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Carlos Rilova

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La lealtad de los cosacos o cómo el zar fue abandonado por todos (febrero-octubre de 1917)

Por Carlos Rilova Jericó

Esta semana, continuando con la temática relativa a la revolución rusa llamada “de octubre” que ahora hace cien años se consolidaba como un hecho viable, hablaré de algo bastante inexistente en la misma. Concretamente de la lealtad de los que, hasta 1917, se suponía eran los más leales entre los leales a la autocracia zarista.

Por difícil de creer que parezca, al zar Nicolás II lo dejó en la estacada mucha gente. En efecto, esa melodramática lealtad hasta la muerte que se ve aparecer en folletines y películas, fue bastante rara en la convulsa Rusia de octubre y noviembre de 1917.

Hablando coloquialmente al zar lo dejaron colgado la mayoría de quienes lo habían defendido a sangre y fuego incluso antes de que las fuerzas bolcheviques salgan del Instituto Smolny para tomar el Palacio de Invierno con un grado de violencia no aclarado todavía y que se debate entre las mentiras piadosas del régimen soviético, sus instantes de exaltación -a través de películas como “Octubre” de Eisenstein o del llamado “Realismo soviético”- y las crónicas más realistas de testigos del momento, como John Reed y muchos otros periodistas del todo el Mundo que allí estaban.

En efecto, antes de que ese momento dramático de la revolución rusa tenga lugar, ese proceso de dar por amortizado a Nicolás II ya se había iniciado muchos meses antes. Casi un año. Fue durante las cinco jornadas de febrero de 1917, en las que, tanto en San Petersburgo como en Moscú, las fuerzas revolucionarias -entre las que los bolcheviques son sólo una más- derrocan al Zarismo que, por medio de un ukasse (es decir, por decreto, un método de gobierno tiránico con el que, supongo, ya estarán familiarizados desde hace meses) había suprimido los tímidos intentos de dotar a Rusia de un sistema de monarquía constitucional, con una Duma o Parlamento que, en febrero de 1917, no sabía si iba a ser pasada por las armas por los cosacos o por los revolucionarios…

Desde ese momento suena la hora del “sálvese quien pueda” tan común en autocracias, dictaduras, gobiernos que gobiernan por decreto y similares formas de autoritarismo con las que la Humanidad se ha visto castigada de tiempo en tiempo.

Un gran historiador como Marc Ferro describe el proceso con mano maestra en su magnífica biografía del último zar, Nicolás II.

Allí Ferro recoge múltiples datos sobre cómo se desarrollan las jornadas revolucionarias de los últimos días de febrero de 1917. Por ejemplo, cómo los cosacos a caballo se mantienen impávidos ante las multitudes petrogradenses que reclaman la democracia, o cuando menos un régimen parlamentario. Incluso cómo algunos de esos cosacos intercambian guiños de complicidad con los manifestantes, para señalarles que ya están de su lado. Añade a eso Ferro casos de regimientos enteros, como el Pavloski, que o encierra a sus oficiales o, incluso, los pasa por las armas, y marchan a unirse con los revolucionarios guiados por sus suboficiales. Son, en efecto, pocos los fieles que le quedan al zar desde esos momentos.

Ferro nos aporta un testimonio muy revelador de lo que ocurre a partir de ahí con las fuerzas represivas que habían obedecido al zar hasta el momento y aplicado sus decretos tiránicos sin vacilar -puede que incluso con un punto de enfermiza satisfacción por ser ellas el martillo y no el yunque que debe soportar el golpe- o participado en numerosos pogromos contra los judíos que, por razones así, engrosaban las filas revolucionarias en esos momentos críticos.

El testimonio en concreto viene en la página 188 de la edición de “Nicolás II” que hizo la editorial FCE en 1990, justo cuando estaba a punto de colapsar otra tiranía rusa. En este caso la mutación sufrida por los revolucionarios bolcheviques a partir de 1917 que derivó, y rápidamente, en uno de los regímenes más liberticidas y totalitarios que (al menos hasta la fecha de hoy) ha padecido la Humanidad.

Ahí el profesor Ferro recogía el testimonio de los policías de Elisabetburgo que, en febrero de 1917, son condenados a muerte por los soviets triunfantes. A ellos se dirigen en un escrito en el que señalan que se postraban “ante el pueblo ruso” y le rogaban perdón por “todo el mal que involuntariamente hemos tenido que hacerle por los deberes del servicio” y, asimismo, saludaban al nuevo gobierno revolucionario “por haber hecho triunfar la libertad”…

Fuera o no forzada esta declaración, quedaba bastante claro la cara que salía a relucir en Rusia incluso en febrero de 1917. De hecho, Ferro recoge testimonios aún más reveladores. Así, por ejemplo, en las páginas 193 a 194 de “Nicolás II”, nos ofrece un cuadro demoledor de esa estampida de antiguos devotos servidores del Zarismo y su tiranía. Ferro es categórico, nos dice, literalmente, que “Cuanto más se había beneficiado uno del favor del zar, más rápidamente se adhería al nuevo régimen”.

El primero en dar ejemplo (así lo llama Marc Ferro, al parecer sin asomo de ironía) es el gran duque Cirilo. Tras él irán los cosacos de la guardia del zar, la Policía de Palacio, el regimiento conocido como “de Su Majestad”… Hubo muy pocas (y más bien románticas) excepciones a esa norma y quedaron muy pocas tropas -apenas testimoniales como la Guardia de Caballería de Novgorod- para defender lo que ya era tan sólo un despojo histórico.

Como nos dice Ferro “grandes duques y oficiales generales” que lo debían todo al zar, lo abandonaron en febrero de 1917 “sin más preocupaciones”. Por debajo de ellos, se hizo otro tanto. Incluso entre cuerpos mimados por el Zarismo. Como esos soldados y cosacos a los que, como nos dice Ferro una vez más, en la página 94 de su biografía de Nicolás II, Kerensky, el nuevo hombre fuerte en Rusia hasta la revolución de octubre, reprocha en 1917 tener miedo a los alemanes, pero no haber dudado en disparar contra los propios rusos en 1905.

Sin duda ésta es una gran lección para ese pequeño pero letal porcentaje de la Humanidad que, a lo largo de los siglos, sueña con convertirse en autócrata y, sin embargo, no se da cuenta de que esos regímenes acaban mal y el autócrata que hasta el día anterior se ha sentido en la cima del Mundo, viene a despertar a una realidad en la que sólo está sentado sobre el famoso basurero de la Historia y le vuelve la espalda -en el mejor de los casos- incluso la que había sido hasta el día anterior su más fiel guardia pretoriana. La misma que, a veces, acaso para evitar remordimientos o malos recuerdos, es la primera en disparar contra el caído autócrata. Tal y como ocurre en Rusia en 1917.

Es esta una curiosa lección histórica en efecto que, evidentemente, parece que nunca termina de aprenderse y nos deja a su vez otra curiosa lección sobre cómo la ambición desbocada en algunos seres humanos, mezclada con una básica, elemental, imbecilidad (en el sentido etimológico de la palabra) acaba repitiendo, tan sólo con ligeras variantes, este mismo esquema catastrófico del que la Libertad, por suerte, sale más y más reforzada cada vez…

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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