceses, que incluso auguró a Robespierre que su caída estaba próxima -ante 20 testigos que así lo podrían asegurar- o que en 1815, a pesar de sus consejos de moderación, Napoleón llevó a Francia a la catástrofe. Una de la que el propio Fouché la salvó, ayudando a Lord Wellington a restaurar a Luis XVIII en el trono. Favor recompensado manteniéndolo en el puesto de ministro de Policía… Favor que, sin embargo, dura bien poco, pues la monarquía que él mismo restaura lo exilia como regicida asesino de Luis XVI y como partidario de Bonaparte durante los Cien Días. Fouché, en efecto, morirá en 1820, precisamente, en tierras del Imperio austriaco, en Trieste, mientras -se dice- uno de los hermanos de Napoleón -Jerónimo- quemaba, bajo sus órdenes, todos sus papeles comprometedores. Unos que Fouché, obviamente, quiso negar a la Historia.

El antiguo terrorista, polizonte a las órdenes de Bonaparte primero y luego a las de Luis XVIII, morirá en el olvido y el exilio, como un juguete roto. Desde ese punto de vista el relato histórico sería perfecto, pero sin duda a Zweig, en 1942, le debió parecer que, de un modo u otro, amorales como Fouché lograban siempre huir sin recibir un verdadero castigo por el crimen de hacer a otros lo que no hubieran querido sufrir ellos. De ese modo, Zweig, confrontado en su propia época a gente tan tenebrosa como Fouché, sintió tal vértigo que decidió beber veneno para escapar de un mundo al que le intuía un futuro de pesadilla.

Así de complejo es el relato que puede tejer, en definitiva, la Historia cuando sus lectores, o incluso quienes la escriben, como Zweig, empiezan a preguntarse sobre el Bien y el Mal contenido en los hechos narrados.

Así de ingrata puede ser la labor de los historiadores una vez más, que, sin poder hacer juicios de valor, ponen ante los ojos de quienes los leen unos hechos que lo mismo les pueden llevar a creer que viven en el mejor de los mundos posibles, como a suicidarse o lanzarse armados sobre Berlín para detener y juzgar a Adolf Hitler por cosas que ni Cristo, ni Buda, ni el dios Balder hubieran tolerado…

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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