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Carlos Rilova

El correo de la historia

El cardenal Alberoni y el síndrome de Napoleón o una valiosa lección de Historia

Por Carlos Rilova Jericó

Tanto el cardenal Giulio Alberoni como el emperador Napoleón han estado presentes en mucho de lo que, como historiador, llevo escribiendo desde, por lo menos, el año 2004. Son dos personajes verdaderamente llamativos. De eso no hay duda. Y sus destinos -como ya se ha visto en anteriores correos de la Historia- se cruzaron con muchos lugares y archivos en los que este historiador ha estado por distintas razones.

Tanto tiempo juntos, por así decir, me ha llevado a observar con bastante detenimiento a esos dos protagonistas de la Historia y las conclusiones a las que he llegado con esa observación, son tan interesantes como inquietantes pero instructivas.

La distancia histórica que hay entre los dos es considerable, pero mínima en el tiempo. El cardenal nacerá en 1664. Napoleón en 1769. Es decir, 105 años después de que lo hiciera Alberoni, que moriría en 1752. Es decir, diecisiete años antes de que Napoleón viera la luz en Ajaccio. No son, pues, tanto los años como otras circunstancias las que alejan a estos dos personajes históricos, que, sin embargo, tienen un punto de convergencia del que, efectivamente, se pueden sacar valiosas lecciones de Historia.

Así es. Lo que en realidad separa al cardenal Alberoni del emperador Napoleón, más que los años, es el cambio de época.

Giulio Alberoni es una criatura dieciochesca perfectamente decantada. Un hombre del Siglo de las Luces, del Barroco, de la Europa ilustrada. Napoleón no. Pese a haber nacido y vivido, durante mucho tiempo, en ese mismo Siglo de las Luces.

En efecto, aquel joven teniente de Artillería de aspecto asténico que trata de abrirse paso en la Francia de Luis XVI y María Antonieta, es una criatura histórica que espera la llegada de un nuevo mundo que sale del siglo que llaman ilustrado (como en su día lo definieron José Checa Beltrán y Joaquín Álvarez Barrientos) pero que lo rebasa históricamente con gran rapidez. Es en ese vértigo, en esa aceleración de la Historia que lo cambia todo, en el que Napoleón deja de ser una sombra anónima en los acontecimientos históricos para brillar en ellos con una luz cegadora a veces.

Esas circunstancias alejan la biografía del emperador de la del cardenal, pero no por eso dejan de tener algún paralelismo. Y es fácil que así sea por una razón que obedece a una característica atemporal en eso que llamamos “espíritu humano”. A saber: la ambición, el deseo de perdurar en la Memoria colectiva, de entrar en esa Fama que el Renacimiento ha puesto a la orden del día -retomándola del Mundo clásico- y que ha dominado muchas de las acciones humanas hasta hoy mismo.

Así es, Giulio Alberoni fue definido sarcásticamente por Alejandro Dumas padre como un “cocinero de macarrones”. Esa ironía tan aguda que Dumas dejaba caer en “El caballero de Harmental” (novela de la que ya se ha hablado en estas páginas en otras ocasiones) no estaba lejos de la realidad. Alberoni era un hombre de orígenes muy bajos, hijo de un jardinero. Sin embargo supo aprovechar las oportunidades que ofrecía la sociedad europea del Barroco. Es decir: esa deferencia de los que estaban instalados en el poder -por haber nacido en el estamento nobiliar- hacia aquellos miembros del tercer estado que, por su inteligencia, destacaban y eran cooptados para ser convertidos en criaturas (ese era el termino usado en la época) de esos potentados.

Es así como Giulio Alberoni entró a comienzos del siglo XVIII en la propia Corte de Versalles, obteniendo el favor de Luis XIV. A partir de ahí, gracias a su notable inteligencia, el futuro cardenal se abrirá paso. Primero en Francia y luego en la corte española, donde tocará un poder casi omnímodo que llega a su cumbre en el año 1719.

Eso ocurrió después de que el ya cardenal declarase la guerra a media Europa, lo que en 1717 -cuando todo empezó- significaba declarársela prácticamente al Mundo.

Así es. Durante años, Alberoni preparó a la España de Felipe V para desafiar a las potencias europeas garantes de la Paz de Utrecht que había puesto fin a la larga Guerra de Sucesión española. Eso significaba desafiar a Gran Bretaña principalmente, pero también a la propia Francia de la que procedía Felipe V. Una Armada y unos ejércitos renovados sirvieron a esos intereses.

Podría parecer así que Giulio Alberoni fue, en efecto, todo un Napoleón del siglo XVIII. Atacado de esa megalomanía que le habría llevado a creer que podría apoderarse de los destinos de Europa primero y del Mundo después. En realidad no fue así. Puede que el hijo del jardinero, el cocinero de macarrones, quisiera convertirse en un personaje principal, en hijo predilecto de la Fama que, por sus hechos, haría resonar su nombre siglos después de su paso por este Mundo. Sin embargo, el cardenal sabía muy bien qué lugar ocupaba en aquel sistema social anterior a la revolución francesa. No ignoraba que era una criatura cortesana que sólo medraba gracias al favor de aquellos que el orden “natural” de las cosas había colocado -por derecho de nacimiento- en la cúspide de la pirámide social.

En su caso Alberoni sabía bien que era una criatura que ejecutaba los designios de la reina de España Isabel de Farnesio, sobrina del duque de Parma al que él debía parte de su encumbramiento. Su aparente poder, pues, duraría tanto como durase el favor de la reina, que era quien realmente había ideado todo aquel vasto movimiento de tropas, de conquistas de territorios que, sin embargo, acabaron, en el año 1719, con la carrera de Alberoni en una de las más poderosas cortes europeas.

No padecía, pues, Giulio Alberoni eso que se llama “síndrome de Napoleón”. Si acaso lo sufría su ama, Isabel de Farnesio. Aunque tampoco, pues ella no deseaba tanto dominar el Mundo -como Napoleón- sino recuperar viejas tierras patrimoniales en Italia para engrandecer a su casa ducal usando los poderosos recursos de la España que gobernaba su marido…

Para que surgiera un hombre que creyera que conquistar el Mundo era posible y que todo lo que se le ocurría para ese fin era una idea genial que no podía fallar -precisamente porque se le había ocurrido a él- faltaba que esa Europa barroca se desfondase y surgiera una nueva sociedad en la que el talento personal -y no la cuna en la que se había nacido- fuera lo importante. Eso fue justo lo que ocurrió cuando Napoleón llegó a la edad en la que podía materializar esas grandes ambiciones merced a las grandes convulsiones sociales que llegaron tras 1789.

Todo aquello hizo posible -en 1804- lo que no era posible -en 1719- para criaturas como Alberoni. Lo posible, sin embargo, como Napoleón aprendió finalmente, suele ser enemigo -en cualquier época- de lo factible. Es decir, puede que fuera posible -incluso necesario- declarar la guerra a Rusia al tiempo que las cosas iban de mal en peor en España para las tropas napoleónicas. Y que eso pareciera una excelente idea… a Napoleón… porque tal idea se le había ocurrido a Napoleón. Otra cosa bien distinta es que, más allá de esa alucinación personal, fuera factible que el soldado medio napoleónico sobreviviera a la falta de alimento y a temperaturas de decenas de grados bajo cero mientras huía de tropas equipadas para ese clima y acostumbradas a él.

Ya sabemos cómo acabó ese choque entre lo que el “síndrome de Napoleón” creía posible y lo que realmente era factible. Tres años después Napoleón era cordialmente odiado en Francia, la inmensa mayoría lo hubiera matado de haber dado con él y su amarga memoria de absurdas y catastróficas derrotas inútiles no se extinguió hasta 1840. Cuando la monarquía de Luis Felipe de Orleans decidió rehabilitarlo. Pero sin olvidar tanto sus fracasos como sus éxitos.

No deja así de ser llamativo, para el historiador, descubrir hoy, tres siglos después del cardenal Alberoni, o dos después de Napoleón, que esa lección tan básica -la de que el síndrome de Napoleón acaba por devorar a quienes lo padecen- siga sin ser aprendida y, año tras año, aparezcan personajes -y hasta personajillos- que siguen soñando con conquistar el Mundo e imponer sobre él alguna especie de tiranía que siempre acaba en el mismo lugar. En humeantes campos de ruinas donde los presuntos amos del Mundo se suicidan, huyen hacia las sombras de la Historia o son ejecutados por aquellos que -como los ejércitos españoles formados en 1810 para derrotar a Napoleón- jamás van a entender que tiranos de esa estirpe tengan ninguna ventaja real que ofrecerles.

Más allá de mentiras interesadas y propaganda salida de cabezas que hace tiempo enfermaron bajo el síndrome de Napoleón sin siquiera saber que lo padecían. Y menos aún cuáles serían las inevitables consecuencias finales de esa enajenación mental…

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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