Por Carlos Rilova Jericó
Buscando un nuevo tema para este nuevo correo de la Historia, he acabado por decidirme por uno bastante controvertido. Se trata de la situación que vivirá Francia bajo la ocupación alemana entre 1940 y 1944.
De ese asunto histórico se han dicho muchas cosas. Algunas de ellas verdaderamente audaces, imprudentes, basadas en unos apriorismos sonrojantes que suelen ser bastante habituales en el Periodismo. Especialmente en el televisivo. Para hacer ese problema más asequible al público que lee en español, la cuestión es que de la Resistencia francesa se han dicho cosas tan excesivas como las que se suelen decir de nuestro nunca bien ponderado rey Fernando VII. Si el personaje, o el tema, no tienen tintes bastante oscuros y denigrantes de por sí (al menos para el público actual) el o la alegre comentarista de medios suele cargar aún más esos colores oscuros.
Así he llegado a oír que la Resistencia francesa no existió como tal hasta casi el día anterior al Desembarco de Normandía… Es sólo una más de las muchas sentencias sumarias que se ha aplicado a la Francia que cae bajo dominio alemán en 1940, cuando sólo una aislada y temblorosa Gran Bretaña da muestras de coraje disponiéndose a resistir a Alemania hasta el último cartucho. Incluso hasta la última piedra que se pudiera lanzar contra las tropas invasoras.
Tales sentencias condenatorias a posteriori y sin mucho trabajo intelectual detrás, palidecen rápidamente en cuanto abrimos libros como el de Philippe Burrin, profesor del Instituto de Altos Estudios Internacionales de Ginebra, titulado, precisamente, “Francia bajo la ocupación nazi 1940-1944” en su edición española de la casa Paidós.
Se trata de una obra de más de 500 páginas en la que este profesor suizo examina minuciosamente la caída de la Tercera República francesa y la reacción de su población al verse bajo el súbito dominio de una potencia extranjera de marcado carácter totalitario. Es decir, con afanes de dominar -hasta el último detalle- la vida de unos ciudadanos que han pasado a convertirse, en realidad, en súbditos. De hecho, en verdaderos esclavos. Como queda bien claro también en este libro que alude, numerosas veces, a la cuestión del STO. Es decir, el Servicio de Trabajo Obligatorio por medio del cual el Tercer Reich nazi obliga a los franceses en edad a la deportación a Alemania, para trabajar allí de manera forzada para la misma potencia que ha derrotado e invadido su país.
La descripción que hace el profesor Philippe Burrin en la primera página del libro es elocuente. Los franceses, como el resto de la Europa ocupada, viven en la situación que provoca toda ocupación extranjera. Es decir: bajo “una intromisión brutal, masiva, en la vida de una sociedad”. Una que impone “una autoridad y exige una obediencia que ya no se fundamentan ni en la tradición ni en el consenso. Perturba las redes y las rutinas de la vida colectiva”, y, en definitiva, concluye el profesor Burrin, pone a los ocupados ante un escenario especialmente grave.
¿Hasta cuándo aguanta la paciencia de quienes se ven ante tan vertiginosa y nauseabunda situación? Philippe Burrin señala que no tarda mucho en aparecer la resistencia a ultranza. El 18 de junio de 1940, De Gaulle hará su llamamiento desde Londres para luchar hasta la victoria final, rebelándose, de hecho, contra el Gobierno francés recién formado que, de algún modo, recababa para sí la legitimidad de la destrozada Tercera República francesa.
Es ese un gobierno al que él, De Gaulle, debería haber obedecido, en ese año 1940 en el que las cosas distaban de estar tan claras como en 1944…, pero sin duda De Gaulle, al margen de los muchos defectos que se le hayan podido achacar a lo largo de los años, tuvo en esos momentos el don de la clarividencia y el de la oportunidad para convertirse en el eje en torno al cual reunir a un país desconcertado. Uno que no sabía si aceptar la derrota y la coexistencia pacífica con Alemania tras firmar con esa potencia dominante un armisticio, o seguir a un exiliado y entonces joven general que les lanzaba llamadas a la resistencia desde Londres.
Finalmente, ya lo sabemos, De Gaulle fue quien tuvo la razón de su parte y Pétain, el viejo mariscal Pétain, héroe de la Gran Guerra, no. Ciertamente, si pasamos por encima de la mayor parte del libro de Philippe Burrin y llegamos al final del mismo, descubriremos que los colaboracionistas, como Pétain, en el fondo eran unos pobres estúpidos. Y lo fueron desde el minuto cero de la ocupación, tragándose los cantos de sirena alemanes que, evidentemente, no hacía falta pensar mucho -bastaba con haber dado una ojeada siquiera superficial al “Mein Kampf”- no auguraban nada bueno para los pueblos derrotados por la presunta raza superior germana…
Así es, en la página 472 de la edición española de “Francia bajo la ocupación nazi 1940-1944”, Philippe Burrin nos señala un aspecto poco conocido de esa Francia ocupada, tan manida en novelas, documentales algo superficiales y películas no menos superficiales a veces. A finales del año 1943, cuando faltan ya sólo unos pocos meses para la “Operación Overlord”, se habla en los medios ocupantes alemanes de unificar a las distintas fuerzas colaboracionistas francesas (lideradas respectivamente por Darnand, Henriot, el antiguo izquierdista Déat…) en una sola fuerza que, en estrecha colaboración con las SS, sirva de carne de cañón para imponer, más y mejor, la ocupación a un país que, de eso no hay duda, se resiste a ella. Ferozmente, como nos dice el mismo Philippe Burrin.
Es lo que sugiere ante Himmler Gottlob Berger, responsable de las tropas de línea de las SS en Francia, aduciendo que ninguna madre alemana va a llorar cuando los muertos en combate con la Resistencia sean franceses… La respuesta que Berger recibe por parte de Himmler, influenciado por otro jerarca nazi, Oberg, es recordarle la orden de Hitler al respecto: “la colaboración era sólo para la galería, no había que perder de vista el objetivo final”. No otro que “aplastar a Francia”…
Bien, pues ni aun así Pétain, Laval y la chusma de delincuentes y aventureros de dudosa catadura que consiguen congregar en torno a sí (a medida que los más inteligentes abandonan el barco) se dan cuenta -ni se quieren dar cuenta- de que el mismo ocupante con el que creen poder pactar un acuerdo beneficioso, tiene intención alguna de pactar nada con ellos. Salvo aniquilarlos una vez que los haya amortizado.
La estupidez de estos colaboracionistas llegará al punto de seguir creyéndose al mando en agosto de 1944. Así las cosas, con los alemanes en retirada y ellos prisioneros y deportados, Pétain y Laval aún discuten planes de gobierno…
Su historia acabará del único modo que podía acabar. Ni siquiera echar mano de la baza de un supuesto enemigo común -el Comunismo aliado de circunstancias de De Gaulle- les servirá de algo. Laval será ejecutado tras un juicio sumarísimo. Pétain sólo se librará merced a su pasado de héroe nacional durante la Primera Guerra Mundial, pero permanecerá encerrado en una prisión militar hasta su muerte, denigrado de manera general. Salvo por algunos nostálgicos que, obviamente, pudieron pedir clemencia para él porque quienes se hacen con el control de Francia en 1944 eran partidarios de la democracia que ellos mismos quisieron enterrar en 1940.
Así de coriácea, en definitiva, puede llegar a ser la estupidez de quienes se acobardan y pliegan ante un supuesto poder esgrimido por un inflado invasor, que, en definitiva, tan sólo soñaba con aplastarlos, aniquilarlos una vez que se hubiera servido de su roma inteligencia de estúpidas bestias de carga…